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JOANA Y ADRIÁN corrían de un lado a otro atendiendo las numerosas mesas. Estela hacía cafés sin descanso tras la barra. Al parecer, las originales pizzas de Dumitru se habían convertido en la nueva sensación de Madrid, ahuyentando el fantasma del cierre del restaurante. El móvil de Adrián, que estaba junto a la cafetera, comenzó a emitir su insistente melodía. Enseguida, Estela alcanzó el aparato y estiró el brazo hacia arriba.
—¡Adrián! —le gritó mientras lo agitaba con grandes aspavientos.
Él terminó de servir unos platos y corrió hacia ella.
—¿Sí? —contestó rápidamente al teléfono.
Joana le dejó un plato a un comensal y se aproximó a Adrián a toda prisa. El cliente miró la comida con extrañeza y trató de llamar la atención de la camarera para que se llevara el plato equivocado. Pero Joana ya estaba junto a su amigo, con su atención centrada exclusivamente en su relevante conversación telefónica.
—Sí. Okey. Sí, sí. No, no. Por supuesto —le decía Adrián a su interlocutor muy educadamente y con absoluta contención—. Pues gracias —dijo finalmente, y colgó.
Estela y Joana miraban a Adrián con los ojos como platos, esperando una descripción completa de la conversación.
—Hazme dos capuchinos para la quince —le pidió él muy serio a Estela.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó ella, temiéndose lo peor.
—¿Qué carajo te han dicho? —inquirió Joana, nerviosa.
Adrián guardó un silencio tras el que exhibió una emocionada sonrisa.
—Me han dado el papel —confesó casi sin poder creérselo, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Sus amigas explotaron de alegría. Estela salió de detrás de la barra y le dio un fuerte abrazo.
—Lo sabía —dijo Joana, achuchándolo con cariño.
Mientras tanto, el cliente se había levantado con el plato en la mano de muy mal humor.
—¡Esto no es mío! ¡Camarera! —gritaba.
—¿Lo has conseguido? ¡Felicidades! —le dijo Román, que se acercó desde su área al escuchar la buena nueva.
El mexicano estrechó a Adrián entre sus brazos con júbilo. Este recibía las felicitaciones de sus amigos con una intensa emoción, consciente de que su sueño más profundo, el sueño por el que tanto había luchado, se haría por fin realidad.
Entre las muestras de entusiasmo y regocijo, el cliente continuaba quejándose, aunque era absolutamente ignorado por todos.
—¡Yo no había pedido esto! Señorita, ¿me oye? ¡Señorita!