28

JULIA ENTRÓ EN el despacho y se sentó en su butaca. Adrián estaba de pie apoyado en la pared.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

Adrián asintió dando a entender que estaba bien.

—Cuéntame, ¿qué relación tienes con tu familia?

—¿Mi familia? Viven en el pueblo, no los veo mucho.

Julia le mantenía la mirada, en silencio, esperando que él se explicase.

—Ellos me llaman —continuó Adrián mientras miraba las fotos y los retratos colgados en la pared—. Insisten en que vaya a verlos y eso. Pero yo… no puedo. Supongo que es más fácil ser el hijo perfecto estando lejos. ¿Este… es su padre? —preguntó señalando una fotografía antigua en blanco y negro de un hombre con larga barba blanca y gafas redondas.

—Aunque no lo creas, no soy tan mayor —dijo con sentido del humor.

—¿Qué? Ah, perdone…

—Es Ramón y Cajal —le dijo Julia.

—¿Como el hospital? —preguntó Adrián con la inocencia de un niño.

—Sí —se rió Julia—. Es el padre de la neurociencia moderna —le explicó—. Y ¿los echas de menos?

—Claro que los echo de menos. Pero cuando estoy cerca de la gente que quiero, me pongo peor. Y no soporto que me vean así —le aclaró él.

—¿Así? ¿Cómo?

—Repitiendo frases, lavándome a todas horas, preocupado por todo… No lo soporto. Es un poco triste, ¿sabe? Porque supongo que eso me condena a estar solo.

—Quizás. —Y después de hacer una pausa dijo rotunda—: Hasta que lo superes.

—Usted sabe que muchos psicólogos creen que esto es de por vida, ¿verdad?

—Lo único importante es lo que tú crees.

Adrián asintió muy serio.

—Y deja de llamarme de usted —le solicitó Julia—. Me haces parecer mayor.

Él se rió.

—¿Podemos volver a intentarlo? —consultó Adrián.

—¿Qué?

—Lo de cerrar los ojos y observar mis…

—¿Meditar? —preguntó ella.

Adrián se lo confirmó con un tímido movimiento de cabeza. Julia se levantó satisfecha, y ambos se sentaron sobre la alfombra. Cerraron los ojos y meditaron durante veinte minutos.

En esos minutos, por primera vez en toda su vida, Adrián sintió algo muy parecido a la paz.