Capítulo 13
En un rincón en penumbra, como casi todo el restaurante del chino Lu, Charles Day aguardaba a Joe. Anochecía, prefería esa hora para que no tuviera el pretexto de volver al trabajo. En el local, bastante más concurrido que la vez anterior, probablemente por ser día viernes, se unían las voces de los comensales con el característico chillido de las cantantes chinas que aparecían en las pantallas situadas en puntos estratégicos. Justo se veía una en la esquina frente a él. Se le antojó comer tallarines de arroz con pato agridulce; lo ordenó, y también una Coca Cola. Cuando vio llegar a Joe, tenía los tallarines colgando de los palillos camino a la boca.
—Hola, brother, ¿puedo pedir lo mismo?
—Claro, lo que quieras.
Joe pidió además una cerveza.
—¿Qué averiguaste?
—El asunto es un poco raro. El expediente de Joanna Martínez Fernandini es bastante parco. Te lo copié. —Le extendió unas hojas.
Lo primero que hizo Day fue mirar la foto. Era ella, no cabía duda. Había múltiples entradas y salidas del país, todas de pocos días, solo un par eran de más de una semana. Más o menos lo mismo que figuraba en el informe que él tenía. La última entrada coincidía con el viaje de Kevin a Perú. Debía corroborarlo con algunos datos que guardaba. El expediente tenía un sello de prohibición de entrada a los Estados Unidos. No obstante había una nota que ponía: «Informante - Agente Encubierta».
—¿Qué averiguaste de Robert Taylor?
—Aquí sí que existe algo muy extraño. Parece que es un contacto de la DEA pero no trabaja directamente con ellos y el nombre no es real. No existe en el sistema. En ningún sistema. No hay entradas ni salidas del país con ese nombre. Lo averigüé incluso con la NSA y hay dos, pero uno es un anciano de ochenta y dos años y el otro es un enfermo mental que está recluido en un sanatorio. De manera que debe de ser un alias. Sin embargo hay algo que creo que te podría interesar —dijo Joe mostrando una fila de dientes contrastantes con el color de su rostro, que rezumaba satisfacción.
—¡Dime ya! —apuró Day.
—Una mujer que trabaja en el Servicio Exterior vio al hombre que decía llamarse Robert Taylor el día que arrestaron a la tal Joanna. Ella se encontraba en el aeropuerto y le pareció raro verlo ahí en ese asunto.
—¡Vaya! ¿Y cómo es que esa mujer conocía al tal Taylor? ¿Trabajan juntos?
—No precisamente —aclaró Joe distendiendo la frente como cuando los caballos se disponen a relinchar.
Day esperaba impaciente. Había dejado de sorber los tallarines mientras el otro esperaba alguna señal para seguir hablando.
—¿Lo vas a soltar o no?
—Sabes que tengo contactos en todos los niveles. En este caso se trata de una persona muy especial.
—¿Una novia de él?
—¡No!
—Una secretaria…
—¡No!
—Pues dilo de una vez, hombre, no juegues más a la adivinanza.
—Es una mujer que hace la limpieza en la Oficina de Seguridad Diplomática, en la propia 2201 de la calle C. El edificio Harry S. Truman, ni más ni menos.
—Es la sede del Departamento de Estado. ¿Es ahí donde trabaja el tipo? ¿Cuál es su cargo?
—Bueno, esa información no la tengo, ella no me la supo dar. Verás… es pariente mía, yo la recomendé como persona confiable, ya sabes que no dejan entrar así como así a nadie en los organismos de ese nivel. Pero ella sólo limpia, nada más, en el turno de las tardes…
—Pero podrá averiguarlo, ¿no? Es prioritario. Una cuestión de seguridad nacional, Joe.
—Ya lo sé, pero no puedo exponerla a ningún peligro, necesita su empleo y tiene que mantener a tres hijos porque el marido la dejó.
—Lo único que debe hacer es fijarse en qué oficina trabaja y qué cargo ocupa, cuál es su verdadero nombre, no es mucho pedir. Pero no debe preguntar, nadie debe saber que estamos investigando a Robert Taylor porque podría peligrar la operación.
—¿La operación? —El blanco de los ojos de Joe se agrandó—. No me digas que estamos en una operación secreta. Amigo, ese no fue el trato.
—Tranquilo, es la costumbre de hablar en esos términos. Tú solo dile a tu parienta que haga lo que te he dicho. Será muy bien recompensada. Y que no anote nada.
—Difícilmente podría anotar algo. No sabe leer. Es una mujer de cincuenta y tantos años que por primera vez tiene un buen empleo…, no vayas a echarlo a perder ahora… Mejor no la hubiera nombrado.
—Joe, no puedo explicarte, pero debes saber que esto es importante, demasiado, ¿comprendes? Solo hazlo. Díselo, por favor. También para ti habrá recompensa, te lo garantizo. Ahora, dime, ¿cómo es que tu parienta se enteró de que andabas tras la pista de Robert Taylor?
Joe torció el gesto.
—Bueno, estaba yo anoche en casa revisando estos papeles que te traje cuando caí en la cuenta de que ella trabajaba para la DSS. Solo por no dejar pasar el asunto le pregunté si alguna vez había visto a la mujer de la foto. Y si algo tiene mi tía es que no sabrá leer pero, si ve un rostro, lo recuerda aunque esté disfrazado. Así surgió la conversación. Me dijo que la mujer parecía tener alguna relación con un hombre que trabajaba donde ella hace el aseo, porque los había visto irse del aeropuerto en el mismo taxi. Mi tía estaba un poco molesta porque ese día se acercó a él para saludarlo y el hombre no le prestó atención.
Charles Day finalmente sonreía. Si algo había aprendido en la vida era que la información podía llegar por los caminos más insospechados. Lo único que tenía que hacer era esperar a que la tía de Joe les diera la información.
—Gracias, Joe. De verdad, estás haciendo un trabajo increíble. ¿Le preguntaste qué aspecto tiene el que dice llamarse Robert Taylor?
—No lo pensé. Estaba más interesado en saber de Joanna.
La sonrisa desapareció gradualmente del rostro de Day.
—Está bien, Joe, pero cuando vuelvas a ver a tu tía le preguntarás, ¿no? Que te diga todo, absolutamente todo lo que recuerda de él. Gracias, hermano.
Pagó la cuenta y salió. Al menos ya tenía una pista que en el mejor de los casos podría llevarlo al que atentaría contra la vida del presidente. Esperaba que Kevin Stooskopf por su lado estuviera tras la de Daniel, quien con seguridad sabía mucho más.
Ian Stooskopf trató de comunicarse con Joanna pero fue imposible. En su lugar contestó un hombre hablando español. Y todas las veces que llamó fue así. Supuso que había tirado el teléfono a la basura, lo que quería decir que no deseaba saber nada más de él. Colgó, con un gesto de desdén. Si quisiera podría ubicarla en un dos por tres, lo único que tenía que hacer era comunicarse con la DSS y dar sus datos para que le dijeran cuándo había salido de Lima y hacia dónde. Y fue lo que hizo.
En menos de ocho minutos se enteró de que ella estaba en Venezuela.
—¡Maldición! —gritó sin poder aguantarse.
De todos los países del área tenía que ser ese, en donde era más difícil y complicado obtener alguna colaboración de las autoridades. La DEA había sido expulsada de Venezuela en el 2005 y debido al alto grado de corrupción que existía allí, no se prestarían a informar o localizar a petición del Departamento de Estado a una desconocida a la que a fin de cuentas no se podía acusar de nada. Admiró la astucia de Joanna. Cuando solicitó que revisaran su cuenta corriente, sólo figuraban veinticuatro dólares con unos centavos. Con seguridad tenía otras cuentas con nombres falsos. Los narcos contaban con buenos falsificadores de documentos… Tal vez hubiera sido mejor no prohibirle la entrada al país, así podría tenerla ubicada, pero reconocía que había sido un impulso irracional. A veces su misoginia lo llevaba demasiado lejos. Procuró olvidar a Joanna, no era sino una insignificante pieza dentro de toda la maquinación que urdía en su cabeza. Tampoco era importante saber quién era el maldito número cinco. Estaba seguro de que si Kevin reaparecía en donde tenía previsto que lo haría, sería informado de inmediato. Sonrió satisfecho consigo mismo. Él nunca se había considerado un hombre físicamente fuerte, pero su cerebro suplía con creces esa carencia. Pensó en Kevin y en Daniel Contreras con desprecio. Hasta con cierta lástima. Los inteligentes planeaban las guerras, los soldados eran carne de cañón, eso estaba claro, y si todo salía como lo había planeado se desharía de ellos limpiamente.
Las entidades gubernamentales como el Servicio de Seguridad Diplomática (DSS), el Departamento de Estado, la CIA o la Casa Blanca tienen sus propios cuerpos de limpieza y mantenimiento, no contratan empresas externas. Las personas que trabajan allí son previamente investigadas y para ello existe una dirección que rinde cuentas directamente a la oficina de Recursos Humanos. Para obtener el trabajo de asistente de limpieza en la DSS, la tía de Joe había necesitado, además, una recomendación de su sobrino, como empleado en el Departamento de Archivos de la oficina adscrita a la DEA en Inmigración, donde llevaba siete años, los suficientes para inspirar confianza. Su hoja de servicios estaba limpia y, aparte de algunos permisos por enfermedad, era un empleado eficiente y cumplido. La tía Eleanor obtuvo el trabajo después de pasar por muchas preguntas de rutina y su analfabetismo en realidad no fue obstáculo para conseguirlo. A veces las preferían así para evitar que tuvieran acceso a información confidencial.
Ella se hacía cargo del turno de la tarde. Debía entrar a cada una de las seis oficinas que le correspondían a vaciar las papeleras, quitar el polvo de los escritorios, aspirar los pisos y las cortinas, verificar que la cafetera quedase limpia; había una en cada piso, en un pequeño cuarto con un horno de microondas y una nevera. Se encargaba de que siempre hubiera café, endulzante, crema, vasos desechables suficientes, servilletas y cucharillas plásticas. Algunas personas preferían tomar el café en grandes tazas de cerámica, así que también se ocupaba de que todo aquello quedase limpio y reluciente al final del día. De todos modos la del turno de mañana debía efectuar igualmente la limpieza, porque había gente que trabajaba de noche y tenía tendencia a desordenarlo todo.
—No sé por qué a ese tipo todo le parece mal —comentó Eleanor a la empleada que se encargaba de limpiar la otra parte de la planta.
—¿A quién? —preguntó la mujer, mientras desenchufaba la enorme pulidora de la pared.
—Al que trabaja allí —dijo Eleanor, señalando una de las oficinas con su largo y oscuro brazo.
—¿El señor Ian Stooskopf? No le hagas caso. Es así con todos. Creo que también con ellos —dijo, refiriéndose a los otros empleados—. Y eso que no has visto cómo trata a su secretario.
—Me lo encontré en el aeropuerto de Los Ángeles cuando fui a visitar a mi sobrina. Lo saludé y me hizo a un lado.
La mujer rió con fuerza.
—¿Que hiciste qué? ¡Ese no saluda ni a su madre!
—Debe de ser muy importante.
—Algo, sí. Pero yo no le hago caso. Mi trabajo es limpiar el desorden que dejan y lo demás no es de mi incumbencia y eso funciona para mí.
—Lo único bueno de él es que es de los que menos ensucia —agregó Eleanor.
Misión cumplida, dijo para sí. Le excitaba pensar que era una espía, sabía que trabajar para la Central de Inteligencia era estar en contacto con muchos agentes, como esos que se veían por televisión, pero «formar parte de una operación» la hacía sentirse importante. Su sobrino había sido muy claro: «Nadie más debe enterarse». ¿Y cómo rayos se suponía que debía adivinar el nombre de ese individuo? Miró a su compañera y pensó que lo había hecho bien, nada que despertase sospechas. Mejor no lo habría podido hacer, ni en Homeland podrían haber filmado una escena como la que acababa de protagonizar. Alisó su uniforme sobre su largo y delgado cuerpo y siguió vaciando las papeleras mientras su compañera hacía lo propio.
Charles Day no podía creer lo que le decía Joe frente al carrito de perros calientes.
—¿Estás seguro de que el nombre es Ian?
—Del nombre estoy absolutamente seguro. Del apellido no puedo fiarme mucho porque mi tía dijo que era «Stoskop». ¿Sabes quién es?
—No —mintió Day.
—Brother… es lo más que puedo hacer por ti. Si la tía Eleanor se pone a preguntar qué cargo ocupa y a qué se dedica el Ian ese, puede perder el empleo.
—No te preocupes, Joe, creo que con esto será suficiente. —Le alargó un sobre.
—Gracias, Charly, ya sabes, cualquier cosa que se te ofrezca…
—Mantén absoluto secreto. Es lo que importa.
—Tranquilo. Esta boca es una tumba.
El famoso Robert Taylor era el hermano de Kevin Stooskopf. ¿Qué relación tendrían ellos? Kevin no debía de estar enterado, pues fue quien le dio el nombre de Robert Taylor, de manera que Ian actuaba por su cuenta. ¿Qué tramaba? ¿Por qué enviar a Joanna a espiar a Kevin? Porque claramente se trataba de eso. Tendría que averiguarlo. No lo consultó con Brennan, debía darle resultados, no problemas. Tomó rumbo al Oeste de Washington, hacia uno de los barrios más antiguos de la capital, conocido como Foggy Bottom por la niebla que había en los tiempos en que era un barrio industrial pobre, de inmigrantes irlandeses y alemanes. Hoy en día el rostro de esa parte de la ciudad ha cambiado mucho, allí se encuentran entidades como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización de Estados Americanos, y hasta el complejo de oficinas y departamentos de Water Gate.
Así como se menciona La Moncloa para designar al gobierno español; el número 10 de Downing Street, cuando se trata del gobierno británico, y el Kremlin para indicar al gobierno ruso, en Estados Unidos, cuando se dice Foggy Bottom, todo el mundo sabe que se trata del Departamento de Estado, lo equivalente al Ministerio de Relaciones Exteriores, un sobrio y antiguo edificio de siete pisos de color beige con más apariencia de hospital que de centro donde se dirige la diplomacia mundial. Day enseñó su carnet al vigilante y entró con el coche al estacionamiento subterráneo.
Sabía dónde quedaba la oficina de Ian Stooskopf, pasó el control de seguridad de rutina y entró al ascensor con dos personas más. Pero cuando llegó a la planta donde se dirigía, cambió de idea. Volvió a bajar y regresó al estacionamiento. ¿En qué estaba pensando? No podía llegar y preguntarle por Joanna, por qué espiaba a Kevin, o por qué se hacía pasar por Robert Taylor. Era la primera vez que había estado a punto de cometer un grave error, la falta de sueño le estaba afectando. Suspiró con alivio cuando se encontró dentro del coche, por poco echaba todo a perder. Tenía que pensar cómo mantener vigilado a Ian. Necesitaba a alguien que lo siguiera y lo tuviera al tanto de cada paso que diera. Tendría que hablar con un par de agentes para que se pudieran turnar, en algún momento cometería algún error, iría a algún sitio específico, haría una llamada sospechosa. Tendría que intervenir sus teléfonos, el de la casa y el celular. Es así como se hacen las cosas, no yendo a preguntarle. A veces la desesperación le hacía desear el camino más corto, pero la experiencia le había enseñado que con sigilo y sutileza se lograba mucho más.
Dentro de Foggy Bottom tenía un contacto. La tía Eleanor. Ella tendría que llevar un teléfono e indicarle cuando Ian saliera, para que los que estuvieran fuera pudieran seguirle a distancia.
Cuando le dijo a Joe que necesitaba que su tía se encargara de eso, puso el grito en el cielo, como era de esperar. Pero Day supo ser convincente y la tía Eleanor se convirtió en una especie de agente encubierta. Ella estaba encantada, jamás nadie le había prestado tanta atención, aquello le parecía un juego, pero era consciente de que no lo era y que debía actuar con mucho cuidado. Ya no más preguntas o conversaciones con el resto del personal acerca de Ian Stooskopf. Únicamente observar e informar si veía algo fuera de lo habitual en su turno. Y callar.