Capítulo 11
Ian Stooskopf tenía frente a él la foto del número cinco identificado por Joanna. Qué extraño, pensó. Por un momento tuvo la sospecha de que Joanna le había mentido, pero ella no tenía motivos para hacerlo, después de todo era la más interesada en darle la información; sin embargo, también cabía la posibilidad de que estuviese interesada en su hermano. Kevin… siempre era el preferido. No comprendía por qué él jugaba ese rol estúpido de arriesgar su vida por un país que era gobernado por personas tan insensatas. La gente del Gobierno solo tenía en mente el poder, conservarlo a toda costa, hacer que su propio poder se fundiera con el del país, como si les perteneciera, y mostrarlo, restregárselo en la cara a todos los demás gobiernos del mundo. ¿Quién les había dado el derecho de decidir lo que el pueblo de Afganistán deseaba? Por esas tierras siempre habría conflictos por la enorme cantidad de intereses tribales que permanecían a lo largo de los tiempos, pero eran sus problemas y tenían el derecho de resolverlos a su manera. Y los americanos no eran los únicos. La antigua Unión Soviética fue la primera en encender la mecha en esa zona. Cuando ese conflicto se enfrió, el extremismo talibán volvió a crear un sangriento caos que llevó a la intervención militar de Occidente. Y la retirada de las tropas estadounidenses y británicas no resolvía nada. En poco tiempo todo volvería a ser como antes. O peor. Estaban inmersos en otra guerra contra el EI. ¿Hasta cuándo?
Ian pensaba que Osama Bin Laden no era el culpable del ataque a las Torres Gemelas. Había tenido oportunidad de conversar con él y le había parecido una de las personas más cuerdas del mundo. Su tono gentil y calmado en un árabe académico lo había embelesado. Cuando Osama era estudiante de Teología Islámica en El Cairo había conocido a Ayman al-Zawahirí, quien en aquella época ya había formado el grupo Yihad Islámica en Egipto, y emitido una fatua llamada «Frente Islámico Mundial contra Judíos y Cruzados». Ian formó parte de manera entusiasta de aquel movimiento revolucionario que cambiaría al mundo y llevó sus ideas a Occidente. Al pasar el tiempo había ido adquiriendo más notoriedad entre la gente de al-Qaeda y no estuvo vinculado a los sucesos del 11 de septiembre, por eso creía firmemente que Osama no formaba parte de aquello, pero había hecho creer al mundo que había sido su idea para obtener supremacía entre los demás líderes de grupos yihadistas. De quien Ian sospechaba era de al-Zawahirí; un hombre de tendencias sanguinarias.
A fin de cuentas no importaba mucho saber quién era el número cinco. Le bastaba con saber que Kevin había tomado un vuelo para Londres después de recibir la visita del supuesto cinco, de manera que si de algo estaba seguro era de que se haría cargo de una operación. No le cabía duda de que sería para el rescate de Daniel Contreras, tal como lo había planeado todo, como en una partida de ajedrez. Marcó un número en Londres y esperó.
—Buenos días, al-Karajah. Tengo un trabajo para ti.
—Tú dirás.
—Observa bien la foto que estoy enviándote. Su nombre es Kevin Stooskopf, pero es probable que viaje bajo un alias. Solo síguelo y me dices adónde se dirige. Llegará a Heathrow mañana a las 18:20 en el vuelo 1080 de Air France.
—Entendido.
—Procura ser cuidadoso, es muy hábil.
—Descuida, seré un felino.
Pero al-Karajah no tuvo oportunidad de seguir a Kevin. Solo pudo verlo desaparecer de lejos, acompañado por un soldado en dirección a un pasillo. Para Ian era suficiente. Con eso y con lo que intuía que Joanna le estaba ocultando, deducía que Kevin había ido a someterse a algún tipo de entrenamiento para una misión especial. El rescate de Daniel Contreras, volvió a decirse Ian, todo encajaba. Tendría que encontrar la manera de comunicarse con la gente de al-Zawahirí pero las cosas estaban últimamente demasiado complicadas, no podría delegar algo tan delicado a su contacto al-Karajah, no era demasiado hábil, además tenía prohibido salir del país. Necesitaba saber cuánto tiempo permanecería su hermano en Inglaterra.
A bordo del avión, Kevin ponía en orden sus ideas. Esperaba que Charles Day hiciera su trabajo y averiguara quién era Robert Taylor. Mientras, tendría que urdir un plan para localizar a Daniel, a quien esperaba encontrar con vida. Los terroristas acostumbraban hacer públicas sus ejecuciones, al menos los de ISIS, y habían creado un clima de terror con las matanzas a periodistas. Al-Qaeda, en ese sentido, siempre había sido más cautelosa; cabía la posibilidad de que lo tuvieran prisionero para utilizarlo como intercambio por algún miembro de su organización. ¿Por quién? ¿Y su país estaría dispuesto a aceptar? Al llegar a Peshawar se pondría en contacto con la madre de Shamal. Nunca lo habían perdido, aunque los últimos años las noticias se fueron espaciando, después de lo de Nasrim. Algo que nunca debió ocurrir. No era su intención involucrar a su madre, pero por algún lado debía empezar, y era mejor que ni Charles Day ni los del MI6 supieran sus planes. No confiaba en nadie. ¿Dónde se escondería al-Zawahirí? En Pakistán, lógicamente. Era el único lugar donde nadie sospecharía que estuviera. Por otro lado, los drones no podrían seguirlo mientras no supiesen dónde se encontraba. Los Predator y los Reapers que se utilizaban para grabar y atacar objetivos en la conflictiva frontera entre Afganistán y Pakistán hacían mucho ruido y eran fáciles de detectar por un radar. Si él localizaba el lugar donde se encontraba al-Zawahirí, la CIA enviaría el RQ-170 Sentinel, apodado «la bestia de Kandahar», tal como le había prometido Charles Day. Era sofisticado y silencioso, con capacidad de capturar vídeos de alta definición. Había sido utilizado en la operación contra Osama Bin Laden, que en la Casa Blanca vieron en vivo y en directo. Esperaba que los contactos que había conocido en Belmarsh lo condujeran a la gente de al-Qaeda que operaba en Peshawar. Tenía que llegar al mismísimo al-Zawahirí, de lo contrario no habría forma de negociar.
Sentado en la cabina de turistas, Kevin procuró evadirse de la incomodidad de los asientos, no tanto por la anchura como por el poco espacio para situar sus piernas con facilidad. No sabía cómo ponerlas. Sonrió al darse cuenta de la pueril importancia que estaba dando a aquella pequeña molestia. Era de los pocos miembros de las fuerzas especiales que podían pasar por sesiones de tortura sin perder la cabeza, su cerebro tenía la capacidad de apartar las ideas como si fuese un armario con múltiples cajones. Y en ese momento decidió que la incomodidad quedaría guardada en uno de ellos, igual que hizo dos años atrás. Se trataba de cambiar una incomodidad por otra, y se concentró en sus recuerdos.
Kevin era consciente de que en la vida militar, especialmente en la que había escogido, su vida dependía de la confianza que se tuviera en los compañeros. No existía lealtad más completa, y Daniel y él habían formado parte de varias operaciones peligrosas. Si ambos todavía estaban vivos —en realidad no era seguro que Daniel lo estuviera— se debía a que habían jurado cuidar uno del otro aun a riesgo de sus vidas. Para Kevin no había unión o sentimiento más fuerte que ese. Hasta que apareció en su vida la hermana de Shamal, aquella pequeña chiquilla que fue a vivir con su familia a Riad, y que apenas se dejaba ver más allá de los predios del servicio.
Mientras estaban en Bagram, una base al norte de Afganistan, sin asignación a alguna operación especial, un día se les ocurrió ir a Peshawar para matar el tedio. Deseaba visitar a Shamal y a su familia. Convenció a Daniel para vestir al estilo pakistaní, con el típico zalwar kameez y un pakol en la cabeza. Ambos eran morenos y hablaban árabe. Él le había enseñado a Daniel a hablar un pashtún bastante aceptable con el que el portorriqueño se desenvolvía bien sin llamar la atención. Conocer los idiomas de la zona les había valido para formar parte de algunas misiones que entrañaban peligro, y eran tan eficaces en su forma de enfrentarlas que parecían nacidos para ello.
Kevin recordó la expresión del rostro de la madre de Shamal la primera vez que cruzó el umbral, enredándose en la cortina de hilos de cuentas multicolores de la tienda; la misma tienda que su padre había ayudado a instalar hacía ya tantos años. Sus grandes ojos parecían entonces más pequeños y bajo el manto que cubría su cabello sobresalían las canas, pero la dulzura de su mirada era exactamente la misma. Pese al transcurso de los años, ella lo pudo reconocer y lo abrazó como cuando era un niño, meciéndolo, aunque él tuviera que mirarla hacia abajo. Daniel fue acogido con el mismo cariño que si fuera un miembro de la familia, casi como Shamal, quien no estaba. Para entonces vivía en Islamabad, la capital, y trabajaba, según su madre, como oficial de policía en un sitio llamado CCT, del que ella no tenía mayor noticia. Kevin no le aclaró de qué se trataba porque prefirió que siguiera en su bendita ignorancia.
De inmediato la mujer los hizo pasar a la trastienda, subieron al segundo piso y Kevin supo de dónde provenía el intenso olor a curri y lentejas que le hacía salivar. Ambos esperaron en el pequeño salón amueblado al estilo occidental y repleto de cojines multicolores a que llamara a Nasrim, que se encontraba en la cocina. Momentos después la chiquilla que él recordaba apareció ante sus ojos y ellos quedaron apabullados por su presencia.
Nasrim ya no era una niña. Kevin calculó que tendría treinta y cuatro años. Llevaba el cabello y el cuello cubiertos por una yilbab, marco que daba a su rostro características sobresalientes. Él había tenido oportunidad de conocer a mujeres hermosas, pero Nasrim escapaba a toda descripción o comparación que su mente pudiera hacer. Igual de impresionado estaba Daniel, como le diría después.
—Buenas tardes, Nasrim, la paz sea contigo —saludó Kevin alargándole la mano.
—La paz sea contigo, Kevin, su misericordia y sus bendiciones —respondió Nasrim bajando los ojos.
—Sorirart Biro'aitatsk —balbuceó Daniel, indicándole que estaba encantado de conocerla.
—Masha allah —respondió ella.
La madre intervino para romper el silencio, pues los tres habían enmudecido. Kevin no sabía qué decir ni cómo comportarse ante Nasrim, quien de adulta era una absoluta extraña para él. Una extraña y misteriosa mujer.
—Ve a la cocina, habibi, ahora tenemos invitados a comer.
Nasrim se excusó y dio vuelta por donde había llegado.
—Mamá Farah, ¿Nasrim se ha casado? —preguntó Kevin.
—No, hijo mío, pero no por falta de pretendientes. Ella asistió a la escuela secundaria y también siguió un curso de informática, pero siempre fue demasiado exigente. Por otro lado, ya sabes cómo son los hombres aquí. Les gustan las mujeres ignorantes. Cuando se encuentran con alguien como ella se sienten inferiores.
—Entiendo…
—¿Qué hacen en Peshawar? —preguntó mamá Farah.
—Tenemos cinco días libres, los hemos acumulado y, como no da tiempo para viajar a Estados Unidos, tuve la idea de venir a verte.
—Hiciste bien, pequeño, no sabes cuánto los recuerdo a ti y a tu hermano Ian, ¿cómo está él?
—Bien, bien… No vivimos juntos, trabaja para el Servicio Exterior, escogió la carrera de papá.
—¿Y cómo está tu padre, que la paz y bendiciones sean con él?
—Bien, más viejo, eso sí —ríó Kevin—. Se ha retirado del ejercicio diplomático, ahora vive en su rancho. Pero desde la muerte de mamá ha quedado muy solo.
—Por favor, cuando lo veas dile que nunca, ni un solo día, dejo de rezar por él y de agradecerle todo lo que hizo por nosotros.
—Así lo haré, Mamá Farah.
Durante la cena Nasrim fue tomando confianza y Kevin conoció su risa, su sentido del humor y su inteligencia. Al despedirse, supo que estaba enamorado. Daniel también estaba embelesado. Esa noche se quedaron hasta tarde hablando de ella y, aunque ambos sabían que solo uno de los dos tendría lugar en su corazón, de llegar Nasrim a interesarse por alguno de ellos, gozaron cada segundo de la posibilidad de ser el vencedor, recordando su risa, sus movimientos, el cabello que al resbalar el velo se había dejado ver, el color dorado de sus ojos, y su manera de sonreír. Y Kevin tenía impregnado su aroma. Un olor a canela y a yerba de campo…
De pronto, Kevin quiso que terminara esa guerra, su papel en ella empezó a parecerle solo una muralla que le impedía ser una persona normal como las demás y poder cortejar a Nasrim. La llevaría a los Estados Unidos, la haría su esposa, sería la madre de sus hijos…
Daniel sentía lo mismo. Eran demasiado parecidos, y la lejanía de los seres queridos, la crueldad de la guerra, la soledad de las noches hicieron que ambos desearan a Nasrim más todavía. Ellos no acostumbraban a buscar pareja por Internet como hacían muchos soldados; algunos, con éxito.
Solo una vez Kevin pudo estar a solas con Nasrim. Una sola vez. Fue en un viaje de un solo día. Kevin pidió un permiso especial y fue a Peshawar decidido a pedirle a Nasrim que fuera su esposa.
La madre de Nasrim lo supo en cuanto lo vio. Una nube de tristeza se alojó en su pecho porque amaba a Kevin. Siempre había sido su preferido y hubiera dado cualquier cosa para que su hija le correspondiera. Dejó que ellos hablaran lo que fuera que tuvieran que decirse y bajó a la tienda. Muy en el fondo, lo que deseaba era que él la convenciera, que encontrara el modo de acercarse a ella y despertara su pasión, si eso era posible.
—¿Sabes que dentro de poco regresaré a los Estados Unidos? Pediré el retiro.
—¿Por qué?, ¿crees que es una guerra inútil?
—Ya no sé qué creer. A veces pienso que todas las guerras son inútiles, pero como soldado he jurado representar de la mejor manera a mi país.
—Pensé que lo hacías como un trabajo más.
—En mi caso no es un trabajo más, si fuese así, pensaría como un mercenario… y no lo soy.
—Tú y Daniel se prepararon para enfrentar toda clase de peligros, ¿qué los llevó a ello? Podrían ayudar a su país también siendo médicos, hay tantas formas…
—Nasrim, tengo poco tiempo, vine por otra cosa... Te amo, Nasrim.
Ella guardó silencio y sus ojos dejaron de iluminarlo. Miraban las baldosas del suelo. Las comisuras de sus labios también bajaron. Kevin presintió lo peor.
—Te quiero, Kevin, pero no de la misma forma.
—¿Existe acaso otra forma? Di que no me quieres y me iré.
—¡No! No te vayas así. He visto en tus ojos que me amas, y sufro por no corresponderte.
—¿Para qué quedarme? Ya no hay nada de qué hablar, Nasrim. Nada.
—Te daré lo que tú quieras, menos mi corazón —dijo ella de improviso.
—¿A qué te refieres?
—Es la única manera que tengo de pagar por todo ese amor que llevas dentro.
Nasrim se quitó el velo que cubría su cabello, lo desenvolvió y Kevin pudo al fin admirar su cuello terso y largo. Pero ¿qué pretendía? Él no aceptaría sexo de ese modo, si era eso lo que ella estaba dispuesta a regalarle. Nasrim empezó a desabotonarse la larga camisa enseñando sus pechos desnudos. El cuerpo de Nasrim parecía una escultura perfecta y Kevin perdió el control de sus impulsos. Posó sus labios en los de ella, tan ansiados desde hacía tiempo, y por primera vez se deleitó con su aliento de miel. Se apoderó de sus pezones vírgenes, y este solo pensamiento lo enardeció, supo por qué algunos hombres deseaban tanto a las mujeres que jamás habían sido tocadas por ningún otro. Sería el primero en hacerle sentir el deseo, el placer, y entonces, pensó, tal vez ella se enamorase de él. Besó cada centímetro de su cuerpo y la penetró despacio, con delicadeza, porque la amaba y no quería hacerle daño. Nasrim se entregó dócilmente, experimentando placeres que no conocía pero que la hacían sentirse culpable, porque en su mente había otro rostro a quien decía: «Te amo». Sin embargo, las caricias de Kevin, sus dulces palabras al oído, su entrega casi religiosa hicieron que sintiera lo que jamás había experimentado; la confusión invadió su corazón, su alma, su ser.
Kevin la retuvo contra su pecho, todo su instinto protector volcado en Nasrim, en el cuerpo de Nasrim, en el alma de Nasrim, en la vida de Nasrim… Junto a él jamás le sucedería nada malo. Ella y solo ella lo merecía, la amaba. ¡Ah, cuánto la amaba! Fue el mejor orgasmo de su vida. Ya no podría ser de nadie más.
Pero estaba equivocado.
—Pero, entonces… ¿por qué?
—Quería darte algo que nadie más tendría, Kevin. Es mi manera de decirte que también te quiero, pero no podré casarme contigo. Amo a Daniel. Perdóname.
El día se oscureció para Kevin. Todo aquello era una locura, ¿acaso ella estaba jugando con él? ¿Cómo podía hacerle eso? Se contuvo. No dijo nada. Él también se había prestado a ese juego, no quiso, o no pudo, apartar la pasión de la cordura.
Kevin se vistió y ella hizo lo propio. Una pequeña mancha de sangre quedó en el sofá.
—Adiós, Nasrim. Gracias por todo.
Dio vuelta y bajó las escaleras. Se despidió de Mama Farah con un gesto desde lejos. Le dio vergüenza acercarse. Y ella, como si hubiera adivinado, lo miró con tristeza. Kevin se alejó del lugar lo más rápido que pudo, necesitaba huir de allí. Sentía el corazón aprisionado como cuando tuvo que pasar por las pruebas de tortura en las que le faltaba el aire hasta el punto de sentir que iba a morir. Prefería mil veces aquel tormento, y no el pesar y la sensación de soledad y vacío que cargaba a cuestas. ¿Qué le diría a Daniel?
La alta figura de Kevin dibujó una sombra alargada al traspasar la puerta del barracón. Daniel lo miró desde su cama, recostado de espaldas con los brazos cruzados debajo del cuello.
—Me dijeron que fuiste a Peshawar.
—Perdóname, Daniel. Estuve con Nasrim, hicimos el amor.
—Lo sé.
Kevin lo miró, escrutando su rostro.
—¿Lo sabes? ¿Qué sabes?
—Amo a esa mujer más que a nada en el mundo, Kevin, pero tú eres mi mejor amigo y sé que también la amas. Quería que tuvieras algo de ella, lo más preciado, lo único, es todo lo que puedo hacer por ti.
—¡Estás loco, Daniel! ¿Cómo pudiste pedirle que hiciera eso?
—No se lo pedí. Ella lo quiso así, no sé si algún día lo entenderé pero para mí está bien, Kevin, soy tu mejor amigo, te quiero, hermano, y aunque me haya estado muriendo de celos solo lo acepto porque fuiste tú.
—Voy a pedir el retiro.
—Vamos, no es necesario, todo seguirá como antes, los dos juntos…
—No, Daniel, pediré el retiro ahora mismo. Ya nada será igual, te deseo lo mejor, quiero que sean felices, pero deja que yo también lo intente.
Fue la última vez que lo vio.