Capítulo 9
Despertó de madrugada al sentir un golpe en la puerta.
—Es la hora. Levántese, vístase y coja sus cosas, Mike —ordenó el teniente al entrar.
Kevin se puso la ropa civil que el otro le entregó, tomó la bolsa con sus enseres y ambos salieron del barracón. En la explanada frente a él, dos hombres esperaban junto a un pequeño helicóptero con los motores en marcha. Sin mediar palabra, uno de ellos arrojó el bolso de lona dentro de la nave, mientras el otro esposó a Kevin con las manos a la espalda. Los tres subieron al aparato, que se alzó inmediatamente. Una hora después, en una zona de seguridad del aeropuerto de Gatwick, Keled Jaume era entregado a la división antiterrorista de la policía metropolitana londinense.
Esa misma mañana fue internado en Belmarsh. Sus pertenencias, requisadas, y él, sometido a un minucioso registro corporal, una vez más, desnudo. Su celda era pequeña, solo había una cama de cemento que sobresalía del muro, un sanitario y un lavabo. Le dijeron que al día siguiente lo llevarían a la corte para imputarle el cargo de terrorista. Y así fue. Al parecer el jefe del servicio secreto había hecho una buena labor. Empezaron a llamarlo Keled Jaume, no Mike Stone, y al ser islamista pudo pasar algunas horas fuera de su celda.
Lo que apreció después fue que muchos de los presos se convertían al islam para obtener ciertos beneficios, lo cual les permitía hacer sus plegarias, una mejor comida y especialmente los viernes podían pasar el día fuera de la celda porque el gobierno británico accedía a que siguieran sus ritos religiosos reunidos. Mike Stone, ahora convertido en Keled Jaume, pasaba como un perfecto musulmán. Su barba había crecido y su engañosa apariencia delgada debajo de sus ropas holgadas le daba un aspecto ascético. Hablaba árabe y pashtún como la mayoría, pero procuraba ser parco. No deseaba cometer errores, sabía que las mentiras se descubrían con facilidad, aunque él mentalmente estuviera preparado para asumir una personalidad que no era la suya. Aquellos meses en Belmarsh le procurarían la confianza necesaria para infiltrarse en al-Qaeda.
—Assalam alaikum.
—Alaikum assalam —respondió Kevin de manera automática al hombre de barba gris que se le había acercado.
—Así que eres Keled Jaume.
—El mismo. Dios lo ha querido así.
—¿Cuánto tiempo te cayó?
—Todavía no lo sé. Creo que no estaré mucho tiempo aquí porque no hice nada malo.
El hombre de la barba gris rió.
—Todos los que vienen dicen lo mismo. Soy Manzur —le extendió la mano.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Kevin.
—Ya perdí la cuenta. Así que piensas salir dentro de poco, ¿eh?
—Es lo que me ha dicho mi abogado. No he matado a nadie, no hice mal a nadie, no veo por qué me trajeron.
—Me han dicho que conseguías maridos a las chicas inglesas.
—No solo a las inglesas. También las mujeres de otros países estaban interesadas en irse a Pakistán, Afganistán, Siria… especialmente a Arabia Saudí. Pensaban casarse con millonarios árabes, pero mi misión principal era convertirlas al islam y conseguirles maridos para que tuvieran hijos y así expandir el islamismo.
—¿Piensas seguir con tu cruzada personal al salir? Si sales, claro.
—Deseo ir a Pakistán.
—¿Para qué?
—Es cosa mía —dijo Kevin de manera cortante. Tampoco deseaba pasar por complaciente.
—Bien, bien… no te enfades, era simple curiosidad.
—Ma’a Elsalama —se despidió Kevin y se alejó del sujeto.
Manzur hizo una seña y se le acercaron dos hombres.
—Vigílenlo —ordenó.
Kevin captó la escena. Estaba preparado para que algo así ocurriera, pero esperaba que no tuviera necesidad de recurrir a la fuerza para defenderse. A partir de ese día sintió que era vigilado por uno u otro indistintamente. Los reconocería por su olor en cualquier lado. Una mañana lo acorralaron al salir de las duchas. Kevin intentó pasar de lado pero el más grueso puso su brazo contra la pared y le impidió el paso.
—¿Qué sucede?
—Manzur desea hablar contigo. Quiere que vayas a su celda. Ahora.
—Dile que si desea hablarme, vaya a la mía —dijo Kevin retirando de un manotazo el brazo que le impedía pasar.
—Eso lo veremos —dijo el hombre e hizo el intento de sujetarlo de los brazos por la espalda.
La rapidez de Kevin no le dio tiempo de nada. De pronto el hombre se vio tirado en el piso con un pie de Kevin en el pecho, y a su compañero sujetado por el cuello con una mano.
—No acostumbro a recibir órdenes. Ya sabes lo que tienes que decirle —le dijo al que estaba en el piso.
Soltó al otro que ya boqueaba y salió de los baños caminando despacio. El olor a miedo mezclado con rabia saturó su olfato. Una hora después Manzur lo saludó desde el umbral de su celda, era día viernes y tenían libertad para moverse por la prisión.
—No tenías por qué haber golpeado a mis chicos, Keled. Solo te invitaron a que me visitaras.
—Solo les enseñé buenos modales, Manzur. Pasa, siéntate —señaló la esquina de la cama—. ¿Qué se te ofrece?
—Nada demasiado importante, amigo. Me he enterado de que es verdad que saldrás libre, y me preguntaba si podrías hacerme el favor de entregar algo a una persona en Pakistán.
—No quiero meterme en problemas.
—No te meterás en problemas, es una carta, solo eso. Una simple carta. Dijiste que irías a Pakistán…
—Sí. Eso dije. Pero tal vez cambie de opinión y no vaya para allá.
—No lo tomes a mal, amigo Keled, pero seamos francos: una carta no te puede hacer ningún daño, pero te podría servir para conectarte con gente que te echaría una mano para empezar, porque no conoces a nadie por allá.
—¿Qué sabes tú, Manzur?
—Sé mucho más de lo que piensas. Mi pena es de treinta años y llevo catorce aquí. ¿Te imaginas cuánto tiempo pasará antes de que pueda comunicarme con mi madre? Ella no sabe si estoy vivo o muerto. ¿Qué dices? No conozco a nadie más que vaya a salir.
—¿Cómo supiste que saldré? Ni siquiera yo lo sé.
—Aquí hasta los guardias son amigos míos. Si fuera por ellos, ya habría recobrado la libertad. Sé que fuiste adoptado de pequeño por unos americanos pero ahora has regresado a tus orígenes, y eso es bueno, Alá es grande, la paz y bendiciones sean con él. Si quieres unirte a un grupo islamista que de veras vale la pena conozco el camino. No puedo ofrecérselo a todos, tú eres un hombre que cree en sus convicciones. Estuviste haciendo una buena labor a favor de Alá.
—¿De qué grupo hablas?
Manzur bajó la voz y se le acercó.
—Del más importante. ¿No adivinas? Por desgracia nuestro amado líder ya no está, pero su causa sigue en pie. Cumples las leyes del Corán y observas con meticulosidad las enseñanzas sagradas, eres un buen hombre, Keled. Gente como tú necesita la yihad.
—Veo que no soy el único. ¿Reclutas gente en este sitio? ¿No ves acaso que muchos se convierten al islam solo para tener un poco más de libertad dentro de Belmarsh?
—Lo sé. Y es lo que te diferencia.
—Manzur, no sé si desee pertenecer a algún grupo yihadista, pero si quieres que entregue la carta a tu madre lo haré. Ya quisiera yo que la mía estuviese viva.
—Sabía que podía confiar en ti. Muchas gracias, Keled, Alá escuchó mis oraciones, me siento bendecido.
—¿Por qué te encuentras aquí?
—Me acusan de formar parte del atentado de julio de 2005, lo cual, por supuesto, no es cierto.
—Pensé que a los acusados de esa clase de delitos los tenían confinados.
—Estuve ocho años incomunicado, hasta que Alá se apiadó de mí y escuchó mis oraciones. Ya es hora de nuestros rezos, será mejor que vayamos con los demás —agregó Manzur.
A partir de ese día Kevin fue tratado con deferencia por el grupo de Manzur, un líder muy respetado en la prisión; tenía contactos misteriosos que le hacían llegar información desde el exterior. Era el primero en enterarse de quién saldría, qué había hecho el que entraba, de dónde provenía y muchas cosas más que mantenían a Kevin en continuo asombro. Estaba satisfecho de cómo se habían desarrollado los acontecimientos, quién sabía si con un poco de suerte el tal Manzur lo pondría en contacto con alguna célula terrorista o con el mismísimo al-Wazahirí, aunque lo dudaba, porque la experiencia le había enseñado a no crearse demasiadas expectativas.
Hubo algunos prisioneros a los que nunca pudo ver. Se los consideraba tan peligrosos que estaban en celdas aisladas. También había otros grupos, uno de ellos era el de los neonazis, comandado por un hombre que, según decían, estaba allí por terrorismo racial al atentar con bombas contra varias mezquitas. Odiaba sin ningún disimulo a los islamistas y según captó Kevin tenía en la mira a Manzur. Dos semanas antes de salir de prisión, Kevin tuvo oportunidad de demostrar su carácter de hombre valioso y leal. El cabecilla de los neonazis envió a tres de sus adláteres a darle una golpiza al hombre de la barba gris quien se hallaba en el corredor a la salida de los baños, un lugar donde se daban la mayoría de los altercados. Kevin fue tras ellos, los pasó y se interpuso entre Manzur y el trío. Éstos no esperaron para atacar a Kevin, uno de ellos tenía una navaja rudimentaria que Kevin esquivó. Sujetó su muñeca y la golpeó contra la pared embaldosada ocasionando un crujido de huesos rotos. De una patada en la ingle apartó al de la navaja que se quejaba agarrándose la muñeca; tomó a los otros dos por los hombros y juntó sus cabezas con fuerza. Uno de ellos reaccionó y amagó un golpe que Kevin esquivó propinándole a su vez un puñetazo en la quijada. Dos dientes salieron volando y mientras el tipo intentaba comprender qué sucedía, los lanzó uno tras otro fuera del pasillo y agarró a Manzur de la mano para llevarlo a su celda. Si los guardias vieron o se enteraron de algo no dijeron nada. El grupo de revoltosos neonazis eran mal vistos por ellos; uno había asesinado a un soldado el año anterior y otro estaba allí por atentar contra un policía.
El último viernes que Kevin pasó en prisión, Manzur le hizo entrega de la carta.
—Amigo Keled, te entrego esto en nombre de Alá quien fue el que te puso en mi camino.
Kevin vio el sobre escrito en árabe en el que figuraba el nombre de una mujer y la dirección de una calle en un distrito de Peshawar.
—Pierde cuidado, Manzur, tu carta será entregada.
Manzur se acercó a él como siempre que deseaba decirle algo que consideraba importante, aunque estuvieran solos.
—No tomes en cuenta la dirección del sobre —susurró—. Escucha con atención y, por favor, entrega la carta al sitio que te voy a decir. No es bueno que los de aquí sepan dónde vive mi madre.
Kevin conocía la zona. Estaba a unos cuarenta minutos de la tienda de los Farah, donde vivían la madre de Shamal y su hermana, Nasrim. Su rostro se ensombreció al recordarla.
—Comprendido, Manzur. Así lo haré. Espero que la carta llegue a manos de tu madre.
—Nunca podré darte las gracias suficientes, querido amigo. Que la bendición de Alá te acompañe.
—Si Alá quiere, así será.
A Kevin lo llevaron dos veces a la corte, una por cada mes que pasó allí, y finalmente lo declararon libre de los cargos de terrorismo. En realidad no le habían hallado vinculación con algún grupo terrorista, su única falta había sido administrar una página en Internet a través de la cual convencía a las mujeres de unirse a jóvenes islamistas, pero no era un pecado tener el islam como religión, tampoco era su responsabilidad que algunas de las mujeres quisieran vivir aventuras exóticas con hombres de Afganistán, Pakistán o Siria.
En esos meses tuvo tiempo suficiente para recordar a Joanna. ¿Qué sería de ella? ¿Por qué le habría dado ese teléfono de manera tan angustiosa? Lo cierto era que él no había tenido oportunidad de llamarla estando en Belmarsh, pero lo haría ahora que estaría libre. Compraría un celular desechable o quizá mejor de un teléfono público, tendría que ser el de monedas.
Muy temprano por la mañana estaba pautada su salida de Belmarsh, le entregaron la mochila de lona que era su única pertenencia, e instintivamente la abrió. La punta de un grueso sobre tamaño carta sobresalía entre las ropas que había dentro. Supuso que el jefe John Sawers tenía que ver con eso.
Uno de los guardias de la puerta le dijo que tendría que caminar poco más de un kilómetro para llegar a la parada de autobuses Orchard Road-Griffin Road. Al llegar, esperó veinte minutos y subió. Aparentemente nadie lo seguía, se sentó en la última fila y examinó el contenido del sobre procurando hacerlo sin sacarlo de la mochila. Estaban sus pasaportes como Keled Jaume, Mike Stone y Kevin Stooskopf. Tenía en sus manos los documentos que le permitirían abrir una cuenta en el Lloyds Bank: una prueba de residencia, otra de trabajo, datos de su empleador y un grueso fajo de rupias pakistaníes de alta denominación y otro tanto de libras esterlinas.
Todo estaba a su nombre y a la fecha. Los ingleses sabían hacer las cosas.
Después de treinta y siete paradas el autobús lo dejó en New Cross Bus Garage de donde tuvo que caminar hasta la próxima parada de autobús que lo llevaría a Queens’Park, en donde tomó un taxi. Ocho minutos después estaba frente al Lloyds Bank más cercano a la estación de Paddington.
Después de abrir la cuenta alquiló una caja de seguridad en la que guardó su pasaporte real y el de Mike Stone. El problema consistía en dónde guardar las llaves, original y copia; no podía cargar con ellas, si era descubierto y a alguien se le ocurriese investigar… Las consignas del aeropuerto ya no estaban en uso. Solo había recepción de equipajes por un corto lapso de tiempo. Salió de la entidad bancaria y caminó en dirección a la estación de Paddington para ir al aeropuerto. De pronto vio un letrero: «HTpawnbrokers Casa de empeño, Compra de oro, Joyas de venta, Cobro de cheques, Tarjeta de prepago» y se le ocurrió una idea.
—Buenos días, mam, veo que prestan una variedad de servicios.
—Así es, señor. ¿En qué podemos ayudarlo?
—Tengo un pequeño problema. Debo viajar a Oriente Medio y hay ciertas cosas que no puedo llevar conmigo: un par de llaves. Tengo el temor de que se extravíen. Me preguntaba si ustedes podrían guardarlas. Pagaría por el servicio, por supuesto.
La joven morena detrás del vidrio lo miró extrañada.
—No guardamos cosas, para eso existen consignas o empresas guardamuebles.
—Las consignas solo guardan por veinticuatro horas. Mire, es un favor especial, son un par de llaves de cajas de seguridad, si se me pierden estaré en problemas. ¿Podrían hacer una excepción?
—Espere un momento. —La morena fue hacia algún lugar de la tienda. Poco después reapareció con un papel en la mano—. Está bien, tendrá que pagar cien libras.
—¿Cien libras por guardar unas llaves?
Ella lo miró enarcando las cejas.
—Lo toma o lo deja.
—Está bien. —Kevin contó varios billetes y se los pasó a través de la bandeja corredera.
La mujer no tocó el dinero.
—Tendrá que firmar un descargo.
—¿Un descargo?
Ella volvió a mirarlo con ojos que evidenciaban impaciencia.
—Sí. Es para liberarnos de cualquier responsabilidad.
—Oiga, les estoy dejando mis llaves y encima les estoy pagando. ¿Cuánto me darían si las empeño?
—Nada. Para nosotros un par de llaves no tiene ningún valor.
—Vale. Venga el papel de descargo. Espere, preferiría que en lugar de “llaves” pusiera “anillo”.
—¿Anillo? Usted está dejando llaves, es lo que yo veo desde aquí.
—Se trata de una clave, ¿me comprende? Es cuestión de seguridad.
La mujer esta vez reparó detenidamente en Kevin. Lo miró con extrema curiosidad. Kevin ensayó la mirada de ingenuidad que siempre surtía efecto, en especial con las mujeres, y esperó como hacen los niños cuando piensan que les darán un dulce. La morena dio vuelta y regresó al cabo de un rato con otro recibo de descargo. Lo pasó por la bandeja corredera, él lo firmó y le entregó las llaves. La morena las metió en una pequeña bolsa plástica que cerró, le pegó una etiqueta adhesiva con el número del recibo que entregó a Kevin y tomó el dinero.
—¿Cuándo las recogerá?
—No lo sé con exactitud. ¿Importa?
—Lea el descargo.
Él miró el papel.
—Aquí dice que si en treinta días no recojo el «anillo» tendré que pagar otras cien libras… —Levantó la vista y miró el rostro de la morena. No supo por qué pero le dio la impresión de que aguantaba una carcajada, aunque esta nunca salió—. Muchas gracias, hasta pronto —dijo Kevin y salió con el pequeño recibo que dobló cuidadosamente y escondió en una abertura en un pliegue del viejo billetero que le había conseguido Halabid.
Todavía con su bolso de lona al hombro buscó una cabina telefónica para llamar a Joanna. Vio una pero era para usar con tarjeta. Entró a la de al lado y, ¡Eureka! Marcó el número memorizado y esperó.
—¿Hola? —preguntó la voz de Joanna, con sigilo.
—Hola. Soy yo.
—¡Me alegra tanto escucharte después de…! Tengo algo que decirte.
—Rápido, por favor. Te quiero.
—Yo también. Fui enviada por un americano llamado Robert Taylor a encontrarme contigo en el aeropuerto el día que nos conocimos. Nada fue casual. Perdóname. Tuve que decirle que te visitó un hombre en Satipo y te fuiste a Londres, sufría un chantaje, debes comprender… Cuando me preguntó quién era no supe decirle, me enseñó varias fotos, todo por teléfono, y reconocí al hombre flaco que te fue a ver, pero señalé a otro. Ahora corro peligro por ese y otros motivos… —dijo Joanna a borbotones.
—Comprendo, ¿sabes dónde trabajaba ese tal Robert?
—En la DEA. Aunque al principio me dijo que para el Servicio Exterior pero tú sabes cómo mienten los hombres.
—¿Cómo era?
—Blanco, ojos azules, cabello escaso. Nada extraordinario que llamara la atención.
—No puedo hablar mucho. ¿Algo más que consideres importante? ¿Por qué dijo que me debías espiar?
—Porque eras un hombre peligroso para la seguridad de los Estados Unidos.
—Interesante.
—No estoy en Perú, tuve que huir.
—¿Huir? No me digas dónde estás. Debemos cortar ya. No podré llamarte en un tiempo. Por favor, cuídate.
Y colgó.
A Joanna el corazón le latía con fuerza. Se había acordado de ella, dijo «te quiero», y ella no había sabido corresponderle. Pero al menos le había dicho la verdad. Te amo, Kevin, te amo. Repitió mentalmente.
Kevin se comunicó con John Sawers.
—Tenemos un topo en el Servicio Exterior o en la DEA. Sabe que estoy aquí, acabo de enterarme. ¿Le suena Robert Taylor?
—No, pero averiguaremos, prosiga con la operación. ¿Abrió la cuenta?
—Sí, y mañana salgo. Dígale a Day que la peruana me lo dijo.
—Perfecto.
Joanna se había portado de manera inteligente. Era él quien no había podido aguantarse y le había dicho «te quiero». Y es que era así. Ahora lo sabía y aquello le produjo un extraño júbilo. Si salía vivo de la operación no volvería a separarse de ella. ¿Qué clase de chantaje estarían ejerciendo sobre Joanna? Sacudió la cabeza y trató de enfocarse en la operación. No podía permitir que lo afectase aunque… había una clara conexión entre lo que él estaba haciendo y quien la había enviado a espiarlo. Deducía que ella había quedado atrapada sin querer en un juego que no era el suyo. Él conocía a las personas y sabía que estaba envuelta debido a alguna fatalidad, lo que menos deseaba era involucrarla en todo aquello, era demasiado peligroso. Su voz le había parecido una caricia para todo lo que había vivido en esos meses. No quiso hacerse más daño y dejó de pensar en ella.
¿Quién sería Robert Taylor? Sin duda un nombre falso. ¿Cuántos más estarían actuando dentro del gobierno? Esas respuestas solo se las podrían dar los de al-Qaeda.
Fue a la estación de Paddington para tomar el tren al aeropuerto de Heathrow. Esperó diez minutos y en veinte más había llegado. Se dirigió a la terminal tres y compró un billete de ida para Peshawar. Casi trece horas de vuelo y una escala de poco más de dos horas en Dubái. Saldría al día siguiente después del mediodía. Preguntó por un hotel cercano y le recomendaron el Renaissance London Heathrow. Quedaba cerca pero prefirió tomar un taxi.