Capítulo 26

 

 

 

Ian salió sin ningún contratiempo de Pakistán. Su nueva personalidad, Fabrice Pinaud, tenía características físicas diferentes a las suyas. El peluquín castaño oscuro y las lentillas marrones hicieron un cambio dramático. Al mirarse en el espejo del baño del aeropuerto, se gustó más como Fabrice que como Ian. Siempre había envidiado la mirada profunda de su hermano y su abundante cabello, así como el color eternamente bronceado de su piel.

Conocía bien el aeropuerto de Dubái, había estado en varias oportunidades en sus lujosas instalaciones, de manera que fue directo a comprar un pasaje a los Estados Unidos. Su pasaporte de la Unión Europea como ciudadano francés pasó la prueba; había tenido cuidado en que figurara el sello de entrada y salida de Pakistán, de manera que no esperaba mayores contratiempos. Dos individuos sin el uniforme de la aerolínea revisaban los documentos de cada una de las personas que iban entrando a la zona de embarque, mientras conversaban jocosamente con Abdulah Baryala. Extendió con tranquilidad su pasaporte. Ellos lo revisaron, examinaron su cara para ver si coincidía con la de la foto y le dieron paso. Era probable que en cada vuelo tuviera que pasar por lo mismo. De haber surgido algún problema, Baryala lo habría solucionado, era muy influyente en Dubái.

Baryala le hizo una imperceptible seña de complicidad y después de un rato se sentó a su lado en la sala de espera. Ian no se sorprendió de que lo hubiera reconocido sin dificultad, conociendo su extraordinaria perspicacia.

—Pude comunicarme con el doctorcito. Le dije que se tranquilizara, que cumplirás tu palabra, porque así será, ¿cierto? Él tiene algunos planes que Z no imagina, pero tendrá que cambiar de domicilio, no puede seguir en la casa de huéspedes.

—Dime, Abdulah, ¿sabías que mi hermano Kevin está en Pakistán? —preguntó Ian como si no hubiese prestado atención a lo que acababa de escuchar.

—¿Tu hermano?

—Estuvo en Belmarsh. Creo que se infiltró en las filas del doctorcito. —El rostro moreno de Baryala se tornó lívido—. Ya veo que no lo sabías.

—¿Y quién es tu hermano? ¿Tu hermano se llama Mike Stone?

—No. Se llama Kevin. Es el único que podría echarlo todo a perder. Es un especialista. Temo decir que el mejor.

—Supongo que ya se lo comunicaste a Nasrim.

—Pierde cuidado. A estas horas deben de tenerlo prisionero.

Baryala miró a Ian y sintió un escalofrío. Jamás había conocido a un ser tan frío y carente de sentimientos. Se despidió y se retiró, no era conveniente que lo vieran a su lado, aunque Ian se llamase Fabrice Pinaud. Debía cerciorarse de que esa información la tenía El Profesor y que Keled Jaume no era quien decía ser.

El vuelo más próximo era el de Qatar Airways, salía a las 23:30 y hacía una parada en Qatar antes de llegar a Montreal. Desde allí tendría que arreglárselas para ir de alguna manera hasta Washington; sabía que todas las fronteras estarían sobre aviso, pero nadie se imaginaría que debían buscar a Fabrice Pinaud.

Todos los pasajeros fueron entrando al avión y sus documentos volvieron a ser revisados, y esta vez sin disimulo. Tenían una foto que comparaban con cada uno de los que iban entrando al túnel. Ian volvió a pasar sin contratiempo, y si hubieran tenido perros que olfateasen el miedo (algunos aeropuertos los tenían), tampoco habrían podido detectarlo en Ian. Simplemente no sentía nada. Tal vez aburrimiento y cierto malestar por esas horas de retraso, pero solo eso. Caminó entre los dos agentes como lo haría cualquier francés en esa situación.

Durante el vuelo tuvo tiempo de recordar a Nasrim y sus palabras mezcladas con sollozos que él había sido incapaz de interpretar, porque era incapaz de sentir emociones. ¿Cuándo lo supo? Al morir su madre.

Si alguna vez tuvo un nexo con un ser humano había sido ese. Ella fue la única que lo comprendió; en cierta forma eran muy parecidos. Elvira Malaret fue una mujer criada en un ambiente exquisito. Culta, delicada, una persona que detestaba la mediocridad. Ian recordaba a su madre cada día de su vida, y mientras ella estuvo presente trató de que estuviese orgullosa de él. Estudió diplomacia porque su madre se había enamorado de un diplomático. Pensó que, al parecerse a él, ella lo amaría mucho más. Y así había sido. Recordaba las miradas de reconvención de su madre cuando todos mostraban afecto y preferencia por Kevin, un muchacho tosco, fornido, con aires de superioridad y afán de protegerlo; ¿de qué?, se preguntaba. Él no necesitaba ser protegido por nadie. Le bastaba su inteligencia para sobrevivir en ese mundo que el resto de la humanidad parecía no comprender. Mientras su hermano hacía uso de los demás debido a su encanto, él sabía manipularlos mediante la utilización de su mente privilegiada. Y lo hacía tan bien que nadie parecía notarlo, excepto su madre. Era quien mejor lo conocía, y lo aceptaba tal como era. Las mujeres en su vida fueron simples instrumentos, jamás tuvo relaciones duraderas ni amigas. No se trataba únicamente de las mujeres. No tenía amigos. Tenía contactos. Y era suficiente para él. Pero las mujeres en especial le producían antipatía. Una forma de ser que desde pequeño fue arraigando en su cerebro al tratar con el mundo islámico en el que se crió, pese a que su padre había intentado en varias oportunidades disuadir una predilección que poco a poco se iba incrustando en su mente.

Nasrim fue la única mujer más parecida a una amiga que él tuvo. Desde pequeños, su actitud sumisa creó entre ellos un lazo invisible que Ian no pensó que le serviría después para sus planes. Un plan cronometrado milimétricamente para hacer desaparecer de la faz de la tierra a su hermano. Gente como Kevin lo único que hacía era dañar el mundo. Jamás pudo comprender su ingreso a la academia militar, un semillero de soldados que incubaba la nación más poderosa de la tierra para inmiscuirse en asuntos internos de otros países. Ellos ya habían visto lo que sucedía cada vez que los Estados Unidos entraban en una nación. Ocurrió en Vietnam, en Afganistán, en Angola… en la Segunda Guerra Mundial, con un presidente genuflexo que accedió a la repartición de tierras más monstruosa de la Historia. Y, si no fuera por el espíritu indomable del pueblo japonés, los estragos de las bombas atómicas arrojadas en esa nación estarían vigentes hasta el presente. Pero sabía que Japón no era Angola ni Afganistán ni ningún país tercermundista. Pero lo que nunca pudo perdonar a su hermano era el sufrimiento que le ocasionaba a su madre tenerlo en el frente. Estaba seguro de que ella enfermó de cáncer por tratar de ocultar el dolor y la angustia que le producía saber que Kevin estaba en Irak, Afganistán o cuando sospechaba que tenía alguna misión especial. Bastaba verla cada vez que él regresaba. Se aferraba a él y lloraba hasta que no le quedaban más lágrimas, mientras Kevin le acariciaba la espalda para calmarla y le decía: I love you mom, I missed you… Y sin embargo volvía al frente como si no le importase lo que producía en ella.  En aquellos momentos lo odiaba más que nunca, porque se daba cuenta de que lo que su madre sentía por él, Ian, era compartido con Kevin. ¿Sufriría ella igual si él fuera a la guerra? Aun así la amó en silencio.

Al morir ella sintió el vacío. Ya no tenía el apoyo que siempre le había brindado, a su padre le era absolutamente indiferente, por más que ese día en el cementerio lo abrazó con una fuerza inusitada. Se resistió al abrazo de Kevin, como si de un latigazo se tratase, y juró vengarse. Después de su madre ninguna mujer fue capaz de producir alguna clase de sentimientos en él.

El contacto humano le producía repulsión, y las veces que tenía que acostarse con una mujer, prefería hacerlo con ropa para no ser tocado. No obstante, le producía placer ser él quien las tocara. Y, más que nada, observarlas. Todavía recordaba la desnudez de Joanna, su cuerpo alejado de las líneas estériles de las modelos, sus pechos rotundos y sus ojos que parecía que acabaran de despertar de un sueño profundo. Cuando le dijo que se desnudase, lo hizo con la obediencia que a él le gustaba. Una desnudez apacible, sin la estridencia estúpida de las mujeres que pensaban que debían hacer movimientos forzados como si estuviesen en una plataforma con un tubo para strippers. Ella tuvo el suficiente sentido común como para captar lo que él quería. Se quitó una a una cada prenda y la fue doblando sobre una silla. Quedó de pie frente a él esperando una orden y él le dijo que se echara en la cama y no se moviera ni lanzara ninguna clase de gemidos. Odiaba los gemidos. Estuvo con ella de todas las formas posibles, acarició su cuerpo hasta saciarse y, cuando acabó, la mandó a dormir en el sofá del salón. Era la mujer que había escogido para su hermano; en realidad no la había escogido, había llegado a él por obra de Alá.

Todo esto recordaba Ian durante tantas horas de vuelo en las que apenas probó un par de bocados de las comidas que sirvieron. No tenía apetito, estaba en un estado de trance, decidido a hacer lo que tenía que hacer y sabía que era por una buena causa, la mejor de todas: un mensaje al mundo de que los Estados Unidos no eran invulnerables y que debían dejar de meter sus narices donde no les habían llamado. Su hermano, mientras tanto, tendría su castigo, a esas horas todos sabrían que era un agente norteamericano. Estaba seguro de que Nasrim les había dado el mensaje. Y si no había sido así, al menos Baryala se habría comunicado con al-Zawahirí.

Conocía lo suficiente a su hermano como para saber que iría por Daniel, haciendo uso de eso que estúpidamente llamaban «honor». No dejaría a Daniel en manos de al-Qaeda. Asintió con satisfacción por su plan. Quién sabía cómo terminaría la vida de Kevin… pero aquello ya no le interesaba, lo único que en esos momentos importaba era hacer lo que debía. Antes de quedar dormido recordó las palabras de Nietzsche: Cuando miras al abismo, la profundidad del abismo mira hacia ti. Exactamente como se sentía, yendo hacia un abismo que lo esperaba, y qué el ansiaba.

El rastreador
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