Capítulo 36
Se escuchó el conocido tintineo del ascensor y Joanna salió, hermosa, más de lo que Kevin recordaba. Fue directamente hacia donde él se encontraba y lo abrazó. Kevin la sintió temblar, ella buscó sus labios y le dio un beso largo, apasionado, como los de antes, en Satipo. Él se aferró a ella como un desesperado, le hacía falta la cercanía de un cuerpo, de ese abrazo, de cualquier cosa que le quitase el dolor en el pecho.
—¿Por qué no subiste?
—Porque Day llamó a tu habitación —mintió Kevin.
—¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Por qué me trajeron aquí? ¿Tuviste que ver en eso? —preguntó Joanna.
—No, amor, acabo de enterarme. Tenemos mucho de qué hablar, Joanna, salgamos a dar un paseo.
Salieron abrazados y caminaron siguiendo la calle donde estaba situado el hotel. Joanna, en un gesto muy femenino, se pegó más a él y lo besó de nuevo.
—Te extrañé mucho.
—Yo también.
—No te creo. ¿Qué estuviste haciendo?
—Muchas cosas, amor, pero es preferible no hablar de eso.
—¿Ves por qué te oculté todo? Siempre tú y tus misterios.
—Lo mío era diferente, no podía decírselo a nadie, pero no volveré a aceptar más trabajos de ese tipo. ¿Qué me dices de ti?
—Fui obligada a hacer lo que hice. No podía decirte nada porque tenía miedo. Pero no te traicioné, Kevin. Todo lo contrario. Ese tal Robert Taylor jamás se enteró de nada que pudiera servirle para algo.
—¿Quién era Robert Taylor? —preguntó Kevin, como si le interesara. Su mente se encontraba lejos de allí.
—Un agente de la DEA, pero creo que era corrupto.
—¿Charles Day no te explicó nada?
—No. Él no explica, sólo hace preguntas. ¿Sabes el susto que me llevé cuando me enteré de que era de la CIA? Pero estaba más interesado en Robert Taylor que en mí.
—Ya todo eso pasó, Joanna. Otra vez puedes entrar a los Estados Unidos y no debes preocuparte más por Charles Day o por Robert Taylor.
La tomó de la mano y siguieron caminando. Por momentos, Kevin deseaba que el tiempo se detuviera. Por momentos deseaba regresar a la época de Satipo. Y por momentos prefería estar lejos de todo lo que tuviera que ver con Ian. Joanna presentía que algo había cambiado. ¿Por qué no estaban en la habitación, desnudos, haciendo el amor? En lugar de ello, caminaban hacia quién sabía dónde y por qué. Pero estaba dispuesta a esperar, Kevin era el mejor hombre que había conocido y no deseaba perderlo.
Cruzaron la calle y de pronto los sentidos de Kevin se pusieron en alerta. Ese olor… era el de Ian. No podía creerlo, era una locura. Pensó que podría aparecer en cualquier momento. Miró con disimulo al sitio de donde provenía el conocido aroma. Vio desde la acera una puerta. El número: 547. Debajo, una escalera de metal. Metió la mano en su bolsillo y encontró las llaves que había sacado del bolsillo de su hermano. No era momento de entrar. Debía dejar a Joanna fuera de todo aquello.
—¿Sucede algo? —preguntó ella.
—No. Olvidé algo que debía retirar de la oficina de Charles Day. Te dejaré en el hotel y volveré por ti más tarde.
—¿Otra vez con los misterios? Acabas de decirme que olvidarías todo eso, Kevin, no puedes dejarme así. Explícame de qué se trata.
—No se trata de nada relacionado con ningún trabajo, Joanna. No te preocupes, vendré por la noche a recogerte con mi amigo Daniel, es mi mejor amigo, deseo que lo conozcas, ya ves que no tengo nada que ocultarte.
Joanna había dejado de sonreír. Un déjà vu invadió su ser.
—No me acompañes. Regresaré sola, tú ve adonde tengas que ir.
—Joanna, volveré más tarde con Daniel, te lo prometo.
Ella no respondió, se fue desandando el camino sin volver el rostro para que él no viera sus lágrimas.
Kevin esperó a que se perdiera de vista, se dirigió a la puerta debajo de la escalera y probó la llave con sumo cuidado, procurando no dejar sus huellas en ninguna parte. Abrió, entró y empujó la puerta con el codo para cerrarla. El olor de Ian era más intenso adentro, pero mezclado con el de la muerte. Una puerta daba a la cocina; la siguiente a una habitación vacía y la otra a un dormitorio. En la cama yacía el cuerpo de una mujer. Sus ojos desvaídos de color verdoso miraban al techo, el cabello rubio se esparcía sobre la almohada. En el cuello todavía tenía los restos de sangre reseca que ensuciaban la cama y la alfombra.
Una caja sobre la cómoda llamó su atención, la abrió con otra de las llaves del aro. Dinero, mucho dinero en billetes de cien y cincuenta dólares, envueltos en plástico negro. Dentro de un maletín, algo de ropa usada. También documentos y varios pasaportes, uno de ellos pertenecía a Ian Stooskopf. Otro, a nombre de Fabrice Pineaud.
Con seguridad en pocos días el olor a descomposición empezaría a llamar la atención. Si dejaba los documentos sabrían que eran de su hermano, y ¿para qué ensuciar más su nombre? Ya era suficiente con lo que había hecho o había dejado de hacer.
Cogió el maletín, metió el dinero y los documentos, y fue a su hotel. Lo que acababa de ver le decía claramente que desde que Ian salió hacia la Casa Blanca tenía claro que no regresaría. Su hermano se había convertido en un yihadista suicida y había muerto en su ley; para lo que Kevin nunca estuvo preparado era para enterarse de que, además, era un asesino.
Ya en su habitación registró la ropa y eliminó todas las etiquetas. Las metió en una bolsa dispuesto a tirarlas en el primer contenedor que encontrase en la calle. Algún indigente les daría mejor uso.
Llamó a la habitación de Daniel.
—Aló… —contestó una voz pastosa.
—Daniel, ¿te desperté?
—No...
—Cuando puedas ven a mi habitación.
Un minuto después Daniel tocaba la puerta.
—Dime para qué soy bueno.
—¿Qué piensas hacer ahora que ya no estás en el ejército?
—Supongo que regresaré a Nueva York, alquilaré un apartamento, buscaré trabajo…
—¿De qué?
—Lo más probable es que en seguridad. Es lo único que sé hacer.
—¿No te gustaría montar un negocio?
—Si tuviera dinero suficiente, sí, claro. Tal vez un restaurante con comida de mi tierra, ¿por qué lo preguntas? ¿Tienes algo entre manos?
—Recibí cierto dinero como premio por ir a rescatarte, quiero compartirlo contigo porque sin tu ayuda no lo hubiera logrado.
—¿En serio, hermano? ¡Gracias! ¡Pues claro que no lo hubieras logrado solo, Kevin! —exclamó Daniel soltando una carcajada—. Ni te imaginas cómo te veías rezando en la camioneta todo el tiempo, y yo psicoseado con los Slayer…
—Tenías verdadera cara de loco…—respondió Kevin.
—¿De veras cortaste los últimos cables sin saber lo que pasaría?
—Estaba seguro de que no sucedería nada, pero uno nunca sabe…
Ambos reían y se daban golpes, como cuando estaban en el campo. Era la primera vez desde su encuentro que parecía que todo había quedado atrás.
—Daniel, quiero que hagas buen uso de esto. Toma —le extendió varios fajos de billetes.
Daniel soltó un silbido.
—¡Hermano, esto es mucho!
—Son doscientos mil. Yo me quedo con la misma cantidad —mintió.
Daniel lo abrazó, se sentía en deuda.
—No sé qué decir, Kevin, de verdad… ¿qué piensas hacer tú?
—No estoy muy seguro aún.
—Seamos socios.
—No. Yo no sé nada de restaurantes. Prefiero tener un rancho, mi padre vive feliz en uno, necesito tranquilidad.
—No sé si debo aceptar el dinero, Kevin, tú te arriesgaste por mí, te lo has ganado.
—Deja de decir tonterías, quiero que lo tengas y no se hable más.
—Gracias, hermano, gracias por todo. ¿Y qué hay de la chica que me hablaste?
—Joanna está aquí, la veré más tarde, quiero que vengas conmigo para que la conozcas.
—No, hermano, ustedes necesitan estar solos… Habrá tiempo.
—No comprendes, le prometí que te presentaría, es muy difícil de explicar, tuvimos una pequeña discusión, se ha vuelto muy incrédula.
—Siendo así, cuenta conmigo. Los invito a cenar, y yo pago.
—Perfecto. Cuida ese dinero, Daniel, guárdalo en una caja de seguridad del hotel.
—¡Ahora podré alargar mi estadía aquí!
—Anda, ve a recepción y hazlo. No confío en el personal de las habitaciones. Nos vemos abajo. Danny… Day me dio una noticia hoy.
—¿Buena o mala?
—Nasrim se suicidó.
Daniel lo miró como si no comprendiera.
—Lo siento, Danny. Sé que…
—Tal vez es lo mejor que pudo suceder, Kevin. Si no lo hacía, ellos la habrían matado, o hubiera pasado el resto de sus días en la cárcel.
—¿No te importa?
—Esa mujer me hizo mucho daño, amigo. Creí que la amaba, pero ahora sé que todo fue producto de las circunstancias. Una mujer como ella, nosotros allá, lejos de todo, expuestos a la muerte, sin nadie a quien amar… No deseo saber más de todo eso. Nos traicionó. Jugó con nosotros.
Kevin asintió en silencio. Supo que el único que había amado a Nasrim era él.
—Nos vemos abajo —dijo Daniel, y salió.