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ADRIÁN LLEGÓ A la plaza de Neptuno con la lengua fuera. Cruzó desde el Museo del Prado al Hotel Ritz y entró a toda prisa por la puerta de personal. Le daba igual que fuera su último día. No quería llegar tarde… otra vez.

Minutos después ya estaba corriendo por los pasillos subterráneos del hotel con el uniforme de pingüino puesto mientras terminaba de ajustarse la pajarita. Casi se chocó con uno de sus jefes —cincuenta y pico años, uniforme impoluto y rostro agrio y antipático—, pero lo sorteó con la destreza habitual.

—¡Disculpe, señor Subijana! —le dijo Adrián mientras se alejaba.

—Diez minutos otra vez. ¡Da gracias de que es tu último día! —le dijo aquel muy serio.

—No se preocupe, señor Subijana. ¡No volverá a ocurrir! —le gritó Adrián, divertido.

Mientras tanto, en el Salón Goya tenía lugar el evento del momento. Julia Whyler, la otrora famosa psicóloga, viuda del antaño popular magnate del deporte Enrique Estévez, volvía de entre los muertos con un libro debajo del brazo. Pese a su avanzada edad, poseía una belleza atemporal y serena que siempre, incluso ahora, había provocado que fuera blanco de una atención inusitada. Su pelo moreno estaba cogido en un esmerado moño alto que le daba la elegancia de una bailarina de ballet. Solo un mechón de cabello acariciaba su cara arrugada, lo que servía de perfecto adorno a la expresión transparente de su rostro. A ambos lados de la mesa, grandes pósteres con el rostro de Julia fotografiado en un gesto de sosegada sonrisa anunciaban el título del libro: Tú tienes la llave.

A su lado se encontraba su colega Arnau Sanz, un escritor gay sexagenario que en los últimos años había ejercido para Julia las labores de disciplinado editor, fiero guardaespaldas y, por encima de todo, fiel amigo.

En el salón había casi una treintena de periodistas, algo insólito en ese tipo de eventos literarios si se tenía en consideración, además, que no se trataba de la presentación de ninguna novela de vampiros ni de superhéroes adolescentes ni tampoco de la última novela galardonada con el Premio Planeta, sino del lanzamiento de un libro serio sobre cómo afrontar los miedos que nos inquietan en diferentes momentos de la vida. La mayoría de los reporteros que allí se encontraban eran del mundo del corazón, especializados en recoger carroña allá donde iban, convocados al evento para hacer al gran público partícipe del morbo del regreso de una figura de la alta sociedad, que había estado a todas luces desaparecida durante la última década. Pero, afortunadamente, también había unos cuantos periodistas provenientes de revistas y boletines culturales, y alguno que otro que trabajaba para algún programa de divulgación científica.

Una joven periodista con pinta de ser la becaria de un nuevo espacio cultural levantó la mano, y Arnau le cedió la palabra enseguida.

—Hacer las afirmaciones que usted hace en su libro, ¿no sería un poco como decir que quien tiene un trastorno mental está enfermo porque quiere? —preguntó con osadía.

—No —respondió Julia con calma—. Se trata de hacerles recuperar el poder sobre su propia mente. Hay un proverbio oriental que dice: «Quien ha creado una puerta y un cerrojo también ha hecho una llave».

La periodista acercó un teléfono de última generación de gran tamaño que le hacía las veces de grabadora.

—En el libro —continuó Julia— presento las patologías mentales como un puzle que el paciente, en muchos casos, ha fabricado y del cual solo él tiene la solución. Y en ese sentido, espero que los ayude a todos a encontrar la llave que precisan para resolverlo.

Arnau señaló a un periodista algo altivo, de los que parece que conocen de antemano la respuesta a su propia pregunta, que mantenía la mano levantada hacía ya un rato.

—Pero, entonces —comenzó—, ¿qué pasa con enfermedades mentales que tienen una base biológica? Por ejemplo, usted habla mucho del trastorno obsesivo-compulsivo en su libro…

Adrián, que estaba limpiando copas en el office de la cocina adyacente al salón, se acercó a la puerta y deslizó la mirada entre las pesadas cortinas azules.

—Sí, es cierto —contestó Julia—. En el caso del TOC, los estudios han demostrado que hay deficiencia de un neurotransmisor llamado serotonina. Pero se ha demostrado también que esta puede elevarse, y que las conexiones cerebrales pueden cambiar y restablecerse de la forma correcta a través de la meditación.

—Disculpe, ¿ha dicho meditación o medicación? —preguntó el periodista con sorna.

—He dicho meditación, aunque la medicación puede ayudar —respondió Julia con una serena sonrisa.

—Tenemos que ir terminando. ¿Una última pregunta? —avisó Arnau.

Una periodista madura con un bronceado extremadamente anaranjado y aspecto de ser cronista en algún espacio rosa de máxima audiencia levantó la mano con decisión.

—Sí. Hola, Julia. No sé si me recuerda —comenzó su intervención con cierta humildad fingida—. Le hice una entrevista cuando trabajaba en la radio, hace ya casi veinte años. Usted me dijo entonces que nunca dejaría de trabajar en la psicología activa. Con los pacientes. ¿Ocurrió algo en su vida que le hiciera cambiar de opinión?

La pregunta fue directa al centro de la diana. En una milésima de segundo, transportó a Julia a otro lugar, a otro momento de su vida, muy lejano ya, pero que revivía constantemente. En su ausencia, Julia se vio a sí misma entrando en su casa aquella fatídica noche. Observó el desorden del salón, con libros y vasos tirados por el suelo. Y advirtió el terrible silencio que le prevenía de lo que estaba a punto de descubrir. Julia entró en la cocina rápidamente, escudriñando cada rincón. Tras la isleta central, pudo ver la mano de un cuerpo tendido en el suelo.

—¿Julia? ¿Señora Whyler? —insistía pertinazmente la cronista.

Arnau miró a Julia, que seguía abstraída, distante, y resolvió deprisa.

—Bien, gracias a todos. —Mientras hablaba hizo una señal a un responsable trajeado del hotel, que se acercó diligente y retiró la silla de Julia cortésmente mientras esta se levantaba—. Muchas gracias a todos. Ahora Julia Whyler se tomará un breve receso. Y después se despedirá de todos y firmará algunos ejemplares. Mientras tanto, déjenme decirles que la firma oficial de libros será en…

Entretanto, en el office, Adrián había vuelto al trabajo. Limpió la última copa con esmero y dedicación y la colocó en la bandeja perfectamente alineada con las demás. Antes de marcharse con el plaqué de plata cargado de copas vio algo que llamó poderosamente su atención. En el panel de corcho de la pared lucía un cartel de su obra de teatro, y Adrián advirtió que estaba ligeramente torcido hacia la derecha. Dejó la bandeja sobre el aparador de acero inoxidable, se acercó al panel, quitó una por una las chinchetas y volvió a colocar el cartel. Lo observó. No le convencía. No estaba absolutamente recto. Volvió a quitarlo y a colocarlo de nuevo. Lo miró con detenimiento. Seguía sin gustarle.

Julia entró silenciosamente en el office. Se apoyó en la pared, miró al techo y respiró hondo tratando de recomponerse. Adrián volvió a quitar el cartel de nuevo y, una vez más, lo plantó raudo en la pared.

—No hagas caso de tus manías… No hagas caso de tus manías… —se repetía a sí mismo.

Una de las chinchetas se le cayó al suelo. Un sonido apenas perceptible, pero lo suficiente para atraer la curiosa mirada de Julia. Adrián se agachó y estiró el brazo derecho bajo el aparador hasta que alcanzó la pequeña pieza plateada.

—Está bien. Todo está bien —se susurraba a sí mismo.

Julia lo observaba cautivada. Había algo en él que lo hacía muy especial a sus ojos.

Adrián se puso de pie al fin, con la diminuta chincheta entre los dedos, y su mirada se topó de frente con la de ella.

—Hola… —lo saludó Julia, sintiéndose pillada in fraganti.

Adrián no fue capaz de contestar. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí observándolo? Se creó un silencio incómodo entre ambos. De repente, Adrián clavó la chincheta en el cartel y, velozmente, cogió con destreza la bandeja llena de copas y se marchó tan deprisa como pudo.

Por alguna razón, Julia necesitaba hablar con él. Quizá pedirle disculpas. Quizá solo mirarlo de cerca.

—Espera… ¡Espera! —le pidió mientras salía tras él.

Adrián caminaba diligentemente, y los laberínticos pasillos del hotel se aliaron con él para dejar atrás a su perseguidora. En una bifurcación del corredor apareció de pronto un hombre con aspecto afable empujando un carrito lleno de centros florales. Una mínima distracción que ocasionó que Julia dudase y, finalmente, decidiera abandonar la ridícula empresa de alcanzar a un completo desconocido.

—Perdone… —le dijo el florista con una amplia sonrisa, disculpándose por haberse interpuesto en su camino.

—¿Sabe quién era ese chico? —le preguntó ella, curiosa.

—Sí, claro. Es Adrián —contestó muy simpático—. Hace horas extras aquí, pero creo que ya lo deja. Se dedica al arte. Ha llenado el subsuelo del hotel de carteles.

Julia le sonrió agradecida, y el hombre siguió empujando su carrito de orquídeas y centros florales con parsimonia. Ella volvió al office que segundos antes había abandonado presurosa y descubrió frente a ella el cartel que Adrián había colocado persistentemente en el corcho. Por primera vez, le dedicó atención. En letras grandes se podía leer: «HAMLET. ESTRENO 28 DE MARZO». Y más abajo, el nombre de varios de los miembros del reparto, de entre los cuales destacaba, algo separado del resto, Adrián Díaz.

—Es actor… —musitó.