19

JULIA, SENTADA TRAS la mesa del despacho, le preguntó a Adrián cuáles eran sus compulsiones más habituales. Adrián se levantó de la silla muy inquieto y empezó a enumerarlas, agitado.

—Lavarme. Lavarme las manos una y otra vez. Comprobar. Comprobar que he cerrado el gas. Que he apagado las luces. Que he cerrado la puerta. Y repetirlo todo una y otra vez. —Adrián se quedó en silencio un segundo antes de caer derrotado en la silla—. No puedo seguir con esto. Siento que voy a explotar.

—Hazlo —le dijo Julia con aparente frialdad.

—¿Qué? —Adrián no lo entendió.

—Explota —le sugirió ella.

—No puedo —dijo él con una sonrisa nerviosa.

—¿A qué le tienes tanto miedo? —le preguntó ella con una luz en la mirada.

—A nada —respondió Adrián enseguida. Pero unos segundos después, ante la mirada atenta y serena de Julia, rectificó su respuesta—. A perder el control, supongo.

—Bien. Vamos a hacer una cosa —le propuso ella.

Julia se levantó y se dirigió a una banqueta, junto a la ventana, que estaba cubierta de cojines y almohadas. La luz del mediodía se filtraba cálidamente a través de los cristales. Julia cogió un mullido almohadón blanco.

—Diles a estas almohadas todo lo que se te ocurra —le pidió mientras sostenía el cojín blanco entre las manos—. Y permite que salga todo lo que guardas ahí. Toda esa rabia. Ese enfado.

Adrián empezó a reírse nervioso.

—No puedo hacer eso —le contestó, negando con la cabeza.

—No tienes que tener miedo —lo animó Julia—. Son solo unos cojines. No hay nada que temer.

Adrián se quedó paralizado. La sugerencia de Julia le parecía ridícula. Le estaba pidiendo que se pusiera a hablarles a unos cojines… Pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de sus propias resistencias internas para llevarla a cabo, por lo que concluyó que esa propuesta de estúpida debía de tener más bien poco. Julia lo vio dudar un segundo y aprovechó para animarlo de nuevo.

—Diles lo que quieras. Es tu oportunidad, Adrián —le dijo, ofreciéndole el almohadón.

Adrián lo miró dubitativo y finalmente lo cogió y lo apretó entre las manos.

—Estoy harto de esto —dijo, mirando la almohada sin ninguna convicción, para luego volver sus ojos a Julia como buscando su aprobación.

—Seguro que puedes hacerlo mejor.

Adrián se decidió a intentarlo una segunda vez.

—Quiero estar tranquilo… —susurró en esta ocasión plantando su mirada en el cojín.

—Suéltalo, Adrián. Venga.

Adrián resopló y miró a Julia antes de intentarlo de nuevo.

—Quiero estar tranquilo —volvió a repetir casi mecánicamente.

Julia pensó que era mejor dejarlo ahí.

—Está bien. Dejémoslo por hoy —le dijo Julia cogiendo el almohadón de las manos de Adrián y colocándolo en la banqueta.

Adrián se quedó de pie, completamente inmóvil. Cerró los ojos y respiró profundamente, como buscando conectar con sus emociones. Julia volvió detrás de su mesa y lo observó en silencio con cierta expectación. Parecía que algo iba a ocurrir, pero ni Julia ni Adrián sabían muy bien el qué. De repente, Adrián abrió los ojos, se puso frente a la banqueta y comenzó a soltarlo todo como si fuera un torrente de agua que había roto por fin un impenetrable muro de piedra.

—¡Quiero estar tranquilo! ¡Quiero estar en paz! ¡En paz! ¡Por vuestra culpa lo he perdido todo! ¡Todo! ¡Lo he perdido todo!

Adrián gritaba fuera de sí, mientras golpeaba los cojines y las almohadas con los puños. El relleno de plumas se salió de varios de ellos y, como si fuera una nieve fina, inundó parte de la habitación y flotó hasta pegarse en el rostro y la piel de Adrián. Él siguió descargando su rabia hasta caer agotado de rodillas mientras repetía sollozando: «Lo he perdido todo, lo he perdido todo…».

Julia lo miraba en silencio. Por primera vez en muchos años, no sabía qué decir.