52
ANNA ENTRÓ EN la casa de Julia y, enseguida, esta salió a recibirla muy seria.
—Hola, mamá —la saludó Anna tímidamente.
—Hola —dijo Julia con cierta circunspección.
—Sé que Adrián está a punto de venir. Escucha, yo… quiero pedirte disculpas por lo que te dije. De verdad que lo siento —le dijo de corazón.
Anna se acercó un poco. Julia la observaba aún con frialdad.
—Desde que murió Oliver, te he echado tanto de menos… —le reveló Anna al borde de las lágrimas—. Y ese chico me recuerda que no estás conmigo. Que no quieres pasar tiempo conmigo. Sé que tú no tuviste la culpa de lo que le pasó a Oliver.
Anna hizo una pausa. Lo que estaba a punto de decir le provocó un nudo en la garganta que sabía que de un momento a otro iba a desencadenar el llanto. Julia la miraba en ese momento absolutamente conmovida por sus palabras.
—Pero, mamá, de algún modo yo también necesito escuchar lo mismo —le dijo con sinceridad, mostrando su lado más indefenso, y dos lágrimas cayeron raudas de sus ojos al suelo, mojando la impoluta moqueta.
Julia no podía hablar. Anna interpretó el silencio de su madre como una muestra más de su eterno desafecto hacia ella. Pero, de algún modo, estaba satisfecha. Al menos, había sido capaz de expresarle algo que deseaba decirle desde hacía muchos años. Se dio la vuelta y se marchó. Julia pareció deshacerse. Dudó si ir tras ella o no. Finalmente, cuando Anna ya había salido, se apresuró a ir a la puerta alcanzando a ver cómo su hija se alejaba acelerando su coche mientras se enjugaba las lágrimas de la cara. Justo entonces, vio a Adrián aproximándose a la casa desde la otra dirección, y Julia lo recibió con una fría cortesía que trataba de encubrir su vulnerable estado.
Adrián estaba sentado con los ojos cerrados sobre el césped del jardín mientras inhalaba profundamente el aire fresco de esa mañana. La cálida voz de Julia lo guiaba suavemente en su meditación.
—No hay lugar. Solo hay aquí. No hay tiempo. Solo hay ahora —repetía ella como un poderoso mantra.
Después, estuvieron en silencio unos minutos y abrieron los ojos lentamente. Adrián observó las maravillas que lo rodeaban: la verde y ligeramente húmeda hierba, el grandioso cielo azul de la mañana, un minúsculo diente de león que planeaba aventurero por el jardín, su propia piel… Y todo le pareció perfecto.
Algo más tarde, comenzaron a hablar, y Adrián conectó con sus miedos a hacer la prueba y le habló a Julia acerca de su pánico a sentirse dominado por sus obsesiones y compulsiones durante la audición.
—Y en cualquier caso… —añadió, desesperado—, ¿qué pasa si no les gusto? —preguntó Adrián concluyendo su divagación, como buscando una razón más para no hacer la dichosa prueba.
—No puedes gustarle a todo el mundo, Adrián —contestó Julia muy tranquila.
—Ya, ya lo sé. Pero ¿qué pasa si no les gusto a ellos?
Julia reflexionó en silencio antes de seguir hablando.
—Una vez… los animales del bosque organizaron unas olimpiadas.
—¿Me va a contar otro cuento? —le preguntó Adrián con ironía.
Julia lo miró muy seria.
—Perdón.
Ella asintió elegantemente y procedió a continuar su relato.
—¿Por dónde iba? —se preguntó a sí misma en voz alta tras haber perdido el hilo de la historia.
—Unas olimpiadas… Unas olimpiadas en el bosque —apuntó Adrián rápidamente, dejando patente que estaba más que atento a sus palabras.
—Unas olimpiadas en el bosque, eso es… —repitió ella, retomando el cuento antes de proseguir—. Las ranas querían demostrar que eran tan audaces que podían ascender por el tronco del majestuoso roble. Pero, pronto, una a una fueron cayendo desde diferentes puntos de la corteza, pues la tarea parecía prácticamente imposible. Al final, tan solo quedaba una pequeña ranita, que se resistía a tirar la toalla. Los animales del bosque le gritaban: «¡No puedes conseguirlo!», «¡Eres demasiado pequeña!», «¡No lo lograrás!». Pero ella siguió saltando con fuerza de una rama a otra hasta que llegó a lo más alto de la copa. Los animales la coronaron como el animal más audaz del bosque. Entonces, el oso le preguntó cómo había sido capaz de encontrar la fuerza para conseguir su propósito a pesar de los enérgicos gritos de desánimo. La ranita no contestó. Y es que era sorda.
Adrián sonrió. Julia hizo una pausa y le habló muy íntimamente.
—Nadie tiene la licencia para definir tu poder. Nadie. A no ser que se la des tú.