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YO, que soy de las teme tomar una decisión sin pensármela mucho, no supe que al final me iban a obligar a tomarla... a cambiar, porque si no, y esta vez de verdad, se iba todo al garete.

Llego al trabajo y lo primero que me encuentro es a mi jefe, Valerio, mirándome con sus ojitos de pervertido camino de su oficina. Voy directa a cambiarme de ropa y no sé... pero me parece sospechoso que cada vez que voy a entrar al vestuario se vaya para su despacho donde están las cámaras de seguridad.

Se cree muy listo, pero no cuenta con mi astucia... Saco una toalla XXL de la taquilla, me la enrollo en el cuerpo y empiezo a cambiarme como si estuviera en la playa quitándome el bikini. Vale, no es nada cómodo y al final acabo toda cubierta como si me estuviera protegiendo de la arena que lleva el viento; pero prefiero estar incómoda a que me vea el cuerpo mientras se la va tocando por encima del pantalón. Y digo por encima porque no quiero tener en la mente imágenes que me hagan vomitar...

Cuando salgo, él ya está fuera, mirándome con algo que parece odio y determinación. Lo ignoro, como siempre, y me dirijo hacia la barra a pedir un poco de agua para calmar la garganta que, aunque parezca mentira, yo también vivo de mi voz. Cuando llego, se hace oír a mis espaldas:

—Señorita Santana, vaya a mi despacho en el descanso, por favor.

Me giro, el señor bigote espeso espera la confirmación de que lo he oído.

—Sí, señor Valerio, en el primer hueco libre lo busco.

Me pienso lo peor. Me va a despedir por lo de la toalla... ¡Joder! ¿Por qué no le dejo ver mis bragas? Eso no es nada, en la playa enseño muchísimo más... Y mientras me lo pregunto, la respuesta sale automática: por dignidad.

Me subo a mi puesto y empiezo a cantar. Oteo la sala y me fijo en los típicos clientes habituales: el señor del tic en el ojo, la señora gorda del abanico y, en el fondo..., la señora Gutiérrez.

Por fin recuerdo de qué me sonaba. Ella es la señora que no deja que nadie se siente a su lado y que por ello ha tenido varias broncas. ¿Cómo se me pudo olvidar su cara si hasta una vez la mujer del abanico le dio con él en la cabeza? Al final, va a ser verdad que es una rica excéntrica. Lo de no aceptar el trabajo va cogiendo impulso.

En el descanso me dirijo al despacho del jefe como si fuera a ir a la horca. Toco a la puerta y entro. Me observa desde su sillón, me dice que me siente y me sigue mirando. Se está tomando su tiempo. Sé que lo hace para incomodarme.

—Hace mucho que trabajas aquí, casi diez años. He estado contento contigo, pero, últimamente, tu rendimiento ha bajado bastante —dice cuando se digna a empezar a hablar—. Te doy la oportunidad, aquí y ahora, de que salves tu empleo, quiero que me convenzas de que eres buena en lo que haces y de cuánto quieres tu trabajo... ¿Tienes una niña, verdad? Deberías aplicarte para convencerme.

Mi cabeza es un caos. Intento exprimirme la mente para encontrar las razones por las que no debe de despedirme, busco las palabras adecuadas que le hagan ver que soy una empleada indispensable para él (una mentira, lo sé, pero estoy desesperada). Por esa razón, no me fijo cuando se levanta y rodea la mesa. Cuando elevo la vista para empezar a hablar, noto algo raro... Le miro a la cara y voy bajando. La corbata, la chaqueta y la camisa, el pant... ¡¡¿Eeh?!! ¡Joder, está en calzoncillos! Pero no en bóxer de cuadros de toda la vida, sino en uno de esos brillantes de lycra marcando todo el paquetito del amor...

Estoy estupefacta. No me enfado, no lloro. Solo digo lo primero que se me viene a la cabeza:

—¡Mis ojos, por Dios! Tápese eso..., Me está deslumbrando con el brillo de su tanga...

Empiezo a reír. Comienzo con una risa nerviosa y acabo a carcajada limpia, la histeria se percibe en mi voz; cuando se acerca a mí y lo veo sin pantalones, con los calcetines subidos y los zapatos aún puestos, las lágrimas luchan por salir.

Él no se esperaba esta reacción, y, para ser sincera, yo tampoco. Empieza a ponerse los pantalones sin molestarse en quitarse los zapatos, tropieza y se cae. ¡La leche! Saco el móvil y le hago una foto. Hace tiempo que no me rio tanto. No puedo parar...

Poco a poco, la sensación que siento va cambiando, pasa a ser cólera pura.

—¡Eres un puto pervertido de mierda! ¿Qué te pensabas, que iba a caer de rodillas y te iba a chupar esa mierda que tienes ahí, a la que llamas polla? Primero: eres un cerdo. Segundo: me das tanto asco que tengo que aguantarme las ganas de vomitar cada vez que te veo. Que sepas que al final la que se va soy yo. Prefiero dejar el trabajo a seguir teniendo un jefe tan enfermo que tiene cámaras en los vestuarios —cuando digo eso se queda pálido, pero no lo niega—. ¿Te pensabas que no lo sabía? Con lo subnormal que eres te creerías que hacía lo de la toalla porque tenía vergüenza de que mis compañeras me vieran... Era por ti, asqueroso. Y ahora, cuando me vaya, vas a arreglar todos los papeles y me darás un buen finiquito. Bueno, a no ser que quieras que vaya a todo el mundo con la foto tan bonita que te acabo de sacar. Después pasaré por la comisaria y te denunciaré por ser un completo enfermo.

Dicho esto, me voy dando un portazo, y me apoyo en la fría madera que acabo de azotar unos segundos.

No puedo creer que esto me esté ocurriendo a mí. Con la adrenalina evaporándose ya siento el peso de todo lo pasado y dicho ahí dentro. Me encantaría decir que me siento reconfortada por mi actuación, pero la verdad es que estoy desesperada. Después de todo lo que solté por la boca, mendigarle otra vez el trabajo queda fuera de cuestión. Paso por el vestuario, cojo mi ropa y me voy. Ni siquiera me molesto en cambiarme. Mientras camino, voy cayendo en un pozo oscuro de desesperación hasta que levanto la cabeza. Ahí está mi luz... peleándose con un señor para que no se siente a su lado. Me acerco y le digo:

—Señora Gutiérrez, ¿cuándo empiezo?

Te has lucido, Cristina.