64

JULIA OBSERVABA LLORANDO el cuadro de Teseo en su despacho. Lo descolgó cuidadosamente. Lo envolvió en plástico de burbujas y lo aseguró con cinta de precintar. Cogió el pesado paquete y lo llevó al vestíbulo, donde casi una veintena de bultos semejantes de diferentes tamaños aguardaban apoyados contra la pared.

Ella se quedó mirándolos todos mientras se secaba las abundantes lágrimas de sus mejillas con las yemas de los dedos. Finalmente, se acercó al teléfono y marcó el número de su hija.

—Hola. Sí, sí, estoy bien. Escucha, ¿puedes venir a acompañarme a un sitio? Si estás libre… —La respuesta al otro lado no se hizo esperar, y Julia contestó con un susurro antes de colgar el teléfono—. Ok. Hasta ahora.

Esa llamada pareció tranquilizarla un poco y Julia subió a darse un baño.

Una hora después, llegó Anna. Observó los paquetes casi incrédula. Julia bajó al vestíbulo, ya preparada para salir.

—Hola —saludó a su hija.

—¿Estás segura, mamá? —preguntó Anna, que comprendía perfectamente lo que aquello suponía.

Julia asintió con la cabeza. Metieron entre ambas los bultos más grandes en el enorme maletero del coche de Anna con sumo cuidado. Los más pequeños los colocaron en el asiento de atrás y arrancaron en mitad de la noche.

Julia, de copiloto, observaba la estampa nocturna de la ciudad a través de la ventanilla, en completo silencio, hasta que llegaron a la puerta de la galería de arte. Allí, dos empleados de aspecto robusto salieron a descargar los paquetes del vehículo. Media hora después, ya estaban emplazando las telas en las blancas paredes de la galería, y Anna y Julia se cercioraban de que cada cuadro estaba colocado con mimo y cuidado. No tardaron mucho tiempo en colgarlos todos. Una mujer de mediana edad con un look muy moderno y el pelo teñido de blanco nuclear se acercó a ellas.

—Finalmente, la exposición se abrirá el martes y estará aquí un mes —les explicó—. Nuestra galería tiene acuerdos con otras pinacotecas en Estados Unidos y Japón, que se han mostrado muy interesadas por el peculiar estilo de las pinturas. Y por exponer a un artista joven de forma póstuma —contempló sin ninguna delicadeza—. Si firma aquí —se dirigió a Julia—, los cuadros viajarán después a Asia y América, donde estarán tres años de gira. Todo lo tiene en el contrato.

Julia miró a Anna antes de coger el bolígrafo. Dudó un segundo, pero finalmente firmó todas las hojas, y la galerista se marchó deprisa con el contrato en la mano.

Julia y Anna, emocionadas, una junto a la otra, observaban los cuadros de Oliver expuestos en las paredes antes desnudas de la galería. Anna tendió un dedito tímido a la mano de Julia, y esta respondió agarrando su mano con mucha fuerza y apoyando, por fin, su cabeza en el hombro de su hija con cariño.