Capítulo 18
Después de pasar por la aduana, Joanna tuvo la sensación de entrar en un mundo caótico. El aeropuerto internacional Simón Bolívar, más conocido como Maiquetía, tenía un serio problema con el retraso en la entrega de los equipajes, la gente se quejaba diciendo que nada funcionaba bien en ese país. Por deducción, instinto y por haber solo dos vuelos, dedujo cuál era la cinta transportadora que le correspondía. Nadie supo darle información, todo el mundo andaba desorientado. Una vez con la maleta en su poder, atravesó sin problemas el lobby donde se abigarraban las personas que esperaban a los recién llegados.
Tomó un taxi de una empresa de transportes —lo primero que escuchó decir en el avión, cuando alguien hablaba de la inseguridad que reinaba en ese país: «Coger un taxi pirata es peligroso. Deben tomar los que están identificados, preferiblemente de la empresa Taxitour. También deben quitarse los relojes cuando caminen por la calle y eviten exhibir cualquier adorno de oro»—. Había varios de ellos haciendo fila y tomó el primero. Le dio la dirección. La casa de Mirna quedaba en Prados de Este. La conoció en Lima y se había hospedado en su apartamento por un tiempo. Era una mujer joven que vivía sola y trabajaba en una empresa de telecomunicaciones o algo así. Según le había dicho, ocupaba un cargo importante. Pidió prestado el móvil del chófer y la llamó.
—¿Mirna? Soy Joanna Martínez.
—¡Joanna, qué sorpresa!
—Estoy en Caracas, pensaba pasar por tu casa.
—Por supuesto, ¿tienes la dirección?
—Sí, estoy en un taxi llegaré en… —Joana miró al chofer.
—Dígale que en un par de horas —dijo él mirándola a través del retrovisor.
—…un par de horas.
—Te espero, amiga, nos vemos entonces.
La autopista hacia Caracas siempre le había parecido pintoresca, pero esta vez su impresión era diferente. Se veía el deterioro en todo, tanto en la vía como en los túneles y la pobreza circundante. Sobre las colinas se amontonaban las luces de los ranchos y grandes carteles iluminados con la imagen de los líderes revolucionarios flanqueaban de vez en cuando los lados de la autopista. En medio del tráfico infernal, comprendió por qué el chófer dijo dos horas. El viaje se podría hacer tranquilamente en treinta y cinco minutos. Pero Caracas no era nada tranquila a las siete de la noche.
—Creo que tardaremos más —dijo el chófer—. Debe haber una manifestación en algún lado porque el tránsito no avanza.
Joanna prefirió no decir nada. Se armó de paciencia e hizo lo único que podía: esperar. La radio anunciaba que había varios detenidos en los alrededores de la Plaza Altamira, jóvenes que incitaban al desorden y a las «guarimbas». Ella había leído algo de eso en Internet pero no se había preocupado, pues no estaba en sus planes ir a Venezuela, y en ese momento se encontraba en medio de una autopista tapizada de coches que avanzaban a paso de tortuga. Unos cuantos descansaban en el arcén mostrando el motor con el capó abierto. Joanna esperaba que el taxi no sufriera ningún percance. Sería lo último que podría pasarle ese día.
Kevin apareció en su mente, no podía dejar de pensar en él, en su forma de mirarla como si siempre estuviera estudiándola. Al comienzo le había parecido que la admiraba, pero era algo más, no se limitaba a admirarla como cualquier otro hombre hubiera hecho, él era observador. Absolutamente metódico, se levantaba de madrugada e iba a trotar monte arriba cargando un machete. Las trochas en la montaña eran angostas y siempre había peligro de toparse con alguna culebra. A ambos lados, el cafetal crecía favorecido por el clima y la lluvia de esa zona privilegiada.
Él no sabía nada acerca de plantar café, pero el alemán al que le compró la finca le dio instrucciones precisas, lo demás sabían hacerlo los peones, unos campas fornidos que trabajaban en silencio y que de vez en cuando aparecían con carne fresca de pecari.
«Tenga, patrón», le decían. Ella nunca había visto uno vivo hasta que se topó con él en pleno monte. Similares a los cerdos, tenían una trompa alargada y no eran tan gordos como aquellos; algunos los criaban en corrales, pero según el campa Manuel los mejores eran los sajinos salvajes. Un día quiso ir a trotar con Kevin y después de treinta metros de cuesta zigzagueante tras él, se dio por vencida. Kevin no parecía sentir cansancio, su cuerpo acostumbrado al ejercicio necesitaba ser sometido a un duro entrenamiento, como él mismo afirmaba, así que corría colina arriba y se perdía en la vegetación abriéndose paso con el machete; la naturaleza en esa zona se reproducía a una velocidad increíble y, según dijera el alemán, solo bastaba arrojar unas semillas de naranja para que creciera un árbol, así de rica era la tierra, a pesar de las lluvias torrenciales. Al lado de la casa corría un riachuelo cristalino que desembocaba en el río Satipo. También tenían una pequeña plantación de cacao, siempre monte arriba. El pueblo estaba rodeado de empinadas colinas verdes, ríos, cascadas y paisajes exuberantes. Kevin le había dicho que era un paraíso, y estaba satisfecho con la compra. Ella al comienzo no estuvo muy de acuerdo pero se acomodó a la situación y al cabo de cuatro meses ya no extrañaba la ciudad. Le bastaba la presencia de Kevin.
Tres horas y diez minutos después de haber salido del aeropuerto se encontraba frente a la casa de Mirna. Después de dejar al chófer feliz por pagarle en dólares ya que no llevaba moneda venezolana, tocó la puerta de la quinta “La Avileña”. Mirna la abrazó con la calidez propia de los caribeños, al ver la maleta comprendió la situación; cargando con ella subieron al primer piso.
—Este será tu dormitorio, tiene baño, y puedes dormir las horas que quieras, mi casa es tu casa, Joanna.
—Gracias, Mirna, no sabes cuánto te lo agradezco, estoy pasando por un pequeño problema y se me ocurrió venir a Venezuela.
—¿Problemas amorosos? ¿Económicos? ¿Con la justicia?
—Más o menos, amiga, creo que me he metido en un buen lío. Y también estoy enamorada.
—¿En serio? Amiga, ¡qué maravilla!, no dejes pasar el amor, es lo mejor que podría ocurrirte.
—Todo es mucho más complicado.
—¿Acaso tuviste problemas con los chicos de…?
—Sí. Un lío bien gordo, tuve que denunciarlos, de lo contrario hoy estaría en alguna cárcel en Estados Unidos.
—¿Ahora eres colaboradora de la DEA? —preguntó Mirna incrédula.
—Sí, y no es cosa de risa. Me obligaron. Tengo mucho que contarte, por ahora necesito un sitio seguro donde quedarme un tiempo, espero que no te incomode mi presencia.
—¡No!, ¡yo estoy feliz de tenerte aquí! Pero recuerda que te dije que debías salirte a tiempo de aquello.
—Estaba a punto de hacerlo, iba a ser mi último viaje, pero me agarraron en Los Ángeles. Me salvé por un pelo, como dicen por aquí.
—Aquí estarás bien. Nadie se mete con el cártel venezolano, son muy fuertes, tienen toda la fuerza del gobierno.
Joanna la miró con asombro.
—¿Qué dices?
—No te extrañe, se corre la voz de que hay un cartel llamado «Los Soles», adivina por qué.
—Lo imagino.
—Exacto.
—Bueno, siempre se ha sospechado que Venezuela y las FARC tenían vinculaciones con el narcotráfico, no era un secreto para nadie.
—Pero aquí la gente se hace la sorda, ciega y muda. Eso te favorece, no creo que los narcos del Perú vengan aquí a buscar a alguien como tú que solo hacía favores de vez en cuando.
—No se trata de eso, yo di nombres y apellidos de gente de allá y de Estados Unidos. El hombre de la DEA que me amenazó es muy importante.
—Por la DEA no te preocupes. De aquí los sacó Chávez hace años.
—Fue el motivo por el que vine a Venezuela.
—Y estás enamorada. Cuéntame, ¿quién es? ¿También está metido en el asunto?
—No lo creo. Es un norteamericano que estuvo en las fuerzas especiales.
Joanna le contó lo que Mirna deseaba saber, solo lo necesario.
—¿Y él te quiere? —preguntó Mirna, más interesada en la parte romántica que en cualquier problema de otra índole.
—Creo que sí.
—Ese «creo» me suena a duda. ¿Están enamorados o no?
—Lo estamos. Estoy segura.
—Llámalo y díselo. Yo lo haría, el hombre tiene que saberlo.
—No sé adónde llamarlo. Él me llamará cuando pueda, en eso quedamos, tiene mi número.
—Ojalá se acuerde y te llame. Cuando los hombres salen huyendo así…
—Él no salió huyendo, vino un hombre a buscarlo y él dijo que era su deber ir.
—Hum, eso me suena a militar, o tal vez algún pacto con alguna mafia.
—No me importa.
—¿Cómo se llama?
—Arthur —mintió Joanna instintivamente.
—Debes quererlo mucho para que no te importe. ¿Y si es un asesino en serie?
—Ya me hubiera matado, chica, no inventes.
Ambas rieron a carcajadas con la idea.
—Yo estoy saliendo con un militar.
—¿Estás con el régimen de Maduro?
—Dije que salía con un militar, no con Maduro. Muchos solo se aprovechan de sus prebendas, pero ideológicamente no están con él.
—Da lo mismo. Tremendo favor le hacen a Venezuela.
—Por favor, no me juzgues, a veces no queda otro camino. Al menos en casa no falta lo necesario, empezamos una época de escasez que según mi novio se pondrá peor. Mira, ven.
Mirna la llevó abajo y pasó por la cocina.
—Aquí —señaló una puerta cerrada—. Es donde duerme la mujer de servicio. Hoy es su día libre.
Abrió otra que estaba enfrente y encendió la luz.
A Joanna le pareció estar en una tienda de comestibles. En repisas adosadas a la pared había enormes cantidades de paquetes de azúcar, leche de larga duración, arroz, botellas de aceite, jabones, detergente, papel higiénico y un sinfín de cosas más. Un largo congelador horizontal contenía carnes de todo tipo y también pescado.
—Qué barbaridad. Algo como esto es lo que deberíamos tener en Satipo.
—¿Satipo?
—Es donde vivía con Arthur. Queda en la ceja de selva peruana, teníamos que ir en lancha para comprar comestibles al pueblo.
—Qué romántico…
—Pues sí, fueron los meses más felices de mi vida —dijo Joanna con nostalgia.
—No te preocupes, aquí lo pasarás muy bien. Puedes quedarte el tiempo que quieras, a veces estarás sola, porque me iré con Rengifo en sus viajes; él siempre viaja, es agregado militar de la cancillería.
—¿Y cuándo se casan?
Mirna hizo un gesto de impotencia y sonrió.
—Es casado. Pero a mí eso no me interesa mientras no me falte nada. ¿Sabes una cosa? Prefiero ser «la otra». Me evito cuidar muchachos, llevar la casa, tener que ocuparme de su ropa… Y si no quiero verlo, simplemente no lo veo y no pasa nada. Ya llevamos tres años así, y contentos. Estoy feliz de que estés aquí, de veras, Joanna, sé que Venezuela tiene mala fama por la inseguridad, pero es como la lotería. Hay que tomar precauciones, eso sí, pero el día que te toque morir, te mueres y listo.
—¡Vaya!... ¿Sigues trabajando?
—No. Lo dejé hace dos años, cosas de Rengifo. Él dice que no me hace falta y la verdad es que hace transferencias a mi cuenta cada cierto tiempo. Mucho dinero.
—¿Cuánto es mucho?
—Millones de bolívares. También abrió una cuenta en el exterior a mi nombre, en dólares, pero él es quien la maneja, aunque dice que puedo usarla cuando viaje.
—Tuviste suerte, Mirna, o… ¿no te estará usando como testaferro?
—Ya lo pensé, y por mi cuenta estoy ahorrando también, por si las moscas.
—Bien hecho.
—Te dejo para que descanses, te llamaré para comer,¿okey?
—Tienes razón, estoy muy cansada…
—Tranquila, si veo que estás dormida no te molestaré.
Más que cansada, Joanna estaba emocionalmente agotada. Pensó que un baño refrescaría su ánimo.
Todavía húmeda, envuelta en la toalla se echó en la cama, cerró los ojos y pensó en Kevin. ¿Dónde estaría y por qué se habría ido tan de repente? Lo extrañó como a nadie en mucho tiempo. No le importaba si era un delincuente. Lo amaba y era suficiente para ella. Cuando subió Mirna, ella estaba dormida. Tocó su cabello ligeramente húmedo esparcido alrededor de su rostro. La cubrió con una manta, salió y cerró la puerta. Pobre… pensó. Seguramente estaba metida en algún lío. Nunca comprendió por qué era tan reticente a encontrar un hombre que la mantuviera. Con su belleza sería muy fácil.
Dos meses después Joanna todavía no sabía nada de Kevin, pero seguía aferrada a su palabra. Él había dicho que la llamaría y ella mantenía el celular en espera de que en algún momento diese señales de vida. Rengifo, el amante de Mirna, un hombre de mediana edad, parecía estar muy enamorado y era posible que así fuese. Lo bueno era que no se veían a diario de manera que ellas tenían tiempo para pasarlo juntas, ir al club, al cine o a reunirse con algunas amigas. Rengifo jamás salía con Mirna, excepto cuando iba de viaje comisionado por la cancillería; ella lo acompañaba en calidad de secretaria personal. Así podía pasar la aduana sin las revisiones de rigor al igual que él, que nunca le preguntaba qué había dentro del equipaje.
Estaban en el Centro Comercial Líder cuando sintió vibrar el móvil dentro del bolso y luego un sonido inconfundible llenó sus oídos.
—Hola. Soy yo.
Las palabras empezaron a salirle a borbotones mientras buscaba un rincón donde poder hablar lejos del ruido. Le hizo una seña con la mano a Mirna para que se quedara donde estaba y en medio de su confusión le dijo toda la verdad a Kevin. Cuando él colgó, lo único que Joanna tenía en mente de todo lo que él había dicho era: «Te quiero».
Te amo, Kevin, te amo… dijo para sí Joanna.