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ADRIÁN ENTRÓ EN su edificio y abrió el pequeño buzón. Sacó de su interior varias cartas, casi todas de publicidad o facturas ya pagadas, excepto por un sobre del banco. Con el semblante muy serio se dirigió a su piso subiendo los escalones de tres en tres.
Una vez dentro, se acercó a una mesita y sacó del cajón otros tres sobres idénticos a aquel. Abrió el nuevo y comprobó que el contenido era prácticamente el mismo que el de los anteriores: «Aviso Legal. Hipoteca». Salvo por un aspecto: en la carta que había recibido ese día se podía leer en letras bien grandes: «Último Aviso». A Adrián se le subió el corazón a la garganta.
Llovía fuertemente. Adrián tenía en la mano la tarjeta que le había dado Guillermo. La miró una última vez. Parecía haber encontrado el edificio que buscaba. Levantó la vista. Frente a él, imponentes, se erigían las Cuatro Torres de Madrid.
Se dirigió a la Torre de Cristal y entró. Fue directo al ascensor. Piso veintisiete. Salió y buscó la oficina de Yuck Producciones hasta que se encontró ante una puerta con un letrero que rezaba justo así. Respiró hondo y llamó con los nudillos. Nadie contestó. Volvió a llamar. Nada. Entonces advirtió que la puerta estaba entreabierta y se decidió a entrar.
Dentro había una oficina con tres escritorios y tres personas ataviadas con el típico pinganillo de telefonista sentadas frente a sus respectivos ordenadores, atendiendo llamadas a través de sus sofisticados manos libres.
Adrián vio un despacho al fondo. Muy decidido, caminó hacia él. Una señora pija, vestida con un modelito de cóctel azul cobalto y un collar de perlas falsas del tamaño de pelotas de golf, estaba en medio de una llamada con un actor, cuando de pronto se percató de su presencia.
—¡Eh, tú! ¿Adónde vas?
Adrián siguió caminando hacia el gran despacho sin volver la vista atrás.
—¡No puedes entrar ahí! —le gritaba la señora.
Adrián llegó a la puerta del despacho. En el letrero junto a la puerta ponía: «Eugenio Rubio. Productor teatral». Comprobó el nombre con la tarjeta que llevaba en la mano y volvió a respirar hondo. La señora de las perlas se levantó apresuradamente, pero Adrián entró en el despacho y cerró la puerta tras él.
Ya en el interior, observó la estancia. Era de grandes dimensiones y tenía unos ventanales enormes, desde los que se apreciaban unas vistas espectaculares de la ciudad. A la derecha, había un gran terrario con animales exóticos. Al fondo, detrás de su mesa, un hombre calvo de mediana edad apartó la vista de su ordenador blanco de último modelo con cara de muy malas pulgas.
—¿Quién eres?
La señora pija intentó entrar, pero Adrián bloqueó el picaporte haciendo fuerza con las manos, tras lo cual ella comenzó a aporrear la puerta. El señor de detrás del escritorio se levantó.
—¡Señor Rubio! ¡Señor Rubio! ¡Se ha colado! ¡No he podido pararlo! —gritaba ella desde fuera.
—Me llamo Adrián Díaz. Me deben cuatro mil euros desde hace un año. Y no pienso irme de aquí sin mi dinero —dijo Adrián de corrido tratando, sin demasiado éxito, de parecer amenazador.
Finalmente, la señora pija empujó la puerta y consiguió entrar. El señor Rubio, con una media sonrisa un tanto inquietante, le hizo un gesto delicado con la mano derecha.
—Tranquila, Pilu. Ya me encargo yo —dijo casi en un susurro.
Ella acató las órdenes diligente y se marchó cerrando la puerta. El señor Rubio se dirigió al terrario con una inquebrantable serenidad.
—Explícame. ¿Qué es eso de que te debemos dinero? —preguntó a Adrián mientras daba de comer a una iguana.
Su calma contrastaba con la irritación y la ansiedad crecientes de Adrián.
—Trabajé en una producción suya el año pasado. Estuvo en cartel tres meses y desde entonces estoy esperando mi dinero. Desde entonces estoy esperando mi dinero. Estoy esperando mi dinero.
—Mira… —El señor Rubio metió la mano en el terrario completamente indiferente al estado de Adrián y acarició a su iguana.
—Adrián —le apuntó él.
—Adrián. Como sabes, la situación ahora mismo está muy mal para todos y…
—No parece que vaya muy mal para usted —apostilló él.
En efecto, los tres empleados de fuera trabajaban sin parar y las vistas de Madrid desde aquel despacho simplemente quitaban el aliento, por no hablar de la excéntrica (y cara) decoración del mismo.
—Ahora no tenemos dinero —le dijo, tajante—. Pero si esperas un poco más, estoy seguro de que…
—Van a quitarme la casa —reveló Adrián, incapaz de ocultar su desesperación—. No puedo esperar. No puedo esperar.
—Si puedes esperar unos meses, quizá podamos pagarte un poco en un tiempo y el resto tal vez el año que viene —le propuso el productor sin dejar de acariciar al animal—. ¿Por qué no les pides un préstamo a tus amigos?
—¿Por qué no se lo pide usted a su puta madre? —replicó Adrián, saltando como un resorte.
Adrián no podía creer lo que acababa de decir. Asustado por su irreverente osadía y enfadado por la tremenda injusticia, se marchó deprisa dando un sonoro portazo.
El señor Rubio siguió haciendo mimos a su iguana, absolutamente impasible. Para él, lidiar con actores descontentos que le reclamaban sus salarios era el pan de cada día.