Capítulo 5
Lima es la ciudad más grande e importante del Perú; donde se concentran todos los poderes administrativos del Estado y en la que vive la mayor parte de la población. Su geografía plana hizo factible su expansión y hoy en día no se refiere únicamente a su infraestructura, también al crecimiento económico. Pero hay un punto que los peruanos no han podido borrar de la memoria colectiva de las autoridades portuarias internacionales: el tráfico de drogas. Es el mayor productor del mundo de hojas de coca, más que Bolivia o Colombia; también existen laboratorios clandestinos en algunos lugares de su vasta geografía, y el dinero que genera este negocio salpica de una forma u otra a personas de cualquier clase social, incluyendo a gente del gobierno.
Joanna había sucumbido a la tentación pese a provenir de una familia acomodada. Hizo muchos viajes a diferentes países llevando consigo cocaína camuflada entre el equipaje en complicidad con las autoridades aduaneras, pequeños paquetes que lograba vender directamente al distribuidor de la zona, y en otros casos algún encargo que debía entregar a determinada persona. Se había ganado la confianza de los narcos y era bien vista entre ellos, hasta que fue detenida en el aeropuerto de Los Ángeles. Su vuelo en la cabina de primera clase había resultado muy agradable en compañía de Robert Taylor, un norteamericano que acababa de conocer, un poco arrogante, aunque bastante atractivo. Excepcionalmente, su equipaje fue sometido a una exhaustiva revisión. En el momento en que la llevaban detenida se cruzó con el hombre con quien había coincidido en primera clase y no se le ocurrió nada mejor que decir:
—Señores, ustedes se equivocan. No tengo nada que ver con lo que han encontrado en mi equipaje, alguien debió de introducirlo allí. —Sacó una tarjeta de su bolso y la leyó—. Si no me creen pregúntenle a Robert Taylor.
Y señaló en dirección a Ian.
—Usted… ¿qué sucede? —preguntó Ian mirando de hito en hito a los dos funcionarios de la DEA que la acompañaban.
—Está detenida por tráfico de drogas.
—No es verdad. Todo es un error —ratificó Joanna con firmeza.
Ian la miró y decidió seguirlos. En el camino hizo una llamada al Servicio de Seguridad Diplomática y luego de hablar con el oficial a cargo de la DEA en el aeropuerto, Joanna estaba libre. La invitó a subir al taxi que había llamado y una vez dentro la observó sin pestañear. Una mirada que a ella le trasmitió señales oscuras. Permanecieron en silencio hasta que Joana supuso que debía agradecerle.
—Gracias… Haré lo que tú quieras.
—Justo pensaba en eso.
La sonrisa que exhibió ella no pareció impresionarlo.
—Haré lo que quieras —repitió Joanna—. ¿Qué les dijiste?
—Que eres una agente encubierta. Tengo ciertos contactos.
—¿Yo, una agente encubierta? ¡No me hagas reír!
—No acostumbro mentir. Cuando dije que eres una agente encubierta y viajabas conmigo, era cierto.
—No comprendo.
—Eso no importa. Ya hablaremos, no aquí.
El taxi los dejó frente a un discreto edificio. De inmediato llegó un valet con un portaequipajes y los acompañó hasta el décimo piso.
—Ponte cómoda, Joanna; ¿deseas tomar algo?
—Una copa de vino no me caería mal —dijo ella.
Él la sirvió y se quedó observándola.
—¿No me acompañas?
—No bebo alcohol.
—¿Eres un religioso?
—¿Desde hace cuánto te dedicas a eso? —preguntó él sin hacerle caso.
—No mucho. Estoy empezando.
—Joanna, te aconsejo ser sincera conmigo. Puedo investigarte y te aseguro que sabré más de ti que tu propia madre.
—Hace seis años.
—¿Sabías que por tráfico de estupefacientes podrías pasar en la cárcel los próximos diez? Eres demasiado joven y hermosa para perder tantos años.
—Lo sé.
—¿Y aun así te arriesgas a hacerlo?
—Pensaba dejarlo, estoy juntando plata para montar un gran restaurante, se puede hacer mucho dinero.
—No por ahora. Déjame explicarte lo que necesito que hagas a cambio del favor.
—¿Qué quisiste decir con que tú no mentías?
—Exactamente eso: que eres mi agente encubierta.
—¿Pretendes que espíe a los que me venden la droga? ¡Me matarían! Lo que me pides es peor que ir a la cárcel.
—Solo escucha: quiero que sigas mis instrucciones y me informes de todo lo que haga cierta persona. No tiene nada que ver con tus amigos traficantes.
Joanna terminó la copa de una sola vez. Hubiera preferido que el tipo quisiera acostarse con ella en lugar de pedir tal extravagancia.
—¿A quién debo vigilar? ¿A tu mujer?
Ian la miró. ¿Con quién creía que hablaba esa imbécil?
—Es un hombre. Él viajará al Perú dentro de dos días, te daré la hora de llegada y el número de vuelo. No conoce a nadie allá, piensa radicarse en tu país. Tu deber será entablar contacto con él y si es posible hacerte su amiga. A él siempre le han gustado las mujeres hermosas, no tendrás problemas. —Fue hacia un armario y sacó una foto—. Su nombre es Kevin Stooskopf, no está nada mal, ¿eh?
Joanna miró al hombre de la foto y estuvo de acuerdo. Nada mal, pensó.
—¿Por qué quieres que lo espíe?
—Eso no te incumbe. Solo cumple con lo que te digo, es importante que lo hagas. Cualquier llamada, cualquier persona que lo visite, cualquier viaje que vaya a hacer... Tú me informarás a un número que te daré. Es privado y nadie lo tendrá excepto tú. Te daré un móvil con cobertura satelital que te permitirá llamarme donde sea que te encuentres. Debes tener mucho cuidado de no extraviarlo y, por supuesto, de mantenerlo oculto. ¿Has comprendido?
—Veo que no tengo salida.
—Mira, Joanna, no te quejes. Tienes más de lo que esperabas, también recibirás tu paga, tal vez puedas tener ese restaurante antes de lo que piensas.
—No será fácil… ¿Y si no le gusto? ¿Y si tiene pareja?
—No tiene pareja y seguro que le gustarás. Y, si no, harás todo lo posible para que así sea, ¿comprendes? Puedes quedarte aquí hasta que partas mañana. Ahora dime: ¿A quién entregarías esa droga?
—No te lo puedo decir, Robert.
—Claro que sí, Joanna, fue con esa condición que te dejaron libre. Tienes que darme la ubicación de esa gente. Ellos ya no serán un estorbo para ti una vez que la DEA los atrape y los ponga tras las rejas. Si te niegas irás presa y me cuidaré de que sean muchos más que diez años. Te lo aseguro.
Joanna no podía creer lo que le estaba sucediendo. El hombre que tenía delante se había convertido de un momento a otro en su peor pesadilla. Le dijo lo que quería saber y se persignó. Solo Dios sabía lo que podría sucederle. Mientras, Ian tomaba nota minuciosamente.
—Tienes que prometerme que tendré asegurada mi residencia aquí. Me arriesgo a perder la vida cuando se enteren de que soy una soplona, no puedo regresar a Lima.
—No te preocupes, haremos correr la voz de que no quisiste colaborar… tan fácilmente.
Joanna dio un suspiro de resignación. Sabía que algún día tenía que sucederle, pero no de esa manera. El tipo era un demonio.
—No podré hacer el trabajo que quieres. No puedo regresar a Lima, Robert, siempre quedará alguno que podrá ubicarme, ¿es que no lo entiendes?
—Yo me ocuparé de que estés en un lugar seguro con la persona apropiada, deja ya de preocuparte por esas minucias.
—¿Cómo?, ¿con quién? Sé que me estás engañando, mejor hubiera sido quedarme en el aeropuerto con los de la DEA. De hecho, me voy —dijo sujetando su valija rodante.
—Joanna, soy de la DEA y no te estoy proponiendo un trato. No tienes opción. Créeme, estarás segura y a salvo. Solo debes hacer lo que te dije. Una vez hayas cumplido con el trabajo, yo mismo me haré cargo de que tengas la ciudadanía norteamericana. Ahora te aconsejo ponerte cómoda. Pasaremos una noche agradable —dijo Ian invitándola a entrar en el dormitorio. Salió, cerró la puerta y se dirigió a su despacho. Antes aseguró la entrada principal y guardó la llave en su chaqueta.
Ya en su escritorio hizo la reservación del vuelo para Joanna, llamó a su oficina en Washington y avisó que regresaría al día siguiente. Él vivía allá, pero su lugar de operaciones era ese apartamento en Los Ángeles. Allí todos lo conocían como Robert Taylor. Le divertía usar el nombre de un famoso actor de los viejos tiempos, apenas conocido en el siglo XXI. Su madre sentía una admiración rayana en la locura por ese artista, según decía, porque se parecía a su padre. Había sido un asunto de Alá que Joanna se cruzara ese día en su camino. ¿Qué otra cosa podría ser? La mujer ideal para lo que él quería. Su hermano estaría bien acompañado. Y si había alguien de quien tenía que cuidarse era justamente de él. Aunque se había retirado del Cuerpo de Operaciones Especiales, estaba seguro de que en algún momento sería solicitado y, si no se equivocaba, hasta se ofrecería voluntario cuando se enterase dentro de un tiempo de que su querido amigo Daniel Contreras era prisionero de al-Qaeda. Lo tenía todo planeado. No debía dejar ningún cabo suelto si deseaba que las cosas salieran perfectas.
Se comunicó con la DEA y tal como había prometido les dio la dirección, nombres y todos los datos de la red de traficantes que Joanna le había proporcionado, tanto los de Lima como los de Los Ángeles y Miami. Era lo bueno de trabajar para el Servicio Exterior, sus contactos con los servicios de inteligencia lo ayudaban en su tarea.
Se dio un baño para realizar la azalá de la puesta de sol sobre una alfombrilla que extendió en su oficina. Tenía mucho que agradecer ese día. Después fue al encuentro de Joanna.