Capítulo 21

 

 

 

El chófer del consulado metió el pesado equipaje en el maletero del coche; también en los asientos traseros, mientras Ian, como cosa inusual, ocupaba el asiento del copiloto.

—Trajo mucho equipaje, doctor —dijo el chófer.

—Cosas imprescindibles para la escuela, y muchos papeles, ya sabes cómo pesa el papel.

—Sí, doctor. ¿Se alojará en el hotel de siempre?

—Sí.

—¿Desea que lleve las maletas al consulado?

—Tengo que revisar algunos documentos, ya las llevaré yo.

Una vez en la entrada del Pearl Continental, el hombre ayudó a descargar las maletas, el botones las acomodó en la suite, e Ian despidió al chófer.

—Puedo esperar para llevarlo al consulado, doctor.

—No te preocupes, tomaré un taxi. Debo hacer algunas llamadas primero.

—Como usted diga, hasta luego, doctor.

Ian marcó un número. Contestó Nasrim.

—Hola, diles que ya llegué. Los veré en el sitio acordado dentro de cuarenta y cinco minutos.

—¿Todo está bien? —preguntó ella.

—Sí. Todo bien.

—¿Cuándo nos veremos?

—Yo me comunicaré contigo.

—De acuerdo. Hasta luego.

Nasrim colgó. La llamada había sido fría. Más que nunca. Intuía que algo debía estar pasando por la mente de Ian. Lo que hacía era muy arriesgado, pero no era la primera vez.

Arriba, el Sentinel grababa. Vieron a un motociclista llegar a Charsadda y salir minutos después.

Ian dejó pasar el tiempo hasta que abrió la oficina de alquiler de autos y llamó a recepción para que se encargaran del equipaje. El mismo botones volvió a bajar las maletas y las introdujo en el maletero del coche de alquiler. Un hombre vestido a la manera occidental hojeaba una revista sentado en una de las butacas del lobby. No había nadie más. Ian le dio una buena propina al chico de las maletas y salió conduciendo hacia Namak Mandi, un bazar no tan antiguo ni colorido como el Quissa Jawani, pero igual de desordenado. El hombre sentado en la recepción se comunicó con Day.

Ya en la autopista, a la altura de las puertas de Bajori, Ian notó que un vehículo lo seguía, aceleró y rebasó a varios coches, haciendo algunas maniobras arriesgadas, no podía correr el riesgo de que lo atrapasen con esas maletas. De pronto sintió un ruido, miró por el retrovisor y vio que algunos vehículos se habían detenido. Aceleró y se perdió en dirección a Namak Mandi. Al llegar, tocó la bocina tres veces y se abrió un portón, por donde entró. Daba a un callejón techado y cerrado. Ian tomó su cartapacio y salió apenas se detuvo el coche. Reconoció a uno de los guardaespaldas de al-Zawahirí.

El Profesor lo espera.

—Me temo que ahora no lo podré ver. Saquen las maletas del coche y escóndanlas; me siguen. Debo irme ya. ¿Hay alguna otra salida?

—Sí, por aquí —dijo el hombre.

—Dile a El Profesor que todo está ahí. Cuando pueda me comunicaré con él.

Sin darle tiempo a contestar, entró por donde había señalado el hombre. Subió una escalera y se encontró en la azotea, donde un precario puente techado conectaba con una casa a espaldas de esa calle. Ian lo atravesó y sacó del cartapacio un gorro negro y una bufanda,  que usó alrededor del cuello dejando el rostro semioculto. Bajó unas empinadas escaleras que lo llevaron a la calle. Se perdió entre el gentío que ya empezaba a aglomerarse a esa hora y tomó un taxi en dirección al hotel. Se quitó la bufanda y la gorra y los guardó en el cartapacio. El Sentinel había grabado su llegada al local ubicado en Namak Mandi; sus cámaras lo habían seguido desde su llegada al aeropuerto, pero los operadores no notaron que había salido por la parte de atrás en Namak Mandi. También habían grabado a los tres vehículos que salieron de Charsadda.

Profesor, han traído un coche con unas maletas. El hombre se fue, parecía estar en apuros, dijo que lo seguían.

Aymán al-Zawahirí arrugó el entrecejo.

—¿Dónde está Contreras?

—Aquí estoy —dijo él, entrando a la habitación.

—¿Qué sucedió?

—El mensajero se fue y nos dejó un coche con las maletas.

—Cerciórate de que todo esté bien. Después tráeme el cargamento.

—¿Se refiere a…?

—¿Qué sabes de bombas?

—No mucho, la verdad, preferiría que viniese un experto.

—Es el momento para que compruebes qué tanto sabes —replicó El Profesor. Estaba seguro de que Osfur Abyad nunca dejaría nada que pudiera dañar el contenido de las maletas, pero Daniel Contreras le producía un rechazo inexplicable. Si no fuese por Zahir…

Daniel fue al coche y lo examinó por fuera. No había detonadores por debajo ni nada sospechoso, aun así abrió la puerta con mucho cuidado y, al no percibir ningún sonido, entró. Se sentó en el asiento del conductor y revisó tanteando por debajo del volante, los asientos, la guantera, la parte posterior. Nada. Solo dos maletas, una sobre otra en el asiento trasero. Abrió con la llave el maletero muy despacio para ver si se topaba con cualquier alambre, cable o sonido que le indicara que había peligro, antes de levantar la tapa del todo. El sudor le corría por la espalda, tenía la frente empapada y no veía bien por causa de la transpiración que opacaba sus ojos. Pensó en Kevin. Él sin duda sabría qué hacer. De bombas solo recordaba lo que le habían enseñado cuando entrenaba para ser un SEAL, hacía ya unos cuantos años. La puerta del maletero se le escapó y se terminó de abrir porque le sudaban las manos. Instintivamente retrocedió de un salto. No sucedió nada. Ahora debía abrir las maletas. El mismo proceso interminable, y el mismo resultado. No sucedió nada. Solo dinero. Mucho dinero en efectivo, jamás había visto tanto. Era incapaz de calcular la cantidad. Dio orden de llevar las maletas al El Profesor.

—Si Osfur Abyad dijo que lo seguían, no podemos dejar esto aquí. No sabemos cuántos son ni lo que están dispuestos a hacer. Carguen todo y llévenlo a la camioneta. ¡Ya! —ordenó al-Zawhirí—. Y tú, ¿dónde estabas cuando él llegó?

—En la ventana de arriba, verificando la posición de los francotiradores —respondió Daniel.

—¿Y no vieron nada extraño? ¿No vieron quiénes lo seguían?

—Nada. No vimos ningún coche o camioneta sospechosa, no podían ir a pie, si lo seguían tuvo que ser en algún vehículo y no vimos ninguno.

El Profesor hizo una mueca de desagrado. No le gustaba en absoluto la manera de conducirse de Osfur Abyad; no desconfiaba de él, pero le parecía extraño que afirmase que alguien lo seguía sin darles más señas. Debían salir de ese lugar cuanto antes. Subió con cierta dificultad las empinadas escaleras para ir por la misma ruta que había tomado Ian y desembocó en un garaje. Después de completada la carga subió a la camioneta de vidrios oscuros y regresaron a Charsadda. Una oportunidad perdida, caviló al-Zawahirí. Era importante hablar con Ian para afinar los planes, tendría que mandar a por él, cosa que no era para nada conveniente. Él no podía darse el lujo de andar otra vez por ahí, cualquier persona podría reconocerlo y delatarlo, su cabeza valía veinticinco millones de dólares, una fortuna difícil de rechazar.

—Llama a Zahir —ordenó a uno de sus hombres al llegar a Charsadda.

Mientras tanto ingresó a las profundidades del fuerte y se encerró en una habitación con las maletas. Las abrió una por una y esperó a Zahir para que le ayudara a hacer las anotaciones. Tenían dos máquinas contadoras de billetes.

—Zahir no regresó desde que salió con ustedes, Profesor.

—¿Dónde está ese...  Keled Jaume ?

—En su cuarto. Está solo, encerrado —explicó Radi.

—Tráiganlo.

—Sí, señor.

Al-Zawaihrí cerró las maletas. Poco después Keled era despertado por Radi.

El Profesor quiere verte.

Kevin se desperezó. Las ocho horas de sueño profundo le habían sentado bien. Caminó detrás de Radi quien lo llevó al cuarto de seguridad donde estaba al-Zawahirí. Faltando unos metros le llegó a Kevin el intenso olor a papel moneda. Al entrar y ver las maletas cerradas supo lo que había dentro.

—Assalam alaikum.

—Alaikum assalam —le respondió esta vez El Profesor.

—Hablas árabe con fluidez, supongo.

—Sí, señor.

—¿Cómo conociste a Manzur?

—Él me buscó estando en Belmarsh.

—¿Te buscó?

—Creo que lo hace con todo preso nuevo que entra.

—Cuéntame cómo se hicieron tan amigos.

—En una ocasión lo defendí de unos neonazis.

—Ya veo. ¿Dónde está Zahir?

—No lo sé, estuve encerrado.

—¿Acaso te dijo que le debías obediencia ciega? Si así fue, olvídalo. A quien debes obediencia es a mí.

—Por supuesto, señor. Él no me dijo nada, solo dijo que aquí me darían trabajo de guardaespaldas.

—¿Qué tanto estás preparado para sacrificarte? ¿Te dejarías matar por mí?

—Sí, señor.

—¿Te inmolarías por la yihad?

—¿Inmolarme? No comprendo bien, señor —Keled se hizo el tonto.

—¿No has oído hablar de los que se sacrifican a favor de nuestra lucha santa?

—Claro, señor, ahora comprendo, por supuesto que sí. Pero creo que sería un desperdicio, señor, vivo le sirvo más que muerto.

—Sabes que mi cabeza tiene un precio, ¿no?

—Claro que sí, señor, veinticinco millones de dólares americanos. Todos lo saben.

—Por eso debo cuidarme de todos, por eso y mucho más. ¿No te apetecería ganarte ese dinero?

—¿Yo, señor? ¿Y qué haría con tanto?

El profesor soltó una carcajada. El muchacho le parecía gracioso. Zahir entró en ese momento.

—¿Me estabas buscando?

—¿Dónde te habías metido?

—Estuve siguiendo a Osfur Abyad, había mucho dinero en juego como para no cuidarlo. No comprendo por qué no quiso que fuéramos a recogerlo al hotel. Él mismo fue, conduciendo un auto de alquiler, algo demasiado riesgoso.

Al-Zawaihrí le dio una mirada de reconvención.

—Espera afuera, Keled.

—Sí, señor.

—¿Acaso enloqueciste, Zahir? ¿Cómo se te ocurre cambiar los planes? Por culpa tuya se fue, pensó que alguien lo seguía. Yo necesitaba hablar con él.

—No pudimos darle alcance, hubo un accidente a la altura de Bahori producido por él mismo.

—Parece que nuestro pájaro es más listo que ustedes —repuso al-Zawahirí haciendo un ademán de impaciencia. Eso nos ha costado un tiempo valioso.

—Es un problema no poder usar los celulares. Al menos sabemos que está aquí. Daniel no pudo verse con Nasrim, y es importante que lo haga para mantenerlo animado.

—Daniel Contreras es un farsante. Te lo digo, no creo que esté aquí por convicción. Necesito gente absolutamente fiel. Hasta el tal Keled es más confiable que Contreras.

—¿Ahora confías en él?, ¿qué te hizo cambiar de parecer?

—No lo sé… Tampoco es que confíe demasiado, pero me parece un hombre bastante sincero. Siempre dice lo que piensa. ¿Qué tan bien habla inglés?

—Al parecer a la perfección, fue criado en los Estados Unidos por unos padres adoptivos. ¿Por qué?

—Estoy pensando que puede ser nuestro plan B por si a Osfur Abyad le ocurriese algo o al final desistiera del plan. Necesitamos a un hombre que no despierte sospechas y él me parece adecuado. Ninguno de los de aquí podría expresarse en inglés como un americano, llegado el caso.

Zahir quedó cabizbajo. Él tenía otros planes para Keled Jaume.

—Su aspecto dista mucho del de un yankee.

—Como si el presidente de los Estados Unidos fuese rubio y de ojos azules…

 

Ian llegó al hotel y llamó al consulado para que le enviasen al chófer. Las distancias eran cortas, de pocos minutos, no tardaría en estar allí. Debía enviar un par de maletines bastante pesados con folletines y publicidad de las organizaciones benéficas para repartirlos entre los que estaban dispuestos a contribuir a la noble causa que él patrocinaba en Peshawar. El chofer no se inmutó; acostumbrado al cambio de parecer de sus jefes, se dirigió al Pearl Continental y recogió el encargo. El individuo sentado en la recepción vio pasar una vez más al chófer; se limitó a informar, tal como le habían ordenado.

 

A miles de kilómetros de distancia, Charles Day supo que su hombre era Ian Stooskopf. Kevin no estaba enfermo ni necesitaba que su hermano lo cuidara. Ahora todo estaba claro. Era un plan maquiavélico que no lograba desentrañar del todo, acostumbrado como estaba a los problemas geopolíticos, no podía saber que esta vez se internaba en cuestiones que iban mucho más allá, sentimientos que su cerebro no alcanzaba a imaginar, porque los sentimientos no formaban parte de su rutina de trabajo. Solo esperaba que el encuentro entre ambos, que era más que probable que se diera en Peshawar, no terminase en una tragedia en la que los Estados Unidos salieran perdiendo. ¿Qué informar a Brennan? Era más de lo que cualquier cerebro hubiera podido imaginar. Se habían preocupado de cubrir todos los flancos pero no estaban preparados para algo así. No podía ocultarle un detalle tan importante, era crucial. Un enfrentamiento entre hermanos no estaba previsto en ningún manual de instrucciones.

Con el andar pausado, porque las piernas empezaban a pesarle de manera extraordinaria, Charles Day hizo un esfuerzo y se encaminó lo más rápido que sus extremidades podían en esas circunstancias a la oficina de Brennan. Se sentía responsable por la operación; si hubiese investigado más a Kevin, el motivo por el que pidió el retiro… si se le hubiera ocurrido investigar a su hermano… ¿Pero cómo demonios iba a sospechar que el desgraciado era el traidor?

Salió del ascensor casi arrastrando los pies. Entró a la oficina de Brennan sin anunciarse, como cosa inusual, lo que atrajo la atención de John Brennan.

—¿Sucede algo? —preguntó al ver su cara.

—Lo peor. Lo que sospechábamos: Ian Stooskopf es el traidor. Está confirmado.

Brennan se acomodó en el sillón repetidas veces, como si todas las posturas le resultasen incómodas.

—No era que su hermano necesitase cuidados, deseaba mantenerlo vigilado, como si…

—Exacto. Esperaba que en cualquier momento lo fuéramos a necesitar. Eso da un giro extraño a todo. Hasta podría decirse que deseaba que su hermano se viera involucrado para deshacerse de él. Debe tenerlo todo calculado, y quién sabe si a estas horas Kevin ha sido delatado por Ian.

—Me niego a admitir que así sea —respondió Day—. ¿Por qué odiaría tanto a su hermano?

—¿Y si ambos están involucrados? ¿Y si fue un plan bien orquestado entre los dos? ¡Acabemos con todo de una vez! Vamos a detener a Ian Stooskopf. Lo tienes vigilado, supongo.

—Eso es correcto. Pero no sabemos si Kevin está involucrado. Yo lo conozco, él puede ser de todo menos un traidor. En este momento su vida corre peligro, es probable que aún no se hayan visto.

Day llamó al hombre que estaba en el lobby del Pearl Continental.

—Pide refuerzos y arresta a Ian Stooskopf.

—Justo acaba de subir a su habitación, envió algunas cosas en el coche del consulado.

—¿Estás seguro de que está en su habitación?

—Sí, señor.

—Ve, cerciórate. Me quedaré en línea.

El agente esperó el ascensor, marcó el quinto piso y fue a la habitación quinientos cuatro. La estaban aseando. Sospechó lo peor.

—No hay nadie —informó a Day.

—¡Mierda!

—¿No lo tenías vigilado?

—Yo y otros más, señor, pero parece que ha burlado la vigilancia. Señora, ¿usted vio salir al huésped de esta habitación? —preguntó a la camarera que aseaba la habitación.

—Lo vi entrar pero no lo vi salir. Estaba limpiando otro cuarto.

—Pero… ¡qué haces! ¡No pierdas más tiempo y trata de ubicarlo. Da una orden a todos los aeropuertos para que lo detengan, reparte sus fotos entre la policía, los agentes, el consulado y donde se te ocurra.

—¡Maldición! Llamaré al teléfono anotado en la pared del Fruit Market —dijo Day a Brennan.

—¿Y qué ganarás con ello? Ni siquiera sabemos de quién es el teléfono.

—Si él lo anotó para que lo tuviéramos es por algo.

—Está bien. Pero si mañana no sabemos nada de nuestro hombre daré orden para que lancen misiles sobre Charsadda, es el nido donde se esconde al-Zawahirì, estoy seguro.

—Cálmese, jefe. No tenemos pruebas de que él esté allí. Sabemos que Kevin llegó allí y que las camionetas que fueron en dirección a Namak Mandi llevaban a alguien para encontrarse con Ian Stooskopf. Lo primero que haremos será detener a Ian.

—Si es que no se ha escapado ya. ¿Quién es la mujer del velo verde?

—No lo sabemos. Tal vez alguien que Kevin conoció cuando estaba por la zona.

—Demonios… ¿A quién conoce nuestro hombre en Pakistán? ¡No me digas que no lo sabes! Esa no es una respuesta, dame su expediente, alguien debe aparecer a quien no hemos tomado en cuenta.

Day buscó en su maletín la carpeta de Kevin Stooskopf y se la extendió. Brennan la abrió con impaciencia y pasó las hojas hasta llegar al punto que le interesaba. Aquí dice que su padre tiene una tienda en Peshawar.

—En realidad, ya no. La tienda pertenece a la mujer de servicio de… —Day se dio un golpe en la frente—. Tiene que ser ella.

—¿Quién es «ella»?

—La señora Farah.

—¿Estás seguro? ¿No podría ser otra? Aquí dice que tiene dos hijos de edades aproximadas a las de Kevin. Necesito que averigüen cualquier número de teléfono de los miembros de esa familia. Pero ya.

—¿Y si no está a nombre de ellos? —objetó Day.

—Entonces quiere decir que tienen algo que ocultar.

—Creo que mejor llamamos al número que nos dejó en la pared. Estoy seguro de que la mujer es la madre, en la grabación se ve a una mujer de edad. Si él nos dejó por medio de ella ese teléfono es porque dado el caso necesitaríamos comunicarnos con ella.

Day empezó a marcar el número. No había vuelta atrás.

Capítulo 22

 

 

Para una persona acostumbrada a vivir en estado de alerta es relativamente fácil detectar si algo no es normal. Es lo que a Ian le pareció cuando vio por segunda vez al hombre sentado en la recepción tratando de simular que leía con atención una revista. No era normal. ¿Por qué alguien se sentaría en el lobby de un hotel tanto tiempo? Era claro que lo tenían vigilado, y después de lo ocurrido en la autopista no le quedaban más dudas. Si lo habían descubierto tenía que salir lo más pronto posible de allí, no esperaría a que lo detuvieran.

—Lleve las dos maletas al consulado y entréguelas a la señora Miller. Yo debo hacer algunas compras, dígale que me comunicaré con ella. —Le alargó un billete verde.

—Como diga, doctor —dijo el chófer, satisfecho.

De inmediato Ian regresó al interior del hotel y volvió a pasar por el lobby. El hombre esta vez estaba cerca de la salida, al verlo se volvió con disimulo y se sentó. Siguió leyendo la revista. Para Ian fue suficiente. Entró al ascensor y al salir en su piso se topó con una camarera que empujaba un contenedor rodante con sábanas usadas. Salió sin prestar atención a su gesto de extrañeza y fue directamente a su habitación, guardó lo estrictamente necesario dentro de maletín y volvió a salir, esta vez llevaba un gorro negro que cubría íntegramente su cabello claro y un par de anteojos ahumados completaban su nuevo atuendo. Entró al ascensor de servicio que había visto usar a la camarera y salió por la cocina, un portón que daba junto a unos enormes contenedores de basura. Caminó rápidamente, paró un taxi y fue directo al aeropuerto. Debía salir de Pakistán cuanto antes, haría uso de uno de sus varios pasaportes absolutamente legales. Escogió uno de nacionalidad francesa; se desenvolvía bien en ese idioma. Encontró un vuelo a Dubai. Una vez allí tomaría otro para los Estados Unidos, el lugar donde menos lo buscarían. Estaba seguro de que si no detectaban su salida pensarían que seguía en Pakistán.

Mientras esperaba el vuelo llamó a Nasrim desde un teléfono prestado.

—Querida, he sido detectado, hay un hombre apostado en el hotel y estoy seguro de que no es de los nuestros. Estoy saliendo de Pakistán. Dile a nuestro amigo que cumpliré lo acordado, voy a regresar a mi país; que el plan sigue adelante y, muy importante: estoy seguro de que mi hermano está entre ellos. Diles que verifiquen a cualquier sujeto nuevo que haga contacto con ellos, dales las señas de Kevin.

—Supongo que no te volveré a ver… Quiero ir a América.

—No digas tonterías, ¡qué harías tú allá…! Me temo que no volveremos a vernos, quiero que sepas que siempre te tuve mucho aprecio, recuérdalo.

—Es horrible despedirnos así, déjame ir al aeropuerto, al menos.

—Correría peligro, además, no estoy en un aeropuerto —mintió—. En este momento ya deben haber dado aviso. Es mejor que no sigamos hablando, cariño, te tendré presente hasta el último momento de mi vida.

Nasrim quiso responderle, decirle que lo amaba, pero ya Ian no la escuchaba. Él tenía otras urgencias.

Seguidamente se comunicó con Abdulah Baryala.

—Estoy saliendo para Dubai, las cosas se complicaron. Debo hablar contigo.

—Justo estoy en Dubai. Te espero.

Entregó el teléfono a un muchacho joven, junto con varios billetes pakistaníes. Fue camino a su vuelo, el último que salía hacia Dubai.

Ese día Nasrim no pudo concentrarse en la reunión de profesores que había convocado, tampoco asistió al ensayo de los alumnos de cuarto año como había prometido. Sentía que le habían arrancado una parte de su vida. Siempre había guardado la esperanza de que algún día Ian la llevaría con ella, pero ahora tenía la certeza de que él tenía otro plan, uno que jamás se lo había dicho con claridad pero que con palabras veladas le había dado a entender.

 

Zahir se fijó en la pequeña pantalla del móvil. Reconoció el número. Una alarma se encendió en su cerebro. Hizo una seña a El Profesor y contestó.

—Hola.

—Tenemos un problema. El amigo está saliendo del país ahora, lo están siguiendo —dijo Nasrim.

—Dile que no se preocupe que éramos nosotros quienes lo estábamos siguiendo.

—¿Dejaron ustedes a un hombre en el lobby del hotel? —preguntó ella.

—No.

—Entonces sí lo detectaron, como él dijo. No creo que se equivoque, en estos momentos debe estar lejos. Dígale a El Profesor que los planes siguen como acordaron, que regresa a su país.

Nasrim sintió que se le quebraba la voz.

Zahir se dio cuenta pero no dijo nada.

—Daniel Contreras irá a tu casa hoy por la tarde.

—No deseo verlo.

—Lo tendrás que recibir, y espero que te comportes bien con él.

Ella colgó. No le dijo lo que Ian le advirtió acerca de Kevin porque el odio que empezaba a fermentar en su interior crecía de manera irracional, sencillamente le importaba poco todo lo que ocurriera con al-Qaeda y el resto del mundo de ahí en adelante. Era consciente de que había sido usada de una manera vil. Ian siempre la utilizó y, a través de ella, a Daniel y a Kevin.

Zahir fue al encuentro de Daniel.

—Tienes libre la tarde para ir a ver a Nasrim —soltó sin más preámbulo.

—Vaya, pensé que el asunto estaba olvidado.

—Nunca olvido mis promesas, Daniel —dijo Zahir mirándolo fijamente—. Espero que tampoco olvides las tuyas.

—Por eso hago pocas promesas, Zahir.

Zahir asintió lentamente varias veces, como si tratara de asimilar sus palabras. Pensó en Keled Jaume. Pensó en todo lo que tenía en mente en esos días y si de alguna manera el percance con Osfur Abyad lo cambiaría todo.

—Toma. Llévate la camioneta y aprovecha para llenar el tanque. —Le dio las llaves y unos billetes—. Tu misión es averiguar hacia dónde fue Osfur Abyad.

—¿El norteamericano que estuvo aquí? ¿Y cómo podría saberlo Nasrim?

—Lo sabe, solo pregúntale y tráeme respuestas.

—¿Y quién es? Nunca lo supe.

—Ya te enterarás.

El gesto casi imperceptible que Daniel hizo con los hombros, Zahir lo tomó como aprobatorio. Después de todo quizá se diera cuenta de que era mejor no saber demasiado, pensó. Al regresar junto a El Profesor lo encontró con Keled Jaume. Cuando lo vio vestido como el resto de los guardaespaldas, con una izaba negra fuertemente enrollada alrededor de la frente y traje de campaña con chaleco de lona de muchos bolsillos, supo que había sido aceptado.

Permanecía imperturbable al lado de El Profesor como si toda la vida hubiese sido su guardaespaldas. Y Kevin, si de algo estaba seguro, era de que su olfato lo había situado en el lugar en que se encontraba. En esos momentos no debía pensar como Kevin Stooskopf. Debía pensar, sentir y hablar como Keled Jaume, pero al mismo tiempo desdoblar su personalidad para centrarse en el verdadero objetivo de su misión: Daniel Contreras. Lo tenía ubicado, solo debía encontrar el momento para hablar con él a solas, pero parecía que cada vez que tenían la oportunidad él desaparecía por un motivo u otro.

—¿Qué sabes de bombas, Keled? —preguntó El profesor.

—Que explotan.

Al-zawaihirí lanzó una carcajada. Le causaba gracia la manera ingenua como Keled soltaba las respuestas.

—¿Nunca has manipulado alguna?

—No, señor. He visto de lejos cómo los desactivadores  hacían explotar bombas en los campos de Afganistán, cuando estaba con la ONU. También las granadas.

—Esos son juegos de niños. Aquí tenemos a gente que de verdad sabe de bombas.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó Zahir.

—Algo muy interesante —masculló El profesor—. Quiero que me informes de lo que Contreras averigüe hoy —dijo seguidamente.

—Por supuesto, lo envié con esa intención.

Kevin escuchaba absorbiendo todo como una esponja. ¿Adónde enviaron a Daniel? ¿Qué debía averiguar? ¿Y de quién?

—Desconfío de las mujeres.

—Creo que ella nos ha dado suficientes muestras de lealtad, Ayman. Lo que me preocupa es lo que Osfur Abyad vaya a hacer y si cumplirá su palabra.

—Ya ves. Confías en una mujer, pero no confías en nuestro aliado.

—Bueno, no es que desconfíe, temo que no pueda lograrlo porque ya lo han detectado.

—Se las arreglará, ya lo verás, es el mejor alumno que he tenido.

Kevin parecía ensimismado en el pequeño Corán que tenía en las manos, pero sus oídos captaban todo. Finalmente escuchaba algo que tenía sentido para él: Osfur Abyad. ¿Y quién sería la mujer?

—¿Qué estás leyendo, Keled? Recítame lo que acabas de leer —ordenó al-Zawahirí.

—«Si dudáis de lo que le hemos revelado a Nuestro siervo traed una sura similar, y recurrid para ello a quienes tomáis por salvadores en lugar de Alá, si es que decís la verdad».

—¿Sabes lo que significa?, ¿o solo memorizas lo que lees?

—Cuando el profeta Muhammad recitó el Corán, los hombres se conmovieron por su tono sublime y su extraordinaria belleza, señor, pero sabían que él era incapaz de leer o escribir, así que pusieron en duda que el Corán fuera la palabra de Alá. Entonces Alá los desafió a producir un texto que pudiera rivalizar con el suyo, y esas fueron sus palabras.

—Vaya… ¿dónde aprendiste teología islámica?

—No he estudiado teología islámica, solo me he informado, me gusta leer.

—Bien, bien… Ve afuera, debo hablar con Zahir.

—Espero que estés convencido de que Keled es un hombre piadoso —dijo Zahir.

—Me parece que lo es. Eso no está en duda, de quien desconfío es del traidor de Daniel Contreras. Ya cumplió su cometido enviando información para que sea escuchada por los gringos. Fue una idea de Osfur Abyad que nunca comprenderé. Estoy seguro de que puso en alerta a toda la CIA y demás agencias.

—Dijo que sería un buen plan porque atraería la atención sobre al-Qaeda.

—Y sobre él mismo, por lo que veo. Si no, ¿cómo es que lo detectaron?

—A veces no comprendo su forma de actuar, pero no vas a negar que siempre tiene razón, ha resultado ser muy efectivo.

—¿Tienes algo planeado para Contreras?

—Será un «hombre-bomba».

—¿Dónde?

—En la embajada norteamericana. Para algo nos ha de servir.

—Recuerda que es el nexo con Nasrim.

—Cualquier otro puede servir. Incluso Keled Jaume.

—Tenemos muchos hombres, ¿por qué tendría que ser él?

—Tiene algo que inspira confianza. Con las mujeres hay que ser cuidadosos.

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