55
ADRIÁN Y JOANA llegaron al humilde Renault 9 blanco abollado de Estela, y aquella le lanzó las llaves a él sorpresivamente.
—¿Yo…? —preguntó Adrián, casi paralizado.
—Yo no tengo carné, Adri —le dijo Joana.
—Pero hace mucho que no conduzco…
Pese a todo, Adrián asumió que le tocaba a él la labor de llevar el coche, y ambos entraron en el auto. Poco después de arrancar se introdujeron en un pequeño atasco cerca del centro de la capital. Pero pronto salieron a una calle libre de circulación. Adrián miró el reloj y aceleró. De repente se oyó un ruido extraño, como un golpe contra los bajos del coche, y frenó en seco. Miró por el retrovisor, pero no vio nada raro.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, asustado.
—No sé… Parecía una piedra —contestó Joana.
Él intentó relajarse y volvió a acelerar. El enfermizo pensamiento de que podía haber atropellado a alguien estaba ahí, en alguna parte de su mente, luchando con obstinación por salir y, a pesar de que sabía que era completamente ridículo, no estaba seguro de ser capaz de pararlo.
Mientras tanto, en el teatro, una veintena de actores acompañados de sus respectivos representantes se agrupaban en el vestíbulo. Entre ellos estaban Jaime, muy tranquilo, acompañado de su agente, y Guillermo, que finalmente, y como era de esperar, representaba a Iker, el joven actor al que había otorgado la audición. Una asistente de casting, acompañada por varios ayudantes, se dirigió a ellos a viva voz.
—Buenas tardes. Esta es la última jornada de casting con Ben Maslow —comenzó muy ceremoniosa—. Sois los últimos veinte actores que tienen la oportunidad de hacer una audición para Dreams. Os iremos llamando uno a uno según habéis sido citados. No habrá más oportunidades ni más rondas. Es una prueba única. Y el elegido tendrá que trasladarse a Canadá en las próximas dos semanas. Así que tened vuestros pasaportes en regla por si las moscas. Mucha suerte a todos.
Simultáneamente, Adrián bregaba por librarse de ese pensamiento obsesivo que no lo dejaba en paz. Aun cuando ya estaban circulando por una calle tranquila, alejada del bullicioso centro de la ciudad, él sudaba de forma copiosa, claramente nervioso, y su respiración se había vuelto muy agitada.
—¿Estás bien? Creo que llegamos a tiempo. Tranquilo —le dijo Joana, tratando de que se relajara.
Adrián no parecía capaz de concentrarse en la carretera ni en las palabras de su amiga.
—Tenemos que volver —anunció con gravedad.
—¿Qué? —Joana no salía de su asombro.
Adrián cedió a su obsesión. «Sabía» que no había atropellado a nadie, pero «necesitaba» volver y comprobarlo con sus propios ojos. Paró el coche en seco y dio media vuelta.
—Tú no puedes entenderlo. Necesito volver —le explicó a Joana.
—No hemos atropellado a nadie.
—No lo entiendes, Joana.
—Sí que lo entiendo. Estela me contó. No puedes dudar constantemente de ti mismo, Adri.
En lugar de discutir con ella, Adrián pisó el acelerador, dirigiendo el coche hacia el punto donde, minutos antes, habían oído el misterioso ruido.
—Adri, escúchame: todo lo que quieres, todo lo que siempre has soñado, te está esperando en ese teatro. Y lo vas a dejar escapar por una obsesión ridícula que no tiene ningún sentido.
Él no decía nada. Solo seguía callado, concentrado en el volante, y, en escasos minutos, llegaron al punto anterior, donde el ruido había saltado todas las alarmas. De pronto, se oyó la sirena de un coche de policía detrás de ellos.
—¡De puta madre! —exclamó Joana con ironía.
Adrián frenó en seco y salió del coche corriendo. Joana salió tras él mientras el coche patrulla estacionaba justo detrás. Adrián miró alrededor. Ella encontró una zona levantada del asfalto, donde había grava y algunas piedras.
—¿Ves? Te lo dije —le reprochó Joana, señalando las piedras como el motivo del perturbador sonido.
El policía salió de su vehículo y se aproximó a ellos con cara de pocos amigos.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
—Se encuentra mal… —improvisó Joana—. Comió algo en mal estado. Y hemos bajado porque…
Adrián, sin embargo, se mostraba de repente mucho más tranquilo, aliviado al comprobar, una vez más, que sus temores eran imaginarios, y algo cabizbajo al darse cuenta de que había vuelto a caer en la trampa de sus obsesiones.
—Necesitaba… —prosiguió Joana, improvisando— vomitar, señor guardia… Digo… señor policía. —Y después miró a Adrián buscando su complicidad.
Este reaccionó rápidamente y, echando mano de su oficio, se alejó tras el coche y se puso a emitir sonoras y desagradables arcadas.
—Ibais excediendo el límite de velocidad —les comunicó el policía, muy serio.
—¿Nosotros? —preguntó Joana, forzando la mirada más inocente que pudo.
—Abrid el maletero —les ordenó, desconfiado.
—Sí, señor guard… Digo… señor policía, lo que usted mande.
Joana abrió el maletero. El agente lo inspeccionó meticulosamente y los miró, aún con escepticismo.
—Id sacándome el carné de conducir y los papeles del coche. Tendréis que soplar —les avisó.
—¿Disculpe? —Joana no entendía a qué se refería con eso de «soplar», pero no le sonaba nada bien.
—Tendréis que hacer el test de alcoholemia —aclaró el policía mientras se dirigía a su coche a por el aparato.
Los dos comenzaron a buscar los papeles del coche muy nerviosos. Finalmente, Adrián los encontró en la guantera y se los pasó a Joana, quien se los entregó velozmente al policía, que volvía entonces con el alcoholímetro.
—Pero no tenemos tiempo, señor… policía —le comentó Joana muy nerviosa.
—Tenemos que estar… De hecho tendríamos que estar ya en… —trató de explicar Adrián.
—¿Sopláis aquí o sopláis en la comisaría? —les preguntó él con firmeza.
Joana y Adrián se miraron.
—Pues casi que mejor aquí, sí —respondió Joana cogiendo el aparato.
Entretanto, en el teatro, la asistente salió de la sala al vestíbulo, miró su lista y pronunció el nombre del siguiente actor convocado para la audición.
—Adrián Díaz.
No recibió respuesta. Miró a los pocos actores que esperaban en el vestíbulo, algunos sentados en el suelo, y repitió el nombre más fuerte.
—¿Adrián Díaz?
Pero obviamente nadie contestó y ella tachó el nombre de Adrián de la lista.
Adrián y Joana subieron al coche muy serios. El policía les pasó la multa por la ventanilla y se marchó.
—Joder… Lo siento —se disculpó Adrián, afectado.
—No, tú tranquilo. Si la vas a pagar tú —le respondió ella con sorna.
Adrián sonrió y dio la vuelta de nuevo.
—¿Crees que llegamos? —le preguntó él, inquieto.
Joana le señaló el reloj del coche, que marcaba las 17:28.
—¿Crees que este trasto puede viajar en el tiempo?