43

SUPERADO EL MAL trago de perder su casa, vivir en su nuevo hogar lo hacía sentir realmente afortunado. Y una bonita idea no tardó en asomar por su mente: ser voluntario en el aula de recreo del hospital entreteniendo y jugando con los niños hospitalizados. Pero enseguida pensó que él realmente no sabía hacer nada que pudiera ser de valor para los niños. ¡Qué equivocado estaba!

Se acercó una tarde con el fin de conseguir información sobre las diferentes fundaciones que se encargaban de gestionar a los voluntarios y sobre los requisitos que como voluntario debía cumplir. Y se llevó una gran sorpresa al enterarse de que prácticamente lo único que se requería era una férrea voluntad de entrega y servicio. Al fin y al cabo, todos tenemos dones que compartir con el mundo. Adrián no sabía hacer papiroflexia ni figuras con globos, pero conocía juegos que enseñar a los niños y, por otro lado, sabía que encontraría el modo de conectar con cada uno de ellos y que pondría todo su corazón en hacerles pasar el mejor rato posible.

La voluntaria se presentó: se llamaba Margarita y le informó de que era la encargada de abrir el aula de juegos ese día. Le comentó que, curiosamente, su compañero acababa de llamarla para avisarla de que no podría ir esa tarde porque se le había inundado la casa, así que le propuso a Adrián que se uniera si le apetecía. Pese a que sus inseguridades le taladraban el cerebro, él no se lo pensó dos veces y dijo que sí.

Procedieron a abrir la sala, y los niños no tardaron en llegar. El primero en aparecer, acompañado de su madre, fue Víctor, un niño rubio de siete años que venía conectado a un gotero y traía cara de haber estado llorando un rato antes.

—Hola, Víctor —lo saludó muy cariñosa Margarita.

El niño no contestó.

—Víctor, te están diciendo hola —le dijo su madre.

—Hola —susurró finalmente.

—¿Te apetece colorear hoy? —le sugirió la voluntaria.

Víctor negó con la cabeza.

—¿Qué te apetece hacer? —se atrevió a preguntar Adrián.

Víctor se encogió de hombros. Los voluntarios buscaron entre la pila de juegos, y Adrián encontró una diversión con la que se entretenía de pequeño con sus hermanas: «Jenga». Entre ambos construyeron rápidamente la torre de madera, y Margarita invitó al pequeño a que sacara un palo sin que se cayera la pila. Al principio, Víctor accedió a hacerlo muy serio, pero, conforme avanzaba el juego y este se puso emocionante, comenzó a sonreír y, finalmente, rió con una melodiosa carcajada cuando Margarita sacó la pieza que provocó que la torre entera se desmoronara.

De repente, aparecieron dos enfermeras algo nerviosas. Llamaron a los dos voluntarios y les contaron que habían recibido a una refugiada iraquí que había llegado a España, con su hija enferma, gracias a la ayuda de la Cruz Roja, y que ambas iban a pasarse en breve por el aula de juegos. La niña tenía parálisis cerebral, y la madre no entendía una sola palabra de español. Justo estaban explicándoles su situación cuando apareció la mujer empujando el carrito de su hija. Rondaría los cuarenta años, tenía la tez morena y por lo demás un aspecto bastante occidental. Las enfermeras hicieron los honores presentando a Nadia —así se llamaba la madre— a los voluntarios. Ella dijo el nombre de Abida señalando a su hija. La pequeña estaba retorcida en el carrito. Su cuerpo era menudo y sus huesos eran finísimos, acentuando la imagen de extrema delicadeza que transmitía. Sus ojos castaños, sin embargo, eran grandes y muy expresivos y estaban rodeados de larguísimas y preciosas pestañas. De repente, la pequeña empezó a llorar y su madre trató de calmarla sin éxito. Nadia les preguntó en un rudimentario inglés si podían hacer algo para aliviar a su hija de algún modo. Su tono de voz y su mirada expresaban una absoluta desesperación.

Margarita comenzó a discutir con las enfermeras qué era lo más adecuado que podían hacer. La niña no podía moverse. Eso eliminaba muchas opciones.

—Puedo cantarle —se le ocurrió a Adrián.

A Margarita le pareció una idea magnífica y se acercó a consultarlo con Nadia, quien dijo que a Abida le encantaba la música. La niña no dejaba de llorar desconsoladamente. Adrián se sentó junto a ella y trató de pensar en alguna canción, pero parecía haberse quedado en blanco. Las enfermeras y Margarita lo miraban expectantes y Nadia no podía ocultar su abatimiento ante el angustioso estado de su niña. Adrián cogió las delicadas manitas de Abida tratando de concentrarse y las acarició muy suavemente cuando comenzó a cantar el tema principal de la película de Disney La Bella y la Bestia. Abida gimoteaba fuertemente, pero Adrián siguió cantando con tesón la dulce melodía. De pronto, la niña dejó de llorar, y sus ojos vivarachos se plantaron curiosos en Adrián, casi como si entendiera cada una de las palabras de la letra. Todos observaban la escena con emoción contenida, hasta que inesperadamente la madre se vino abajo y rompió a llorar dando la impresión de estar a punto de desvanecerse. Las dos enfermeras acudieron en su ayuda con palabras de ánimo que probablemente Nadia no comprendía. «Ánimo, mujer», le decía una. «Desahógate, vamos, desahógate…», la apoyaba la otra mientras la abrazaba.

Adrián era consciente de todo lo que ocurría a su alrededor, pero tenía claro que su misión en ese momento era cantar para Abida. Nunca había sentido que su creatividad fuera tan útil para nadie como en ese momento. Era como si todos los años de formación que había recibido como actor, todas las clases de voz y canto, todas las jornadas de trabajo que a veces parecían haber sido en balde cobraran un sentido nuevo por esos instantes que estaba con la dulce Abida. Así que se concentró y siguió cantando con la mirada clavada en la pequeña mientras le acariciaba dulcemente la frente y los piececitos. Cuando acabó la canción, Abida le regaló la sonrisa más preciosa que se pueda imaginar. Y Adrián fue consciente de que sus talentos estaban sirviendo a algo mucho más grande que él. Enlazó una canción tras otra, casi todas de las películas de Disney de las que era tan fan cuando era niño (y no tan niño), y así estuvo cantando durante casi una hora hasta que madre e hija tuvieron que marcharse para darle la medicación a la pequeña. Cuando llegó ese momento, Nadia se despidió de Adrián con el que probablemente era el más sentido agradecimiento que había recibido jamás. Y se fueron.

Después llegaron más niños, acompañados de familiares o enfermeras, y Adrián se pasó la tarde leyéndoles cuentos interpretando cada personaje con magia y misterio, creando suspense y haciéndolos reír con las peculiares voces y recreaciones de animales que improvisaba, mientras Margarita confeccionaba bonitas pulseras de cuentas con un pequeño grupo de niñas.

Esa tarde, Adrián estuvo cien por cien en el momento presente, concentrado en una única misión: hacer disfrutar lo máximo posible a esos niños, esforzándose en que olvidaran, al menos mínimamente, sus aflicciones físicas y personales. Poco sabía él entonces que poniendo todo su ser en ese propósito también él estaría más cerca de olvidar las suyas.