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ADRIÁN ESPERABA FRENTE a la puerta del teatro fumando un cigarrillo. Hacía mucho que no fumaba. Pero su ansiedad ese día era tan elevada que acabó comprando un paquete de Marlboro. Ya había anochecido cuando vio cómo los actores y las actrices salían del teatro y se despedían amistosamente los unos de los otros. Adrián observaba desde la otra acera, un tanto alejado, apoyado en una cabina de teléfono tras la que se ocultaba discretamente. Desde allí dirigió la mirada a la fachada del teatro para descubrir que su nombre ya había sido eliminado de los enormes carteles que anunciaban la función y sustituido por el de Jaime. De pronto, vio a Sonia salir acompañada por alguien cuyo rostro no alcanzaba a distinguir. Ella estaba charlando animadamente con quienquiera que fuera su acompañante y cuando se despidió dándole un beso en la mejilla, Adrián acertó a ver que se trataba de él.

Sonia cruzó la calle buscando a Adrián con la mirada. Solo cuando este comprobó que Jaime ya estaba caminando en la otra dirección, salió de su escondite y se acercó a Sonia, quien cargaba, además de con su bolso, con una gran mochila que contenía la mayor parte de las cosas que Adrián había dejado en su camerino.

—Hola —la saludó Adrián con timidez.

—Toma, tu mochila —le dijo Sonia, entregándole su macuto.

—Gracias —dijo él, dándole una última calada a su cigarro y dejándolo caer al suelo antes de pisarlo repetidas veces.

—¿Has vuelto a fumar? —preguntó Sonia, disgustada.

Adrián hizo entonces el amago de ir a besarla. Pero ella retiró la cara.

—¿No me das un beso?

—Sabes que me da asco —contestó Sonia antes de echar a andar.

Adrián suspiró y caminó tras ella mientras se ponía la mochila sobre los hombros. Caminaron durante unos instantes en silencio hasta que Adrián se decidió a preguntar algo que rondaba su mente con violencia.

—¿Qué hacías con Jaime?

—¿Qué hacía? —Sonia paró en seco—. ¿A qué te refieres?

La irritación con la que Sonia contestó a su pregunta le hizo pensar que había sido un evidente error formularla y que lo mejor era no entrar ahí. Al menos esa noche.

—Da igual —dijo Adrián, tratando de dejar el tema atrás mientras seguía caminando—. ¿Dónde te apetece… dónde te apetece cenar?

—No, dime, ¿a qué te refieres? —dijo ella sin moverse del sitio—. ¿No puedo ser simpática con él porque te haya sustituido? ¿Qué se supone, que tengo que llevarme mal con todos porque hayas dejado la compañía? ¿Que tengo que dejarla yo también?

—Yo no he dicho eso.

—Creo que no me apetece cenar —dijo Sonia, echando a andar nerviosa.

Adrián asumió que no cenarían juntos, pero insistió en estar con ella un rato más con la esperanza de limar asperezas.

—Te acompaño a casa, entonces.

—Estoy cansada y mañana es el pase de prensa —le dijo Sonia tajante.

—Pero…

Y entonces fue cuando ocurrió. Como si un resorte hubiese operado en el interior de ella o como si súbitamente se hubiera llenado la copa de lo que podía aguantar, Sonia comenzó a hablar con una firmeza que no admitía discusión alguna.

—Adri: no puedo más con esto.

A Adrián lo alteró escuchar estas palabras. Parecía lo que temía. Parecía una ruptura.

—¿Con qué? ¿Qué quieres decir? —Adrián se atascó al hablar—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué quieres…?

—¡Con esto! ¡Con esto! No sé si reír o echarme a llorar. Tú repitiendo tus frases, tú limpiando a todas horas, tú atascado para pedir en un restaurante… Tú. Tú. Tú. ¿Dónde estoy yo, Adri? ¿Dónde estoy yo?

Sonia estaba al borde de las lágrimas. Adrián quería tocarla. Quería decirle cuánto la quería. Cuánto se preocupaba por ella. Pero no fue capaz de decir una sola palabra porque temía que, si abría la boca, volvería a sonar el espantoso disco rayado.

—Eres un buen chico, y te deseo lo mejor —dijo Sonia con cariño—. Pero esta relación no me hace bien. Tú… no me haces bien.

Y diciendo esta última frase demoledora, le tocó la cara y se despidió con un: «Mucha suerte, Adri». Y un frío beso en la mejilla.

Adrián se quedó petrificado, sin palabras, incapaz ni siquiera de mover un músculo mientras observaba a Sonia alejarse. Esa noche se rompió para siempre su relación de cuatrocientos ochenta y ocho días. Una cifra que no tenía ningún seis.