PRÓLOGO

¿CONOCES esos libros tan de moda en los que un hombre, sobrenaturalmente guapo e increíblemente rico, te propone tener sexo vicioso y guarro? ¿Conoces la sensación que se queda en el estómago, esa que va de la excitación a la esperanza, de que todo es posible y te puede ocurrir a ti? Pues siento desilusionarte... pierdes el tiempo.

En la vida real, ese hombre es un cincuentón nada sexy y mucho menos fogoso, «por lo menos sin la ayuda de la pastillita azul», que se llama Valerio, tiene un bigote espeso y se peina de lado procurando tapar la muy crecidita calva; y sí, puede ser rico, pero es lo que se dice comúnmente: un viejo verde.

De esos que, cuando te mira, se pasa la lengua por los labios lascivamente, recreándose en el acto, mojándose el bigote en el proceso mientras se imagina que no es saliva, sino otra cosa lo que se lo humedece... y perdona que te diga, pero si te pones cachonda con esta imagen que se acaba de crear tras tus ojos, eres una vieja desesperada o una enferma mental...

Para mi perpetua desgracia, ese hombre, tristemente, existe: es mi jefe. El jefe pervertido que se roza a la primera oportunidad que se le ofrece o que él propicia, «el muy guarro», y que, sospecho, puso cámaras en los vestuarios del personal femenino y por eso es obligatorio vestir de uniforme solo dentro del local.

Te preguntarás: ¿por qué aguanta a ese asqueroso? Y yo te responderé como viene siendo habitual que conteste a todo el mundo: “La crisis”. La cosa está muy mal y, por si fuera poco, tengo que pagar la hipoteca, vestir y dar de comer a mi hija, y casi a mi madre, que vive con nosotros y cobra una pensión de risa.

Pero eso es solo parte de la verdad, ya que tengo unos motivos bien distintos... La verdad es que estoy cagadita de miedo. Miedo de fracasar.

Pero no solo al fracaso en sí, sino a atreverme a cambiar, a arriesgarme... y acabar envuelta en situaciones en las que me voy hundiendo poco a poco y al final, sin que pueda hacer nada para evitarlo, me caigo estrepitosamente y todos acaban riéndose de mí como en esos programas tontos de la tele.

Lo sé, no me debería importar lo que piensen los demás, pero soy así, y después de 28 años, es difícil cambiar la forma de ser. La vida, para mí, es como ir a la peluquería: una aventura. Si te atreves a entrar y pedir un cambio de peinado, te arriesgas a que la peluquera se pase y tengas que salir a la calle con peluca... yo, cuando entro, es solo para pedir que me corten las puntas, por eso llevo el pelo largo y recto, y de mi color natural, desde que tengo uso de razón. No tengo motivos para arriesgarme a un estropicio capilar.

Bueno, a lo que iba, trabajo en un bingo. Y sí, soy a la que oyes diciendo: “el 5”, «y yo por dentro: ¡por el culo te la hinco!». No es el trabajo de mi vida, pero es lo que hay.

En realidad, estudié administración, pero al nacer mi hija, me conformé con cualquier cosa, siempre y cuando pagaran bien y el horario me permitiera pasar con ella la mayor parte del día. Al final, a lo tonto, llevo casi 10 años aquí. Muerta del asco que estoy... si digo la verdad, me encantaría cambiar de trabajo, porque estoy de las pelotitas hasta el moño, pero... ¿a dónde voy? Miedito me da pensarlo.

Lo que no sabía es que el destino existe y que, al final, de la noche a la mañana iba a cambiar mi vida, quisiera yo o no.

Por cierto, me llamo Cristina, y aunque esté muy oído, esta es mi historia.