Capítulo 15

 

 

 

Si había algo que Ian Stooskopf sabía hacer bien era manipular a las personas. Lo había aprendido desde pequeño. Siempre que su padre prestaba más atención a Kevin, sabía ingeniárselas para que las miradas, sin que nadie notara cómo lo hacía, fueran hacia él. Y allá iban, incluso el propio Kevin, a resolver cualquier problema que Ian tuviera: una caída, una indigestión o simplemente su eterna miopía, que le exigía usar unos anteojos que detestaba. De mayor se operó los ojos en cuanto tuvo oportunidad y comprendió mejor a las personas que hacían uso de la cirugía plástica para mejorar su aspecto, pero solo en caso necesario. No admitía mujeres artificiales. Y las naturales le producían rechazo. No es que fuese homosexual, porque tampoco le atraían los hombres, pero odiaba la naturaleza de las mujeres, especialmente la forma de obtener sus deseos.

Solo hubo una que siempre le pareció normal, pero en aquella época poco importaba lo que él pensara. Y ella parecía no tener interés en nadie, menos aún en él, aunque en alguna ocasión, al cruzarse sus miradas le hubiera parecido percibir algo que iba más allá de lo que sus pocos años sabían interpretar. Nasrim, la hermana de Shamal, era una niña preciosa, pero eso ni Kevin ni Shamal parecían advertirlo. Sus juegos rudos alejaban a Ian, y sus constantes salidas con grupos de amigos le permitieron pasar más tiempo en casa, en donde estudiaba con disimulo las idas y venidas de Nasrim, siempre ocupada, siempre limpiando, recogiendo el polvo que en esa zona del mundo tendía a acumularse con tanta facilidad, aunque vivieran en una casa con las comodidades de Occidente. Un polvo que parecía filtrarse a través de las rendijas de las ventanas, de las puertas y de la mente de Ian.

Tenían la misma edad. En ocasiones ella dejaba su cabellera libre del hiyab, cuando pensaba que nadie la veía, pero los ojos de Ian la observaban y también al resto de ella que, aunque cubierto con pantalones anchos y larga túnica, dejaba entrever sus formas perfectas, simétricas, sus movimientos gráciles de niña que se transformaba en mujer. Cuando se trasladaron a los Estados Unidos, lo que más extrañaba de aquellas tierras eran las horas tranquilas observando de lejos a Nasrim, y las veces en que ella le dejaba el té en el escritorio acercándose sigilosa, casi sin tocar el piso, con la mirada siempre baja, hasta que él se atrevía a preguntarle cualquier cosa, solo por el placer de ver su rostro y sus ojos sumisos.

La primera vez que la vio de adulta fue en uno de sus viajes a Pakistán, en la inauguración de una escuela secundaria financiada por la fundación benéfica de la que él formaba parte. De pronto se encontró observando a una mujer cuyo aspecto le era familiar. Reconoció sus movimientos y antes de que ella se volviera supo que era Nasrim. La miró directamente a los ojos; nadie más podría tener unos iguales. Ella bajó la mirada como cuando eran niños y lo saludó sin darle la mano. Estaba informada de que asistiría un alto funcionario de la embajada llamado Ian Stooskopf.

—¿Nasrim?

Sabbah alkair señor Stooskopf —respondió ella con el habitual saludo árabe.

—Por favor, Nasrim, no me trates de usted, sabes quién soy —dijo él—. No sabía que trabajaras aquí.

—Soy profesora de matemáticas.

El corazón de Ian dio un vuelco. La admiró más que nunca.

—Me alegra mucho saberlo.

—La hora de la presentación ha llegado y todos esperan para agradecer tu presencia —dijo ella, mostrando cierto apuro.

Debía ordenar a los alumnos, organizar a los profesores y situar a los invitados.

—Está bien. Cuando todo acabe me gustaría que conversáramos.

—Con mucho gusto, Ian. Ahora debes venir conmigo, te indicaré cuál es tu lugar.

La ceremonia de inauguración duró más o menos dos horas, cada profesor parecía tener algo que decir, y al final Ian dijo unas cuantas palabras, un pequeño discurso que complació a todos y aplaudieron con alegría. Había ofrecido la donación de una sala con ordenadores y acceso a Internet.

—Mañana será el primer día de clases —dijo Nasrim con orgullo—. Logramos que tu pueblo se apiadara del nuestro, hicimos la construcción en tiempo récord, según las normas actuales para evitar desgracias naturales. Es una escuela piloto, esperamos tener muchas más.

—Me alegra haber hecho una pequeña contribución. ¿Aceptarías tomar un café conmigo?

—Claro, Ian, hace tanto tiempo que no sé nada de ustedes, tendremos mucho de qué hablar.

A nadie le extrañó que ella subiera al vehículo con el representante de la embajada. Nasrim había sido la promotora del proyecto y era la subdirectora de la escuela. El chofer los condujo a un restaurante llamado Celeste, en la zona céntrica. El ambiente era agradable, con palmeras en el exterior y una música ambiental muy propia de la zona. Ian hubiese preferido ir a un reservado pero por respeto a las costumbres se ubicaron en el salón principal.

—No sabía que te ocuparas de labores sociales, Nasrim.

—Ni yo, que tú fueses el benefactor que abogó para que nuestra nueva escuela pudiera hacerse realidad.

—Llegan muchas solicitudes, debemos estudiarlas todas, algunas son inaplicables, pero tomamos muy en cuenta la educación. Muchos de los asentamientos de viviendas recién construidos se hicieron con fondos de algunas importantes asociaciones benéficas —recalcó Ian—. La solicitud de ustedes debió ser una más entre tantas pero, ya ves, debido a eso nos hemos vuelto a encontrar después de años.

—Siempre mantuvimos contacto con tu padre, algunas veces con Kevin; sabes cómo era mamá con él. Además, les debemos mucho.

—No nos deben nada. Olvídate de eso. ¿Ves con frecuencia a Kevin?

—En realidad, no. Muy de vez en cuando llegaban sus cartas por correo, siempre desde diferentes lugares. Me parece que Kevin evita el uso del correo electrónico, creo que su trabajo no le permite mantener contacto con frecuencia.

—Ahhh… Kevin. Kevin y su patriotismo supremo, arriesgando la vida por algo que no le incumbe.

—¿Piensas acaso que él no está luchando en el bando justo?

—Yo creo en lo que creo.

—¿Y qué es?

—Que debemos dejar que cada pueblo haga su propia lucha.

—Es muy fácil decirlo cuando hay tantos intereses de por medio.

Ian examinó la cara de Nasrim.

—¿A qué te refieres?

—Ian, nosotros en particular les debemos mucho a ustedes, me refiero a tu familia, pero no hubiéramos estado en el campamento de donde nos sacaron si no fuera por una guerra desatada por países extraños al nuestro. Primero, los soviéticos; luego, los árabes por medio de Bin Laden, catapultado por el gobierno de los Estados Unidos; y mira en lo que terminó. En la ocupación norteamericana. Los países del Este y del Oeste siempre han interferido con Afganistán y encima, a nosotros, los pashtunes, que no sabemos bien adónde pertenecemos, si a Pakistán o a Afganistán, nos tratan como parias en uno y otro lado.

—Pero debo aclarar algo: las ideas que Bin Laden tenía de Occidente no nacieron con la invasión de los soviéticos; las tenía desde muchos años antes. Aprovechó la coyuntura para hacerse conocido. Un hombre inteligente y bueno, que luchaba por una causa noble y que, al igual que tú, odiaba a Occidente porque interfería en sus vidas y creencias.

—Lo comprendo, pero llevó la religión al fanatismo. —Puntualizó Nasrim.

—Fue la única manera de poner orden en una sociedad salvaje, en la que eran violadas y asesinadas mujeres, niñas y hombres por grupos tribales a los que el gobierno no podía poner freno. Al menos por un tiempo, Afganistán tuvo paz.

—Todos estamos metidos en grupos tribales por una u otra causa. Pero son siempre los señores de la guerra los que terminan haciéndose millonarios a costa de nosotros.

—¿Qué quieres decir con «señores de la guerra»?

—¡Vaya, Ian! Me llama la atención que no comprendas quiénes son. Los que tienen el monopolio de la violencia, naturalmente.

—¿No te has puesto a pensar que es probable que alguno de estos señores de la guerra, como los llamas, tenga razones bien fundadas para hacer lo que hace?

—¿Buscar adeptos a su causa para el terrorismo?

—El terrorismo no existiría si todos ocupasen el lugar que les corresponde. Ahí tienes la lucha eterna entre Palestina e Israel. ¿Quiénes ayudan a Israel? ¿Quiénes a Palestina? Piensa, Nasrim.

—Pues parece que tu Dios no supo hacer bien las cosas, Ian.

Él captó la ironía y admiró la inteligencia de Nasrim.

—Si te refieres a Alá, que es mi dios, estás equivocada. Él supo hacer todo bien desde el principio. Son otros quienes con sus creencias apóstatas lo están echando a perder.

Los ojos de Nasrim cobraron brillo al mirar los de Ian. Él era de los suyos, ¿cómo era posible?, pensó.

—¿Tú no eres cristiano?

—Me convertí al islam hace mucho. Eso no lo sabe mi familia, ni tiene por qué saberlo.

—¿Y cómo puedes vivir en un país en el que no crees?

—En mi país hay más musulmanes de los que la gente piensa. También «yihadistas», como los bautizaron en Occidente para no confundirlos con los demás islámicos.

—Estoy cansada de ver noticias que confunden todo, como los términos «islamista» e «islámico». Y tú, ¿de qué lado estás?

—Ya tendremos ocasión de conversarlo, Nasrim, es demasiado largo para hacerlo en una sola tarde. Disfrutemos nuestro encuentro. ¿Sabes que siempre admiré tu delicadeza y obediencia cuando éramos niños?

—No.

—Yo te observaba, Nasrim, siempre fuiste diferente a las demás chicas. Y creo que lo sigues siendo. ¿Te has casado?

—Si así fuera no estaría aquí conversando contigo. Me dediqué a estudiar, a trabajar, a luchar para que los niños tuvieran oportunidades en su patria y no tuviesen que ir al extranjero…

—Pero pretendientes no te habrán faltado...

—Pocos, en realidad. Yo quiero que me acepten tal como soy y eso es difícil para un hombre corriente de aquí.

—Tenemos mucho en común, Nasrim. Creo que seremos buenos amigos.

—Así lo espero yo también. Ahora debemos irnos, tengo que revisar el programa escolar de los alumnos.

—Quiero pedirte un favor muy especial, Nasrim: no le digas a tu madre que me viste.

—Pierde cuidado, Ian. No le diré nada.

Proviniendo de Ian, la petición no le pareció extraña, suponía que él seguía siendo, como cuando era niño, abstraído, tímido y poco sociable. Y tenía razón, tal vez su madre se empecinaría en verlo cada vez que tuviera oportunidad. Lo mejor era no mencionarlo.

Fue el primero de muchos encuentros. Nasrim entró de lleno en el grupo al que pertenecía Ian porque creía en él, en la inteligencia que siempre había demostrado desde pequeño, porque la causa por la que ellos luchaban era la que ella había defendido desde que tenía uso de razón: libertad para su patria, Afganistán, siempre invadida y en pobreza, sin un guía espiritual verdadero que llevase paz, armonía y educación a su gente. Pero no era lo único. Se sentía atraída por Ian, era la primera vez que le ocurría y sin embargo él parecía no darse cuenta. La trataba con cariño y respeto, como a una hermana, una aliada, mas no como a una mujer. Fueron años de reuniones y discusiones, de adentramiento en la célula terrorista más importante. Sufrieron juntos cuando Osama Bin Laden fue asesinado porque, a pesar de todo lo que el mundo occidental decía de él, era un hombre que había arriesgado su vida y su dinero y les había dado una razón de existir. Fueron los únicos momentos en que Nasrim vio lágrimas en los ojos de Ian y se convenció más que nunca de que su causa era justa.

Ian sabía el efecto que tenía sobre ella, no solo en el aspecto político, en el que podían influir sus convicciones. Notó desde el principio que la admiración que ella le tenía se había transformado en algo más parecido al amor, aunque no podía asegurarlo, pues él desconfiaba de todo. El día que se abrazaron al encontrarse meses después de la muerte del líder de al-Qaeda, sin pensarlo mucho, sus labios se juntaron. Fue un beso extraño, más parecido a un gesto de consuelo que a una intención de otra índole; una brisa de alivio en una tarde de estío. De pronto se convirtió en un monzón que arrasó las barreras de pudor que mantenían contenida a Nasrim. Ian saboreó el momento intenso y él dejó que ella desahogase su pasión, lo necesitaba tras años de un trato superficial y contenido. Se dejó arrastrar, se contagió del deseo. Después de todo, era una mujer hermosa que lo deseaba y lo admiraba; pero jamás llegaron a hacer el amor. Todo quedaba reducido a abrazos y besos, lo que ya era demasiado para Ian, a quien el contacto físico con las personas le producía grima. No obstante, la piel de Nasrim era para él diferente, podía tocarla y besar sus labios sin sentir repulsión. A partir de ese momento la suya fue una relación diferente, pero no de las destinadas a terminar en matrimonio. Para Nasrim fue un constante caminar sobre la cuerda floja, pues Ian jamás le dijo las palabras ansiadas: «te amo».

Desde el principio Ian había seguido con Nasrim la costumbre musulmana de no tener relaciones sexuales prematuras, y aquello en lugar de alejarla la acercó más a él. Sencillamente lo idolatraba porque sabía respetarla, sin embargo, hubo muchos momentos en los que el recato y la moral de las leyes coránicas fueron traspasados, pero eso a ella no le importaba mientras siguiera siendo virgen. Él la veía como un factor al que podía utilizar a su antojo, desde todo punto de vista. Estaba seguro de que ella haría lo que él le pidiera, tal como lo haría por su líder cualquier talibán criado en una madraza. A veces se asombraba de la lealtad y absoluta confianza que tenía en él, siendo una mujer tan inteligente, pero después lo pensaba y su conclusión era: «al fin y al cabo, solo es una mujer».

Fue elaborando mentalmente un plan que algún día tendría oportunidad de poner en práctica y para el que necesitaría a Nasrim. Pero como todos los buenos planes, la suerte también debía jugar un papel importante y ese momento llegó cuando su hermano y Daniel Contreras decidieron viajar a Pakistán.

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