25
JOANA SE ENCONTRABA atendiendo una de las dos mesas ocupadas que tenían en todo el restaurante. El reloj de metacrilato de la sala marcaba las ocho treinta y cinco.
—Ponme una botella de Lambrusco para la quince —le dijo a Estela, que se encontraba tras la barra preparando las bebidas.
Estela sacó la botella del refrigerador y la puso en una champanera llena de hielo. Joana se acercó a la barra a recogerla.
—Te dije que lo habías espantado —le reprochó Estela.
—Y yo te dije a ti que no servía para esto —agregó Joana con cierto aire de triunfo.
Cuando Joana terminó de pronunciar esa frase, Adrián hizo su entrada en el restaurante con su mochila colgada al hombro. Estela respiró con alivio y, divertida, dirigió una mirada victoriosa a su compañera.
—Llegas tarde —dijo mientras se aproximaba a Adrián.
—Sí, siento…
—¿Traes la ropa? —le preguntó, interrumpiéndolo sin darle tiempo a justificarse.
—En la mochila —respondió él.
—Bien, ve a cambiarte. Tenemos una cena de ochenta personas a las nueve. Esa es tu prueba.
Adrián asintió y se marchó raudo al vestuario. Estela se giró hacia Joana, que negaba con la cabeza.
—No va a servir para esto —decía como dando la puntada.
—Más nos vale que no tengas razón.
El restaurante estaba completamente lleno. Joana, Estela y Adrián repartían los gigantescos platos de pizza por las diferentes mesas sin parar un instante. En un momento dado, coincidieron Estela y Joana esperando platos en cocina. Adrián llegó con prisa, las miró y proyectó su voz a la jefa de cocina, con educación, pero con sobrada eficacia.
—Necesito la parmegiana de la once, las farfalle de la cuatro y la cuatro estaciones de la veintitrés, por favor.
Enseguida, un ayudante colocó los platos que Adrián esperaba a su alcance, y él cogió los tres con soltura y se marchó a toda velocidad. Estela miró a Joana con gran complacencia.
Dos horas después, Adrián se encontraba recogiendo mesas. Las ochenta personas de la cena ya habían abandonado el restaurante y lo habían dejado como si hubiera pasado por ahí un huracán. Una última pareja salía del restaurante escoltada por Estela.
—Muchas gracias. Vuelvan pronto. Buenas noches —los despedía amigablemente.
Después se volvió a Adrián y lo miró muy seria.
—El puesto que puedo ofrecerte es de media jornada. ¿Aún sigues interesado?
Adrián asintió. Estela sonrió más relajada.
—Entonces te quedas. Si quieres, claro.
—Sí, quiero —se apresuró a decir él antes de ponerse de nuevo a recoger los últimos vasos de las mesas y cargarlos en su bandeja, muy diligente.
—Muy bien —le dijo Estela mientras le cogía la bandeja cargada de piezas de cristal y la dejaba sobre la barra—. Luego terminamos esto. Ahora a cenar.
Después, se acercó a la puerta del restaurante, echó la llave y se dirigió a la sala de dentro.
—Pero todavía me queda recoger estas mesas y limpiar la barra… —dijo Adrián antes de quedarse atascado en la frase—. Todavía me queda recoger estas mesas y limpiar la barra… Todavía me queda…
—¡Espera! ¡No me lo digas! —lo interrumpió Estela llevándose dos dedos a la frente mientras cerraba los ojos como evocando poderes psíquicos—. Todavía te queda… recoger estas mesas y limpiar la barra —dijo con gracia, simulando haberlo adivinado, antes de echarse a reír.
Adrián se quedó inmóvil, muy serio, como sorprendido de que alguien hiciera una broma —y encima graciosa— acerca de sus reiteraciones sin darles más importancia.
—¿A qué esperas? ¡Sígueme! —dijo Estela con energía al ver que él no se movía.
Él la siguió deprisa y entraron en el otro salón, algo más pequeño que el exterior. En el centro había una mesa larga, que el pizzero y una cocinera estaban terminando de montar para todo el personal.
—Pongan un cubierto más. Adrián se queda —dijo Estela, radiante.
Hubo una muestra de alegría general. Una señora muy bajita con delantal lo invitó a sentarse y le ofreció una servilleta y cubiertos.
—Gracias —le dijo Adrián tímidamente mientras se sentaba.
Dumitru, el pizzero, sacó un par de pizzas del horno de piedra y las puso en el centro de la mesa. Adrián reparó en que eran extremadamente singulares. Una tenía espinacas, queso ricotta y nueces y la otra era de pollo con manzana y cebolla caramelizada. Desde luego, no eran las típicas pizzas italianas, pero tenían una pinta estupenda y su maravilloso olor parecía estar diciendo «cómeme».
—¿Te gustan? —le preguntó Dumitru, orgulloso, al ver que a Adrián se le estaba literalmente cayendo la baba con sus creaciones.
—Estamos intentando introducirlas poco a poco en la carta, a ver si le gustan a la gente… —comentó Estela.
Román, el camarero que había atendido el salón interior durante la jornada, se acercó con dos jarras de limonada. Joana se sentó mientras charlaba animadamente con Ramona, la jefa de cocina.
—Ya, pero el título que tengo aquí no me sirve un carajo. Así que tendría que volver a empezar desde cero —se lamentaba esta última.
—Desde menos de cero, porque tendrías que hacer el curso de acceso a la universidad —le dijo Joana, desanimándola aún más.
—¿Tú a qué te dedicas, Adrián? —preguntó Román con un encantador acento mexicano.
—Adrián es actor —se apresuró a decir Estela, dejando al muchacho con la palabra en la boca.
—¡Qué chévere! —se admiró Román, recogiendo su largo y lacio pelo negro en una coleta antes de servirse un poco de ensalada.
—Y ¿eso te da para comer? Obviamente no. Si no, no estarías aquí —le dijo Joana con displicencia.
Un hombre con mirada feliz y acento filipino le acercó una bandeja, aliviando un poco el impacto del desafortunado comentario de Joana.
—¿Quieres arroz? Muy rico. Muy rico.
Antes de que Adrián contestara, el ayudante de cocina filipino ya le estaba llenando de arroz el plato.
—Muchas gracias.
—Yo era veterinario en mi país —dijo Dumitru, el pizzero, con su marcado acento rumano, y levantó el enorme plato de pizza y se lo acercó a Adrián para que se sirviera un trozo.
—Nunca lo habías dicho. ¿De verdad? —preguntó Ramona, sorprendida.
Estela, que estaba sentada junto a Adrián, le susurró al oído:
—Como puedes ver, aquí el extranjero eres tú.
Adrián sonrió mientras tomaba un suculento pedazo de pizza y probó por fin la deliciosa creación de Dumitru. Su sabor y su jugosa textura lo dejaron sin palabras.
—Y tú, Abdul… ¿qué hacías en Bangladés? —preguntó Román para integrar al lavaplatos, el único que no hablaba español de toda la plantilla.
—Bisnes, bisnes… —repetía Abdul en inglés con su acento bengalí.
Kamal, otro empleado proveniente de aquel país, hizo de intérprete.
—Era empresario. Con telas.
—Empresario. Con telas —repitió Abdul emulando a un loro, como si tratara de memorizar esas palabras.
—Y ¿tú, Kamal? —preguntó Joana con curiosidad—. ¿Tú qué hacías?
Todos estaban expectantes. Kamal era el tipo de persona que siempre tenía ocurrencias para todo.
—Yo era el presidente de mi país.
La mesa al completo estalló a reír. Por primera vez en mucho tiempo, Adrián se sintió como en casa.