15
Mi boca se abre sin oponer resistencia. Es como si mi cuerpo no dispusiera de voluntad propia cuando Adrián me toca, besa o mira con esos ojos que me rompieron tiempo atrás. Y, a pesar de que mis labios se mueven al compás de los suyos, en mi cabeza hay un pensamiento que no me permite soltarme del todo. Mientras me come entre jadeos y acaricia toda mi piel al descubierto, en mi mente se reproduce el encuentro de horas antes con las buitronas. Soy consciente del temor que continúa adherido a mi cuerpo al haber imaginado que ellas o sus parejas eran quienes me seguían con la intención de hacerme daño. Y después se cuela por las rendijas de mi cerebro el amargo recuerdo del cruel final que Adrián y yo tuvimos. Más bien el que nos dio él.
Juega con mi lengua y suelto un gemido, y no solo de satisfacción. Tiemblo, y no solo a causa del placer. Me estremezco también por los gélidos recuerdos de lo que Adrián hizo, por permitir que me abriera a él, que me desnudara y le mostrara a la Blanca débil, hecha de paja, que con un simple soplo podía derrumbarse y que él, sin reparos, sabiendo todo eso, la destrozara. Vibra por la desconfianza de que algo así vuelva a suceder. Me doy cuenta de que el rencor y la rabia que albergaba han sido sustituidos por la atracción que todavía siento. Y eso me da mucho miedo.
—¿Ocurre algo? —me pregunta justo en ese instante, al percibir la tirantez de mis extremidades.
—No… Es que me has asustado un poco. —Trato de sonreír.
—No pretendía eso. Quería sorprenderte. —Atisbo en sus ojos una disculpa y algo en mi pecho empuja.
—Pues lo has conseguido. —Esta vez sí me echo a reír.
Adrián inclina el rostro, me atrapa de las mejillas y se dedica a estudiar todos mis gestos durante unos segundos que se me hacen eternos. Vuelvo a caer, como una cría, en la magia de sus ojos. Parece que no han pasado los años… Cubro sus manos con las mías y, al acariciarle la piel del dorso, casi puedo oír en mi mente las canciones que tocaba con la guitarra.
—Blanca, no quiero joderte —susurra con un tono cargado de tristeza—. Me dijiste que todo estaba bien, pero si no es así, he de saberlo. Hacerte daño de nuevo sería lo último que desearía en esta vida y en las siguientes.
Un coche con la música a todo volumen pasa por la carretera. Suena We Found Love de Rihanna y Adrián me dedica una sonrisa melancólica.
—Nosotros también encontramos amor entre tanta desesperanza, ¿recuerdas? —Me aparta el flequillo de los ojos—. Y lo perdimos. Aunque yo la cagué más. Y…
—No hablemos de eso ahora, Adrián. No es el momento.
—Pero quizá sea mejor que no nos besemos, ni nos toquemos… Aunque me cueste horrores.
Me suelta de las mejillas y da un paso atrás. De inmediato, mi cuerpo desea volver a tenerlo cerca, que me traspase la calidez de su piel y de su aliento. Sin dudarlo, lo tomo de la muñeca y lo atraigo hacia mí. Su pecho choca contra el mío y nos fundimos en un abrazo. Entierro la nariz en su cuello y aspiro su aroma. Huele a serenidad, a felicidad, a hogar. Como aquellas veces en las que morí de placer entre sus brazos.
—Bésame —le pido alzando la barbilla y exponiendo mis labios.
Sus ojos se oscurecen por el deseo. Me aplasta contra la pared. Su respiración acelerada se funde con la mía. No puedo ser racional con él. Por más que lo intento, caer es inevitable. Y me jode pensar que esto pueda ser como retroceder en el tiempo.
—Somos inteligentes, Adrián —insisto al ver que no se decide—. Esto no es más que pura atracción. Es sexo entre adultos.
—Tus palabras son casi idénticas a las que me dijiste hace muchos años atrás. Y ocurrió que…
—Pero esta vez no. Yo ya no soy esa Blanca, e imagino que tú no eres aquel Adrián… o es lo que me gustaría creer. De cualquier forma, no importa. Me atraes, y yo a ti. Podemos acostarnos sin necesidad de malos rollos.
Al parecer lo convenzo porque agacha la cabeza y atrapa mis labios con sus dientes delanteros. Me da un pequeño mordisco que sabe a gloria. Cierro los ojos y me dejo llevar. Hacía tanto tiempo que no me liberaba totalmente…
—Es increíble que después de todos estos años mi cuerpo reaccione al tuyo de una manera tan brutal —jadea en mi boca.
Recorre mis labios con su lengua. Un gemido se ahoga en mi garganta al recibir su apasionado beso. Húmedo. Impregnado de deseo. Un remolino de dos lenguas que luchan por encontrar el placer. Me coge del trasero y me estruja las nalgas, al tiempo que me sube hasta que mi sexo queda a la altura del suyo. La erección que pugna en sus pantalones termina por volverme loca. Me muero por tenerlo dentro, por acompasarme a sus movimientos y flotar en la espiral del orgasmo.
Nos besamos durante un rato eterno, ignorantes de los transeúntes que, de vez en cuando, pasan cerca de nosotros. Oímos algún que otro murmullo y risita, pero no nos importa. Estoy abandonada a los latigazos de su lengua y a los dibujos que sus manos trazan en mi piel.
—Quiero que me folles —le pido entre beso y beso.
—¿Aquí? —Se echa a reír.
Estoy segura de que mis padres ya habrán vuelto a casa y llevarlo otra vez allí no es plan. ¿Por qué no estaremos en la ciudad, donde podríamos acabar lo que hemos empezado en mi tranquilo piso? Tampoco podemos ir al suyo, ya que su madre nos descubriría.
Una idea se enciende en mi cabeza. Tiro de su mano con ansiedad. Mi coche no se encuentra lejos. Corremos por la mal iluminada calle, muertos de ganas. Nos chocamos el uno con el otro al detenernos en un cruce para que un vehículo no nos atropelle. Adrián aprovecha y me estrecha entre sus brazos. Nos besamos entre risas. Más gruñidos, jadeos. Manos que se pierden por debajo de mi vestido y por dentro de su camiseta. Sus dedos se hincan en la carne de mis muslos.
Casi sin darnos cuenta entramos en el parque principal del pueblo. Nos dejamos caer en uno de los bancos más ocultos sin cesar en los besos. Adrián me sienta encima de él. Su bragueta abultada se clava en la parte interior de mis muslos. El gemido que escapa de mi garganta resuena en la noche.
—Dios, van a vernos —murmuro.
—No hay nadie —dice.
Esconde el rostro en mi cuello y me lo roza con la nariz. Tiemblo como la luna reflejada en un arroyo.
—Como venga la policía, nos detendrá por escándalo público —bromeo.
Adrián está tan excitado que todo le da igual. Ni siquiera me contesta. Me muerde la barbilla y después lame la sensible zona. Me muevo sobre su erección, humedeciéndome cada vez más. Introduce las manos por debajo de mi vestido y me acaricia hasta llegar a las nalgas. Me las estruja casi con rabia. Sus dedos causan estragos en mi piel desnuda.
—Vamos a un lugar más oscuro, al menos —propongo, a pesar de que podría hacerlo aquí mismo.
Adrián se levanta a toda prisa conmigo en brazos. Enredo mis piernas en su cintura y apoyo la cara en su hombro, conteniendo la risa. Segundos después me deposita en la hierba y se tumba sobre mí. Le ayudo a desabrocharse los vaqueros. Se los baja junto con los calzoncillos. La visión de su polla desnuda, brillante y tremendamente dura, termina por desinhibirme.
—Mira lo que me haces…
—No, Blanca, esto es lo que provocas tú en mí. Que vaya a follarte en un parque porque no puedo esperar más.
Lo cojo de la nuca y lo atraigo a mi rostro. Nos besamos con la boca abierta, entre jadeos y saliva. Adrián se mueve hacia delante y hacia atrás, frotando su sexo en la piel de mis muslos. Aprovecho y deslizo las manos por debajo de su camiseta. Su torso de acero me hace gemir en su boca. Me derrito con las contracciones de sus músculos bajo mis dedos. En un momento dado me agarra el rostro con las manos, hincándome los dedos en las mejillas, como si quisiera hacerme comprender que es él quien tiene el mando. Y esta vez ni siquiera hago amago de luchar.
Me suelta, dejándome con ganas de más, con ganas de todo y de siempre, y se desliza hacia abajo mientras deposita un reguero de besos por mis pechos y mi vientre. Joder, ojalá no llevara el puñetero vestido y pudiera notarlos en mi piel, que está a punto de arder en un fuego eterno.
Me levanta una pierna y, a continuación, me lame el tobillo y, con una lentitud que se diría estudiada, va subiendo hasta llegar a la cara interna de mi muslo. Su nariz toca mi centro de placer por encima de las bragas. Gimo, mareada. Me siento como si fuera a correrme sin que me haya hecho casi nada.
De repente se detiene y me observa. Sus ojos nublados me anuncian lo excitado que se encuentra.
—Me muero por probarte, Blanca. Y a la próxima estaré ahí abajo todo el tiempo del mundo.
Mi cuerpo se estremece. ¿Cómo puede hacerme vibrar con tan solo unas cuantas palabras sucias? Me sube el vestido hasta dejarlo enrollado en mi cintura. Con los dedos índice y pulgar me acaricia el hueso de las caderas y no puedo evitar arquear la espalda.
—Dios… Por favor… —suplico mordiéndome el labio.
No me creo lo entregada que estoy debajo de su cuerpo, esperando con ansiedad que se introduzca en mí.
Se ve que quiere hacerme sufrir porque se coloca de nuevo sobre mí para besarme. Pero el beso es tan suave, tan lento, tan él, que acabo gimiendo de manera escandalosa. Se aparta con una sonrisa y me indica que haga menos ruido. Nos detenemos de golpe porque nos ha parecido oír algo. Estiro el cuello, asustada. Solo faltaría que nos pillara alguien del pueblo.
—Nos ocultan los matorrales, pero tienes que quedarte callada… —Me muerde el labio inferior y tira de él. Abro la boca esperando la suya, que no llega. Maldito—. ¿Podrás guardar silencio?
Asiento de inmediato. La Blanca dominante aparece justo en ese momento y lo atrapa de la nuca para comérselo a besos. Adrián gruñe cuando enredo los dedos en su pelo rebelde. A continuación, bajo por su espalda hasta alcanzar su culo. Clavo las uñas en él, al tiempo que me abro de piernas con la intención de que se meta en mí. Baja su boca por mi cuello, se recrea en mis clavículas y después llega hasta mis pechos y me lame un pezón erecto por encima de la tela del vestido.
—Doy gracias a Dios por tu acertada idea de no llevar sujetador —bromea.
Me animo con su comentario y suelto una de sus nalgas para buscar su erección. Cuando rozo el vello de su pubis, jadea. No me hago más de rogar, básicamente porque yo también me muero por notarlo en mi mano, así que le acaricio de arriba abajo. Le pregunto si le gusta y me contesta con un gruñido. Me coge de las piernas abiertas y me las engancha a su cintura. Mi sexo palpita contra las bragas. Ni siquiera me las quita, sino que las hace a un lado y acerca su pene.
—¡Joder! —exclamo. Me tapa la boca con sus labios. Me aferro a ellos, buscando su sabor, su aroma inconfundible.
Traza pequeños círculos en mi clítoris con su pene, y creo que me correré si se demora mucho más. Y, sin previo aviso, me la mete de una sacudida. A pesar de lo húmeda que estoy, me escuece un poco. Me muevo bajo su peso, tratando de acoplarlo a mis paredes. Adrián se queda quieto y, poco a poco, estas van cediendo. Vuelve a empujar y chillo en sus labios. Enrosca su lengua en la mía. Me abandono al placer. La saca unos centímetros para hundirse otra vez en mí de una manera deliciosa. Toda mi piel se despereza con sus avances.
—¿Te gusta así, Blanca? —jadea en mi oído.
Asiento sin ser capaz de articular palabra. Me coge de las nalgas y hace fuerza para introducirse más; una embestida brusca que me hace tocar las estrellas y convertirme en un ser de luz.
—¿Y así?
—Más fuerte —gimoteo.
Otro empellón que me acerca a la luna. Esbozo una sonrisa, muerta de placer. Entonces Adrián empieza a follarme como tan solo él sabe, de esa forma jodidamente salvaje y, al tiempo, dulce. Trato de aguantarme los gemidos, pero siempre me ha gustado soltarlos porque me parece que disfruto más. Así que al final tiene que taparme la boca con una mano para no llamar la atención.
—Blanca, me pones tanto… —me susurra al oído, y eso me hace arquear la espalda.
Acelera. Desacelera. Imagino que para no irse ya, aunque a mí no me falta mucho. Se emociona de nuevo y me embiste de una manera tan brutal que me colma. Ambos gemimos sin poder evitarlo. Y justo entonces me agarra de la cabeza y me obliga a mirarlo, y me mira, como hacía cuando éramos unos críos, y siento que me mareo, que asciendo hasta el cielo y luego caigo en picado. Se le escapa de la garganta un ronco jadeo y entreabro los labios húmedos. Me tiemblan las piernas y se me encogen los dedos de los pies dentro de las sandalias, señal de que en pocos segundos estaré nadando en el orgasmo.
—Joder… —gruñe Adrián.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —pregunto asustada, creyendo que nos han pillado.
—Lo estamos haciendo sin condón y no me queda mucho.
Suspiro de alivio. Lo aprieto más contra mí y lo animo a seguir moviéndose. Me mira completamente sorprendido.
—Uso protección siempre. No tengo ninguna enfermedad. ¿Y tú? Imagino que no.
—No, pero…
—Termina lo que has empezado —susurra la Blanca mandona.
Deseo notar cómo se derrama en mí. Es una sensación que no me he permitido nunca con ningún hombre. Me parece algo demasiado íntimo, tierno, apasionado, sentimental. Pero ahora mismo necesito que Adrián me llene, apreciar su calidez inundando cada uno de mis rincones.
Reanuda las embestidas con una tan enérgica que me impulsa hacia arriba. Atrapa mi barbilla con los dedos y me arrima a su boca. Nos lamemos los labios de manera brutal, hambrientos el uno del otro. Hunde el rostro en mi cuello y me lo besa. Mordiscos salvajes. Y es eso lo que me desboca. Arqueo la espalda, me aferro a sus brazos y le araño la piel. Una oleada sacude todo mi cuerpo. Entra por los dedos de mis pies, se instala en mi sexo y mi vientre, y sube hasta mi pecho. Incluso se me congela el grito en la garganta porque me quedo sin respiración. Adrián empuja un par de veces más y entonces aprecio las contracciones en su miembro. Cuando estoy despidiéndome del orgasmo, es él quien se corre. Su rostro sudoroso y contraído por el placer despierta en mí viejos recuerdos. Hermosos y también tristes. Suelta un par de gruñidos más y, segundos después, cae sobre mí como un peso muerto.
Nos quedamos unos minutos en esa postura, luchando por recuperar la respiración, hasta que la cordura regresa a nosotros y nos apresuramos a vestirnos para abandonar el parque. Mientras Adrián se sube el pantalón saco un pañuelo de mi bolso y me limpio. Dios mío, qué locos estamos. ¿Cómo se nos ha ocurrido hacerlo aquí?
Una vez vestido, me tiende la mano y me ayuda a levantarme. Camino unos pasos por delante y, al salir del jardín, oigo que se echa a reír. Me doy la vuelta, confundida.
—¿Qué pasa?
—Tienes todo el culo manchado.
Vuelvo la cabeza cuanto puedo y acierto a ver una mancha oscura en la tela. ¡¿No me digas que me ha tumbado sobre una caca de perro?!
—Tranquila, solo es tierra. —Me da un par de palmadas en el trasero para limpiarme y lo fulmino con la mirada.
—Con lo caro que es este vestido —me quejo, medio en broma.
—Ha sido idea tuya ir al parque —me recuerda.
Nos quedamos callados y continuamos avanzando hasta llegar al cruce que une su calle con la mía. Adrián se detiene y lo imito. Hago amago de darle dos besos de despedida, pero echa la cabeza hacia atrás. Lo miro sin entender.
—¿Y ahora qué, Blanca?
—¿Cómo que ahora qué?
—¿Nuestros encuentros van a reducirse a esto? ¿A follar como conejos en un parque? —Su tono vuelve a ser tan cortante como el de la primera noche en que nos vimos.
—¿Qué quieres decir?
—Lo sabes muy bien. Deja de hacerte la tonta.
—Perdona, pero yo no me hago la…
—Me gustas, Blanca. Eso no te lo niego. Y seguro que yo a ti también, o es lo que me gustaría creer. Aun así, esto resulta raro… Es jodidamente raro que, desde que hemos vuelto a encontrarnos, todo se haya reducido a coqueteo y polvos. Y existen dos opciones: o no quieres verlo y te haces la tontita, o lo ves pero te importa una mierda. Y de verdad que no sé qué es peor.
—Se te olvida una tercera, que es la que te he comentado en el parque: somos adultos.
—La adultez no tiene nada que ver en esto.
—Pero ¿qué cojones es lo que te resulta tan extraño? —La Blanca con mal carácter y deslenguada hace su aparición.
—¡Tu actitud! Porque es del todo comprensible que acabe acostándome contigo, ya que eres una tía de lo más sensual… —Se queda callado unos segundos mientras se pasa la mano por el pelo con gesto nervioso—. Pero, Blanca, es que yo a ti te jodí, y soy consciente de ello precisamente porque soy un adulto, como dices. Sé que te hice daño, por eso me parece increíble que no me odies o qué sé yo…
—Odiar no es sano, Adrián. El odio no te permite ser feliz.
—¡Esperaba algún rechazo por tu parte! Algún insulto, que me echaras en cara lo que sucedió, que me dijeras que fui un gilipollas… Pero no, te has comportado de manera amable.
—¿Preferirías que me hubiese puesto a discutir contigo? —Parpadeo sorprendida.
—Claro que no, pero sí que al menos hubiéramos tenido una charla para aclarar las cosas antes de acostarnos juntos.
—¡Pues no he visto que te quejaras!
¿Cómo se atreve a decirme todas estas cosas? ¿Me reprocha que hayamos tenido sexo cuando ha sido él quien lo ha empezado al provocarme al salir del pub?
Toma aire y alza una mano en señal de paz. Me limito a guardar silencio, con ese sabor amargo en la boca que tantas veces he notado. El sabor de la incomprensión, de las dudas, del temor, de los momentos en los que discutimos.
—Es tarde y es mejor que durmamos. Mañana veremos las cosas de otra forma —murmura con la cabeza gacha—. Pero, en serio, deberíamos hablar. Quiero explicarme.
—¿Y eso no es algo que deberías haber hecho antes?
Alza el rostro y me mira con los ojos muy abiertos. Su mandíbula se tensa y descubro en sus ojos una mezcla de tristeza y enfado.
—Nunca fui capaz de entenderte, Blanca. Y quizá jamás pueda hacerlo.
El silencio nos envuelve. Me duele el estómago y quiero dejarlo ahí plantado, pero mis piernas se niegan a moverse.
—Que descanses —musita.
Se da la vuelta y soy yo quien se queda muy tiesa en la oscuridad de la noche, sintiéndome también lóbrega por dentro. Lo veo alejarse con sus andares descuidados y, al mismo tiempo, seguros. Esos que hicieron perder la cabeza a tantas chicas de este pueblo y de los de alrededor. Y a mí, por supuesto, y a mí…
¿Por qué una sensación de vacío me atenaza el pecho? Esto es solo sexo.