5
SONIA REVISÓ LA pantalla de su teléfono una vez más. Bebió un sorbo de su copa de vino blanco y echó un vistazo a la carta del elegante restaurante italiano en el que esperaba a Adrián.
Este se abrió paso entre las mesas mientras hablaba por el móvil.
—No, mamá, mejor que no vengáis al estreno. Pues porque es mejor cuando esté ya más rodada. Que sí, que estoy bien. Que sí, que como bien. Mamá, tengo que dejarte… Sí, sí, adiós —despidió Adrián a su madre mientras se acercaba a Sonia torpemente.
Le dio un beso en los labios y se sentó con una manida disculpa.
—Perdona el retraso. Me quedé a repasar el texto y se me fue la olla.
Sonia no dijo nada. Solo cerró la carta del restaurante que tenía entre las manos y el camarero se aproximó.
—¿Están listos para pedir ya? —dijo ceremonioso.
Sonia contestó muy tranquila.
—Sí. Yo quiero la ensalada césar y el lenguado a la almendra —dijo con seguridad.
—Muy bien. Y ¿usted? —preguntó el camarero mirando a Adrián.
Adrián echó un vistazo a su carta. Pretendía pedir cualquier cosa. No quería hacer esperar a Sonia ni un segundo más.
—Yo voy a querer…
Pero la infinidad de posibilidades que se abría ante él le hizo estresarse y comenzar a sudar.
—La ensalada del chef y el entrecot a la pimienta.
El camarero tomó nota.
—No, no, no… Mejor la ensalada césar y el… ¿cómo está su pato estofado?
—Pues…
—Bueno, no, déjelo, da igual —lo cortó Adrián, nervioso—. Tráigame…
—Adri, por favor… —murmuró Sonia, abochornada.
—Sí, sí, si ya lo sé… La ensalada césar y el pollo oriental.
El camarero tachó lo escrito y tomó apunte en su comanda de la nueva orden.
—No, no, no, disculpe. Al final, será la ensalada del chef y el entrecot a la pimienta.
El camarero le lanzó una mirada asesina, arrancó la hoja de la comanda y tomó nota de su pedido definitivo.
—Eso será: la ensalada del chef y el entrecot a la pimienta. Ensalada del chef y el en…
—Ya le he oído —lo interrumpió el camarero, contundente, antes de marcharse.
Adrián miró a Sonia, que lo observaba muy seria. Le acarició una mano. Sonia sonrió levemente.
—Voy al baño un minuto —le dijo Adrián con suavidad.
Y entonces se levantó y se dirigió al baño, ansioso.
Adrián salió del retrete y se acercó al lavabo. Dirigió el indicador de temperatura al máximo de agua caliente y abrió el grifo. Pulsó el dosificador de jabón, pero no salía nada. Volvió a pulsar, pero era evidente que estaba vacío. Se miró las manos atemorizado y salió del baño de hombres para entrar en el de señoras. Presionó el contenedor de gel y esta vez una gran nube de espuma azulada colmó sus manos. Se las frotó con tanta fuerza como pudo, aunque advirtió entonces que sus nudillos estaban abiertos y sus palmas tenían pequeñas heridas sangrantes.
Pasó una chica joven que se sorprendió, buscó el símbolo de la puerta para comprobar si se había equivocado de baño y miró a Adrián de mala manera antes de entrar en uno de los cubículos.
Adrián se enjuagó y se dispuso a secarse. Pulsó el botón del secador de manos con el codo, pero cuando puso las manos debajo, el secador se apagó. Volvió a intentarlo, esta vez más rápido. Apretó el pulsador con el codo y colocó ambas manos debajo tan deprisa como pudo. Era inútil. Si no mantenía apretado el botón, el secador se paraba. Se le ocurrió entonces mantener apretado el botón con un codo mientras secaba la mano contraria y viceversa. Pero se puso más nervioso y acabó desistiendo. Se secó en el jersey y en el vaquero. Cuando se dispuso a salir, oyó el grifo gotear. Lo miró. Dudó por un segundo. Apretó la llave del agua tanto como pudo hasta que el escape cesó por completo. De pronto se miró las manos asustado. Volvió a abrir el grifo.
Mientras tanto, en el restaurante, el camarero servía los platos en la mesa. Sonia esperaba visiblemente disgustada mientras dudaba si empezar a comer o no.
Adrián tenía problemas para abrir el picaporte de la puerta sin tocarlo con las manos. Lo intentó con el codo, pero era imposible. Se trataba de un pomo redondo. Entró en un retrete para coger papel higiénico con sumo cuidado para no tocar nada más. Salió con un enorme trozo de celulosa liado en la mano y abrió el picaporte no sin cierta dificultad.
Ya fuera, en el restaurante, Adrián buscó una papelera para soltar la ingente cantidad de papel, sin ningún éxito. Acabó metiéndosela en el bolsillo de atrás torpemente mientras se acercaba a la mesa y no se dio cuenta de que dejó colgando fuera del pantalón una larga tira blanca.
Cuando se sentó de nuevo, Sonia estaba terminándose el primer plato.
—Vaya, sí que tenías hambre… —dijo él, tratando de bromear.
—¿Quieres que te diga cuánto tiempo has estado en el baño? —lo atacó ella, muy molesta.
—Sonia, pensé que tú entendías mi… condición —susurró Adrián, vulnerable.
—Claro que la entiendo, Adri. Entiendo tu posición. Pero ¿entiendes tú la de los demás? ¿Entiendes tú la mía? —le preguntó enérgica antes de bajar el volumen—. Lo de hoy ha sido…
—Me atasqué. Solo me atasqué —trató de explicar con absoluta sinceridad.
—Me preocupas, Adri. Estás enfermo.
—No estoy enfermo.
—Bueno, no estás enfermo. Tienes una… condición y esperas que todo el mundo se adapte a ella. Pero, Adri, la vida no funciona así. ¿Qué pensarías tú si yo llegase siempre tarde cuando quedamos, si me tirase horas en el baño y repitiera dos mil veces cada frase que digo?
—Que entonces te sería más fácil comprenderme a mí —le dijo sin la intención de hacerle daño.
Sonia guardó silencio por un momento y bebió de su copa.
—Gustavo tiene razón. Tienes que pedir ayuda —añadió de pronto.
—No voy a volver al psicólogo. Me estoy tomando las pastillitas mágicas que me recetó el psiquiatra.
—Las pastillas obviamente no son suficientes —repuso Sonia.
—¡Esto no puede curármelo nadie! ¿Vale? —exclamó él—. Y en escena no me ha pasado nunca ni me pasará jamás, si es eso lo que tanto os preocupa.
Sonia lo miró, respiró hondo y decidió cambiar de estrategia.
—Adri… —comenzó, tratando de mostrarse todo lo cariñosa que pudo— demuestra a Gustavo que estás dispuesto a poner de tu parte. Y quién sabe… quizás encuentres a algún psicólogo que te sorprenda, ¿no? Después de todo, si nunca hubieras pedido ayuda, no habrías encontrado tus pastillitas mágicas.
Adrián suspiró. Las palabras de Sonia lo habían convencido.