11
ADRIÁN ENTRÓ EN la sastrería del teatro a toda prisa. Clara, la sastra, estaba en una silla de trabajo terminando de rematar un vestido.
—Hola, Clara —dijo él, contento.
Cuando Clara levantó la mirada y vio a Adrián se quedó de piedra.
—Hola, Adrián —lo saludó algo turbada.
Él percibió su desconcierto, pero entendió que se debía al hecho de que, por fin, llegaba quince minutos antes de la hora a la que Gustavo lo había citado.
Él y Clara siempre se habían llevado muy bien. Ella era una mujer de sesenta y pocos años, cariñosa y afable, que adoraba el trasiego de trabajar en el teatro. Y a él le encantaba pasar ratos observándola remendar los trajes con absoluta dedicación mientras comentaban cómo había ido el ensayo de la jornada.
Adrián se puso a rebuscar entre las perchas con el debido decoro.
—Llego un pelín justo. ¿Está mi traje por aquí? —preguntó, acelerado, volviéndose hacia ella.
—Pues… no, no está aquí.
Clara calló. Adrián la miró, y ella estuvo a punto de decirle algo que Adrián debía saber. Pero no fue capaz.
—¿Te importa ponerte este hoy? —resolvió finalmente, mientras se levantaba y señalaba otro traje que colgaba de la burra.
—No, claro. Tranquila —dijo él, cogiendo la ropa—. Es que pensé que ya estaba acabado.
Clara lo miró contrariada. Y él se marchó tan alegre con su traje, ignorando por completo que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.
Adrián terminó de abrocharse el traje en su camerino. Se miró en el espejo y se atusó un poco el pelo, satisfecho de llegar unos minutos antes de la hora acordada. Salió del cuartito y se dirigió presto al escenario. A medida que se aproximaba, pudo oír la voz de Gustavo y del resto de los actores y advirtió con sorpresa que el ensayo ya había comenzado.
Cuando pisó las tablas, el pase paró en seco y todos miraron a Adrián. Él advirtió que Jaime llevaba puesto el traje que unos días antes Clara le había mostrado a Gustavo. El traje que, se suponía, llevaría él.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Adrián, rompiendo el tenso silencio.
—Tengo que hablar contigo —dijo Gustavo, indolente, acercándose a él.
—¿Por qué va vestido de Hamlet? —preguntó Adrián, nervioso.
—Ven. Vamos a hablar —le dijo el director tratando de llevarlo dentro.
—No —se negó Adrián con firmeza—. Lo que tengas que decirme, delante de ellos.
—Está bien —Gustavo hizo una pausa y explicó las cosas con la mayor frialdad posible—. Se ha decidido que Jaime haga el papel de Hamlet y que tú seas su sustituto. Harás una función a la semana para que…
Adrián no podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Se ha decidido? ¿Cómo se ha decidido? —preguntó, exaltado.
—He decidido —dijo Gustavo para remarcar que él había sido el artífice de la operación—. He decidido, Adri.
—He ido a una psicóloga. —Se acercó a Gustavo bajando el volumen—. Como me dijiste. Estoy intentándolo.
—Te creo, Adri. Pero te vendrá bien tener menos presión —le respondió el director, tratando de justificar su decisión.
Esta contestación irritó muchísimo a Adrián, que subió la voz.
—¿Cómo he sido tan maleducado? Si tengo que darte las gracias. Porque lo haces por mí, ¿no?
Sonia, que hasta entonces había observado la escena sin participar, se acercó un poco.
—Adri, tranquilízate —le pidió, temiendo que las cosas se pusieran aún más feas.
—No, déjalo. Que diga lo que quiera —dijo Gustavo con cierta condescendencia.
—Si me estás haciendo un favor… El que yo creía que era mi mejor amigo… —le dijo con profundo dolor—. ¿Tú sabías algo? —preguntó a Sonia.
—Nadie sabía nada —zanjó Gustavo antes de que Sonia pudiera responder—. Los convoqué a todos ayer una hora antes. A todos menos a ti. Tú me has obligado a hacer esto. La semana que viene es el pase de prensa y tengo que hacer lo que es mejor para todos. Tú necesitas descansar, y nosotros necesitamos descansar de ti.
Esto último fue demasiado para Adrián.
—Eres un hijo de puta —le dijo, enfurecido.
Jaime se acercó y le echó la mano al hombro.
—¡Cuidadito con lo que dices! —lo amenazó.
—¡No me toques! —le gritó Adrián, apartándose de él bruscamente.
Jaime, en respuesta, le pegó un empujón tan fuerte que Adrián acabó en el suelo. Todos lo observaron sin hacer nada. Solo se oían algunos cuchicheos reprobatorios hacia Jaime, pero nadie se atrevía a posicionarse a favor de Adrián. Las cosas no estaban como para arriesgarse a irse a la calle por defender a un compañero.
Adrián seguía en el suelo. Únicamente Jaime le mantenía la mirada, desafiante. Adrián se sentía absolutamente humillado. Se levantó despacio y habló para sí mismo.
—No entiendo nada —dijo, antes de repetirlo mecánicamente en uno de sus rituales—. No entiendo nada. No entiendo nada.
Todos lo miraban. Se oyó algún que otro murmullo, y por un momento Adrián creyó que iba a volverse loco de verdad.
—Mira, ya le está dando otra vez… —alcanzó a oír tras él.
—Sí, pobre… —susurraba otra voz con pena.
Gustavo se acercó a él, conciliador.
—Tómate un tiempo en el camerino para reponerte, Adri, y luego hablamos —le dijo.
Adrián no contestó. Solo se bajó del escenario y caminó por el pasillo central del patio de butacas hacia la salida principal del teatro. Sus compañeros no podían creer que fuera a abandonar el ensayo con el traje de época puesto y sin recoger sus cosas.
—Escucha bien, Adri —le dijo Gustavo desde el escenario, con gravedad—. Si te marchas ahora, te quedas sin nada.
Adrián paró en seco en medio del pasillo sin darse la vuelta. Dudó un segundo. Y después echó a andar y salió del patio de butacas sin mirar atrás. Gustavo miró a los demás y se dirigió a ellos intentando mostrar cierta indiferencia ante lo sucedido.
—Muy bien. ¿Por dónde íbamos?