Capítulo 6

 

 

 

Una vez en el aeropuerto Jorge Chávez, Joanna quiso despedirse de Kevin en la sección internacional, y fue tanta su insistencia que él aceptó.

—Pensé que irías a Estados Unidos —dijo mirando el tablero de los vuelos de salida.

—Primero iré a Londres, hay nuevas tácticas que debo aprender en un curso rápido. Luego volveré a América y entrenaré a la gente —explicó Kevin caminando a grandes zancadas en dirección al hall central para realizar el proceso de pre-embarque, mientras Joanna corría detrás de él. Tenía el tiempo justo. La última llamada de su vuelo se anunciaba por los altavoces.

—Te extrañaré —dijo Joanna—. Toma, por favor, llámame a este número, es privado. Nadie más lo tiene. Por favor, no dejes de hacerlo, por favor…

—También yo te extrañaré, amor, espérame.

La besó en los labios, la miró unos segundos con intensidad y dio vuelta agitando la nota antes de guardarla en un bolsillo mientras Joanna murmuraba: «Lo haré». Ella lo vio perderse tras la mampara de separación y buscó de mala gana en su bolso el móvil satelital.

—¿Tienes noticias? —preguntó Ian.

—Kevin acaba de partir para Londres. El hombre que lo fue a ver ayer ya tenía comprado el pasaje. Dijo que debía ir por un curso rápido de aprendizaje y regresar a Estados Unidos para entrenar a un grupo.

—¿Cómo se llamaba el que fue a verlo?

—No lo sé, ya te lo dije ayer. No mencionaron ningún nombre.

Ian guardó silencio.  Si lo hubiesen hecho, seguro habrían dado un nombre falso, pensó.

—¿A qué hora llegará a Londres? ¿Sabes qué vuelo es?

—Vuelo 1080. Llegará a Heathrow a las 18:20 mañana.

—Está bien. ¿Te dijo si mantendría contacto?

—Parece que no hablaremos en todo el tiempo que esté fuera.

—¿Cuánto tiempo?

—No me dio un tiempo determinado.

—¿Algo más que debas decirme? ¿Cómo era el hombre que fue a verlo?

—Bajo y delgado. Vestía un chaleco de cazador. Ojos marrones, pelo castaño…

—Te voy a pasar varias fotos y me dirás si reconoces a alguno —sugirió Ian con impaciencia.

—Está bien.

Joanna llegó hasta el café Washca, se sentó y pidió agua mineral. Minutos después sintió el zumbido del teléfono. Vio una a una las fotos y reconoció a Charles Day. Era el cuarto.

—Es el número siete —dijo.

—Joanna, no me hagas perder el tiempo y señala de una maldita vez quién fue a verlo. Ese no puede ser. Es mi secretario.

A ella casi se le detuvo el corazón. Nunca lo hubiera imaginado.

—Pues será mejor que empieces a investigarlo y le preguntes dónde estuvo ayer, porque yo lo vi aquí.

Ian se quedó unos momentos en silencio, la respuesta lo confundió brevemente.

—Mira bien las fotos, Joanna, tómate tu tiempo.

—Espera. Las agrandaré. Es el cinco. Estoy segura —dijo al cabo de unos momentos. Esperaba que no notase el temblor en su voz.

—¿Estás segura?

—Sí. Es un poco parecido al otro, ten en cuenta que solo lo vi un momento, casi todo el tiempo estuvieron en la puerta, además traía una vincha en la frente.

—¿Qué es una vincha?

—Una badana, una cinta de tela como las que usan algunos tenistas. Satipo es muy caliente, seguro la usaba para recoger el sudor.

—¿Me estás diciendo la verdad? Sabes que de todos modos me enteraré si me estás mintiendo.

—¿Por qué habría de mentirte? No soy una demente, Robert.

—Bien, Joanna. Tu trabajo ha terminado. Espera una llamada mía. Ah… Te haré una transferencia a tu cuenta.

—¿Podré entrar a tu país?

—Eso dependerá de ti. Si no vuelves a las andadas veré que lo permitan.

—Te lo prometo, Robert, ya no volveré a hacerlo. Lo juro.

—Veremos. El tiempo dirá.

—Ese no fue el trato, Robert. Dijiste que podría quedarme en los Estados Unidos, aquí estoy en peligro, ¿acaso crees que no se corrió la voz? Lo más seguro es que me estén buscando. Mientras estuve con Kevin me sentí protegida, ahora él no está. Tienes que hacer algo, por favor, utiliza tus contactos.

—Te haré una transferencia, Joanna —dijo Ian con fastidio.

—Pero habías prometido darme la ciudadanía, yo colaboré con ustedes, no pueden negarme la entrada.

—Me comunicaré contigo. —Y colgó.

—¡Maldito! —dijo ella mirando el móvil.

Arrastró su equipaje a lo largo del hall central. Debía esconderse en algún lugar, no podía regresar a Lima. La imagen de Robert la había acompañado durante esos meses y no precisamente para confortarla. La única noche que estuvo con él pudo conocer la clase de hombre que era. Frío, calculador y extraño. Muy extraño. Más que los narcos. Y el maldito le había jugado sucio. Que se pudra, se dijo. Veamos qué hace con el número cinco.

Joanna, como la mayoría de las mujeres sabía cuándo un hombre sólo quería aprovecharse, y esa sensación la tuvo cuando conoció a Robert. Lo contrario ocurrió con Kevin. Desde que lo vio, aunque no pudo precisar por qué, supo que era un buen hombre.  Admiraba su seguridad, su manera de enfrentar y solucionar los problemas y su forma de tratarla. No había querido aceptarlo, pero se había enamorado. No porque él representara una especie de tabla de salvación o la solución a sus problemas, sino porque durante su convivencia había surgido en ella un sentimiento que iba más allá de la atracción física. No sabía a ciencia cierta si era un delincuente y por eso a Robert Taylor le interesaba. No le importaba, estaba dispuesta a arriesgarse por él si fuese necesario. Se recriminaba por no haberle dicho la verdad a Kevin, pero si le hubiese contado… Tampoco él puso mucha confianza en ella. Presentía que había cosas importantes que le ocultaba. Tenía la sospecha de que se ausentaba por una razón oscura, pero aceptaría lo que fuera viniendo de él. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? No podía regresar a la casa de Satipo porque Robert sabría dónde encontrarla, y cuando se enterase de que había mentido la buscaría y quién sabe qué haría con ella. Recorrió las taquillas de las aerolíneas y encontró un vuelo directo a Venezuela. Buen sitio para quedarse, sobre todo para quien lleva dólares.

En las dos horas que faltaban para su vuelo trató de organizarse. Verificó el estado de su cuenta corriente y vio con sorpresa que el desgraciado de Robert había cumplido su palabra al pagar por sus servicios. Cuatro mil dólares transferidos justo hacía unos minutos. Habría supuesto que así se quedaría tranquila, pensó. De inmediato hizo una transferencia al Scotiabank de Costa Rica. Si algo había aprendido de los chicos traficantes era a resguardar su dinero. A esas alturas ya Robert Taylor sabría que el hombre de la foto no era quien ella había visto en Satipo. Le pareció extraño que le hubiera pagado, pero ¿pensaría él que con esa cantidad se podía abrir un restaurante? Sacó una buena cantidad de dólares de uno de los cajeros automáticos del aeropuerto y fue a registrarse en su vuelo.

Conservaría el celular cargado por si algún día llamaba Kevin —los narcos le habían enseñado que siempre era bueno tener un teléfono desechable a nombre de otra persona—, y se deshizo del satelital de Ian. La próxima vez que hablase con Kevin le contaría todo.

El rastreador
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