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EL PEQUEÑO CAFÉ teatro tenía mesitas redondas dispuestas alrededor de un minúsculo escenario. La luz provenía de lamparitas moradas sobre las mesas y de un foco, que iluminaba el reducido tablado, que cegaba por completo a Adrián.
Teniendo en cuenta que sus amigos del restaurante no podían ir a verlo (el show coincidía con la hora punta del turno de noche) y que no había avisado a su familia, para él era particularmente importante descubrir las acordadas rosas amarillas de sus amigos «tocados» entre las manos de algún espectador, pero el molesto foco, que le apuntaba directamente a los ojos, le impidió ver nada diferente a un grupo de entre quince y veinte siluetas que sorbían sus copas con poco entusiasmo.
—…Y así fue como descubrí la diferencia entre estar colgado y que te dejen colgado —dijo Adrián en un último golpe de efecto en absoluto efectivo.
Apenas sonaron tres o cuatro risas arrítmicas. También alguna tos. El resto de la gente continuaba bebiendo. Adrián no sabía dónde meterse. Su monólogo sobre el TOC no funcionaba muy bien, al menos con ese público… al menos en aquel café…
—Bien, para acabar esta velada tan… tan… Para acabar esta velada, voy a cantarles una canción que he compuesto hace poco y… en fin… espero que les guste.
Adrián se acercó al destartalado piano que enmarcaba el diminuto escenario del local y se sentó en el polvoriento taburete antes de comenzar a pulsar las teclas con suavidad. Pese a su apariencia, el viejo instrumento sonaba a la perfección, impecablemente afinado. Y entonces Adrián empezó a cantar la hermosa melodía con delicadeza.
¿Cuántas veces has sufrido por algo que no ha ocurrido? ¿Cuántas veces has lavado tus manos por amor? ¿Cuántas veces repetiste diez veces lo que dijiste? ¿Cuántas veces has tocado madera sin control? Vuelve a creer que puedes cambiar… Respira otra vez e intenta volar… Enfréntate a tu dragón y podrás ver que es de algodón…
El escaso público escuchó la bonita canción cautivado, pero, llegado el final, aplaudió a Adrián sin mucha efusividad. Él se levantó del taburete y los saludó con una sonrisa que ocultaba el pesar por el pobre feedback recibido, mientras internamente se aferraba a buscar entre el público las esperadas rosas amarillas que indicarían la presencia de unos amigos cuyos rostros aún desconocía. No vio ninguna. Entró en el camerino, se miró en el espejo roto y lloró.
Quince minutos más tarde, los pocos espectadores se habían marchado a la barra de fuera y habían dejado la salita vacía. Más tranquilo, Adrián salió del cochambroso camerino de detrás del escenario con su mochila a la espalda, un poco deprimido por la exigua respuesta que había obtenido su espectáculo. Al pisar el tablado, vio que Julia estaba sentada observándolo desde una de las mesitas del fondo.
—¿Qué hace aquí? —preguntó él, muy sorprendido.
Julia se levantó y se aproximó hasta él.
—Quería venir a verte.
—No hacía falta. No debería habérselo contado —dijo Adrián, ciertamente molesto, siguiendo su camino hacia la salida.
—Te agradezco que lo hicieras. Me gustó muchísimo —le reveló Julia con sinceridad.
—Antes de que lo pregunte —le dijo Adrián, girándose hacia ella—, no he llamado a su colega ni pienso llamarlo.
—Me alegro de que no lo hayas hecho —le confesó Julia.
Esto descolocó completamente a Adrián.
—¿Perdone?
—¿Puedes sentarte un minuto? —le preguntó.
Adrián vaciló unos segundos.
—Por favor… —insistió ella.
Él volvió y se sentó sobre el escenario. Julia se acercó y se sentó a su lado. Tras unos segundos en silencio, comenzó a hablar.
—Yo tenía un hijo, ya lo sabes, el que pintaba —comenzó a contarle—. Se llamaba Oliver. Oliver era muy especial, muy sensible. Cuando era pequeño, su padre y yo lo llevábamos a pasar los fines de semana a la nieve. Una vez —Oliver ya tenía diecisiete años— yo no pude acompañarlos. Anna, que entonces era muy pequeña, tenía la varicela y nos quedamos en casa.
Cuando ellos volvían de la montaña, un conductor hizo un mal adelantamiento y tuvieron un accidente. El coche dio seis vueltas de campana. Al parecer, Enrique murió en el acto. Oliver solo se rompió las piernas, pero tardaron dos horas en sacarlo del coche. Tuvo que esperar al helicóptero de rescate junto a su padre muerto. La cosa es que Oliver ya nunca volvió a ser el mismo. Y supongo que yo tampoco era ya la misma. Él pintaba cada vez menos. Comía cada vez menos. Y empezó a mostrar síntomas de depresión y de trastorno obsesivo-compulsivo. Como tú —dijo mirando a Adrián, que la escuchaba con los ojos muy abiertos—. Hice que lo vieran los mejores especialistas, colegas míos, pero Oliver no remitía. Sentía pánico de la vida misma. Un día anunció que había solicitado entrar en una escuela de artes en Londres y que lo habían admitido. Aparentemente, su estado cambió. Hizo una fiesta de despedida y vinieron sus primos y sus amigos. Fue la primera vez que lo vi feliz desde el accidente. —Julia hizo una pausa—. Y la última. Se despidió de todos entre besos y abrazos. Y al día siguiente, se… —Julia apenas podía decirlo—. Se quitó la vida. La escuela… bueno… la escuela ni siquiera existía. Su sueño era exponer sus cuadros algún día… y ya ves. Yo dejé de pasar consulta a pacientes y acepté una cátedra en la universidad. Después de unos años, un colega mío me pidió consejo sobre un paciente con TOC. Por entonces, yo no sabía mucho más que él sobre el tema. Así que comencé a investigar todo lo que pude y me picó el gusanillo. Me especialicé, es cierto, pero de forma teórica. Nunca había tratado a un paciente con trastorno obsesivo-compulsivo desde que Oliver murió. Luego, hace tres años, me fui de retiro a la India. Necesitaba encontrarme de nuevo. Allí me dediqué a estudiar cómo combinar ciertas herramientas de la terapia tradicional con la meditación para ayudar específicamente a personas con TOC. Acabé escribiendo el libro. Todo parecía ya superado y… entonces apareciste tú.
Adrián tenía los ojos vidriosos. La explicación de Julia lo había conmovido.
—Lo siento mucho. Ahora entiendo que no pudiera seguir tratándome —le dijo con sinceridad.
—Quiero seguir haciéndolo —le reveló Julia, decidida.
—Pero… —Él no entendía nada.
—¿Tú confías en mí?
Él no estaba seguro de comprender.
—¿Confías en mí? —volvió a preguntar Julia.
Adrián asintió, definitivamente convencido.
—Pues eso es lo único que me importa.
Guardaron silencio un momento, y Adrián sonrió.
—¿De verdad le ha gustado el espectáculo?