38
ADRIÁN ABRIÓ LOS ojos. El exceso de luz pareció cegarlo. Parpadeó varias veces y, poco a poco, lo que lo rodeaba fue haciéndose visible para él. Una ventana, un televisor… y finalmente reconoció que estaba en una habitación de hospital. Giró levemente su rostro y vio a Julia sentada a su lado. Trató de comprender lo que había ocurrido e intentó hablar, pero, al hacerlo, se dio cuenta de lo mucho que le dolía la garganta.
—Te han hecho un lavado de estómago —le dijo Julia incorporándose de su asiento.
—¿Qué hace aquí? —le preguntó él casi sin poder hablar.
—Encontraron mi tarjeta en tu chaqueta y me llamaron. No llevabas cartera ni móvil encima.
—Me duele mucho la cabeza —se quejó Adrián.
—Te golpeaste contra las baldosas de la terraza. Te han puesto siete puntos —le explicó ella.
Adrián se palpó la herida con la mano con cuidado y trató de recordar lo ocurrido.
—Tuviste mucha suerte.
—Yo no quería… Solo quería que pararan… Solo quería que pararan… —insistía él.
—Shh, no hables.
Julia guardó silencio durante más de un minuto. Sabía que Adrián sería dado de alta en pocas horas y, si bien no era el mejor lugar ni el momento más propicio para la conversación ulterior, eran también el lugar y el momento en que ella necesitaba tenerla.
—Verás, Adrián… he estado pensando. Un colega mío es el mejor tratando trastorno obsesivo-compulsivo y…
—Usted es la mejor —afirmó él con rotundidad.
—Solo en teoría.
—¿Qué? —dijo él sin entender, tras lo cual se quejó por el intenso dolor de garganta que sentía al hablar.
—Mantente en silencio —le aconsejó Julia antes de proseguir.
Adrián no comprendía a qué venía todo eso, pero pudo intuir que esa charla acabaría de un modo que no iba a agradarle en absoluto.
—Me hice especialista en TOC cuando dejé de ver a pacientes —le aclaró Julia—. Pero no había vuelto a pasar consulta hasta ahora.
—¿Por qué me cuenta todo esto? —le preguntó Adrián, incapaz de guardar silencio.
—Tu caso me importa demasiado. He decidido pasárselo a mi colega. Él estará encantado de tratarte.
Julia sacó una tarjeta de su bolso y la dejó a los pies de la cama.
—Primero me hace creer que no hay nada malo conmigo y ahora…
—Creo que será mejor que te vea mi colega. De verdad.
—Ahora usted ya no quiere verme más —dijo Adrián, dolido.
—Uno no siempre puede hacer lo que desea. A veces, uno tiene que hacer lo que cree que es lo más correcto —razonó Julia.
Adrián se quedó callado y giró la cabeza hacia la ventana.
—Me han dicho que te darán el alta a lo largo del día. Así que… bueno… cuídate mucho.
—Sí. Y usted —contestó él sin mirarla.
Ella reparó en que Adrián estaba dolido.
—Bueno…
Julia no sabía qué más decir. Era mejor no decir nada más, en realidad. Así que se marchó. Tan pronto como escuchó sus pasos alejarse de la cama, Adrián volvió el rostro para verla marchar. No pudo evitar echarse a llorar.
Adrián fue dado de alta esa misma tarde. Muy taciturno, y con una pequeña venda cubriendo la brecha de su cabeza como recuerdo de la experiencia, recogió sus cosas y salió de la habitación. Fue hacia el ascensor y pulsó el botón para llamarlo. Mientras lo esperaba, cierto alboroto llamó su atención. Siguió el sonido de las voces y, como si se tratara de un oasis en medio de un sofocante desierto, descubrió un aula donde los niños hospitalizados (algunos de ellos enganchados a un gotero) jugaban, coloreaban y hacían manualidades, acompañados por un par de voluntarios. La puerta estaba abierta como invitándolo a pasar y, sin pensarlo, entró como un alma invisible que todo lo observa y presenció la escena más de cerca. Era realmente conmovedor ser testigo de cómo esos niños, que se enfrentaban a retos tan complicados en esos momentos, hacían volar su imaginación totalmente durante unos minutos y cómo esos voluntarios se entregaban al cien por cien para crear un lugar en el que los pequeños se sintieran seguros, aceptados, perfectos. Adrián se emocionó mirando todo lo que acontecía a su alrededor. Uno de los voluntarios se le acercó y le tocó el brazo.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó amablemente.
Adrián no contestó. Su estado emocional no se lo permitió. En lugar de hacerlo, salió rápidamente de la habitación y entró en el ascensor. Pensó en el gran ejemplo de coraje que esos niños suponían para él y cruzó el gran vestíbulo del hospital hacia la salida. De repente, alzó la mirada. Ante él, justo encima de la puerta, había una inscripción de Santiago Ramón y Cajal grabada en enormes letras doradas. Adrián la leyó emocionado y salió a la calle con esperanza.
La frase era: «Cualquier hombre puede, si se lo propone, ser escultor de su propio cerebro».