Capítulo 3
Después de los sucesos del 11 de septiembre de 2001 en Manhattan, la lucha contra el terrorismo cambió ostensiblemente. Era como si el mundo hubiera abierto los ojos ante el significado del terrorismo; si la nación más poderosa de la tierra había sido atacada de manera tan impune, ¿qué se podía esperar para las demás? Occidente empezaba a despertar. Ya no se trataba más de la llamada Guerra Fría, la amenaza existía y se había hecho patente sin aviso. Estados Unidos y Gran Bretaña encabezaron la lista de países que formaron una coalición para la lucha antiterrorista, de manera que americanos e ingleses trabajaban en conjunto asistiendo a la red de países que se sumaron al esfuerzo. Y como el área álgida se encontraba entre Afganistán y Pakistán, las empresas telefónicas de esos países acordaron prestar el apoyo logístico necesario comunicando a la CCT (Central de Inteligencia Contra el Terrorismo) las llamadas recibidas y emitidas. Así, la Central de Inteligencia de Asia Central se situó en Islamabad, la capital de Pakistán, lugar donde personal adiestrado monitoreaba día y noche cualquier llamada de los números que figuraban en una lista negra. Un software las filtraba y si algunos de los números sospechosos hacía contacto con otro, de inmediato era intervenido y grabado. El técnico de guardia debía dar aviso a su superior, ubicaban la dirección de donde procedía e iban al sitio. Pero todo dependía de muchos factores: de que el superior fuese lo suficientemente acucioso para obtener la ruta de la llamada, de que estuvieran en ese momento todos los del equipo y los vehículos disponibles, y de que el susodicho superior tuviese los arrestos suficientes para dejar lo que estuviera haciendo en ese momento para ir a por los supuestos terroristas. Algunas veces se les escapaban o eran llamadas falsas, pero en oportunidades habían atrapado a peces gordos.
Para un pakistaní con cierta aspiración, pertenecer a la policía era beneficioso; la mayoría lo hacía por tener una fuente de ingresos, más que por motivos patrióticos o de índole parecida en una zona donde es muy difícil definir nacionalidades. Tanto afganos como pakistaníes están mezclados por una serie de parentescos, además del idioma pashtún, que se habla en gran parte de ambos territorios. Y si alguno sabía más de una lengua de las cientos de tribus que habitan aquellas tierras, además de un pasable inglés, era buen candidato para trabajar en las instalaciones subterráneas situadas en Islamabad, junto a un número importante de norteamericanos y británicos.
Desde que los dos hijos de los Farah fueran llevados a Riad en calidad de servidumbre por Jeff Stooskopf, Kevin no había descansado hasta convencerlo de llevar también a sus padres. Cuando el chofer egipcio Munarach fue enviado con un permiso expresamente a por ellos, para el padre ya era demasiado tarde. Un grupo tribal había acabado con su vida días antes por negarse a cooperar. El chofer regresó solo con la madre y los tres sirvieron en casa de los Stooskopf durante los años que estuvieron en Riad. Tenían una deuda de agradecimiento con Jeff Stooskopf, especialmente con Kevin, el instigador para que todo aquello fuese posible. Y el odio que se albergó en el corazón de Shamal contra los talibanes por la muerte de su padre fue el factor principal para que se decidiera más adelante a presentarse a la Central de Inteligencia contra el Terrorismo: la CCT.
Cuando se hizo efectivo su traslado a los Estados Unidos, Jeff Stooskopf se aseguró de que la señora Farah y sus hijos Nasrim y Shamal fueran ubicados solo temporalmente en casa del funcionario entrante, pues había previsto abrir una tienda de artículos artesanales en Pakistán en donde ella pudiera trabajar, ya que era difícil que Arabia Saudí les otorgase la documentación como residentes. Shamal siguió manteniendo correspondencia con Kevin, a quien consideraba, más que el hijo del patrón, un amigo, pese a las diferencias sociales que la señora Stooskopf se había empeñado en enfatizar. Kevin, casi de la misma edad que Shamal, había sido el hermano que le hubiera gustado tener y jamás olvidaría sus correrías con él vestido con una shilaba haciéndose pasar por uno más de ellos. Nasrim, la menor, también guardaba cariño por Kevin, aunque su trato había sido más distante. En la sociedad árabe no estaba bien visto que niños de ambos sexos socializaran, motivo por el cual Nasrim siempre había permanecido alejada de los chicos de la casa, quienes apenas notaban su existencia, que se veía reducida a las zonas de servicio. Su madre ayudaba a la cocinera iraní y Nasrim aprendió esos oficios desde pequeña. Ian, en cambio, raramente participaba en los juegos con su hermano Kevin y Shamal. Prefería leer o hacer cualquier otra actividad en solitario; sin embargo, fue en esa época cuando se alojó en su corazón la profunda aversión que sentía por su hermano Kevin.
Cuatro meses después de que los Stooskopf se fueran definitivamente a los Estados Unidos, los Farah quedaron establecidos en Peshawar. Nasrim ayudaba a su madre en la tienda y Shamal, después de terminar los estudios secundarios, eligió entrar a la policía. Debido a su conocimiento del idioma inglés, pashtún, dari, un poco de español y sus buenos antecedentes, como haber terminado la secundaria con buenas notas y haber servido en casa de un diplomático norteamericano, al instalarse la CCT en la capital se presentó y fue seleccionado para trabajar como traductor. Ascendió a supervisor y fue así como estuvo de turno la noche en que el operador norteamericano vio parpadear la luz roja. A pesar de la brevedad de la llamada, el sondeo la localizó en un lugar de la antigua Peshawar.
Las llamadas de teléfonos celulares se rastrean siguiendo dos tecnologías: la satelital y la de las torres celulares. Los nuevos teléfonos móviles equipados con GPS tardan en ser ubicados el mismo tiempo que una señal de radio desde el satélite, es decir, al momento. Y se pueden localizar a la inversa. La llamada provenía de un celular con GPS.
Si hay algo en lo que la CCT tiene sumo cuidado es que los operarios tengan sus funciones estrictamente delimitadas. Unos ven parpadear la luz, otros graban las llamadas y otros son los que las traducen. La fuga de información en Pakistán en los organismos de seguridad había hecho que se tomaran medidas extremas. Un superior que estuviera de turno una noche podría no haberse enterado de lo que escuchó otro en alguna otra noche. Pero indefectiblemente todas las llamadas iban a parar al Cuartel General de Comunicaciones Británico en Cheltenham en Inglaterra. Casi instantáneamente las recibían en Fort Meade, Maryland, y en la NSA, (Agencia de Seguridad Nacional Norteamericana). Allí era donde las piezas del rompecabezas empezaban a armarse. El informe final lo recibía John Brennan. Y como en ese momento no había otro que pudiera entender lo que hablaban en la grabación, fue directamente Shamal el encargado de traducirla: «Ahmed, conozco a la persona apropiada para lo que quiere el jefe». «¿Quién es?». «Osfur Abyad. Tiene facilidad para entrar al nido. Dile a El Profesor que me comunicaré con él».
Shamal supo de inmediato que se trataba de al-Alzawahirí. Y que el mensaje podría ser de importancia, lo que le parecía extraño era que se hubiera colado entre las llamadas. Los terroristas se cuidaban de dar nombres y datos por teléfono. También pensó que podría ser que lo hubieran hecho a propósito, mientras elaboraban sus verdaderos planes. Sin embargo, sabía lo que se esperaba de él en la CCT: estar pendiente de que el operario de turno le informara cada vez que una luz roja se encendiera y que el traductor hiciera su trabajo. En este caso había sido él a falta de uno. Enviaría de inmediato la información a Cheltenham, estaba seguro de que era importante. ¿Qué habría hecho Kevin en ese caso?, pensó. Cada vez que debía tomar una decisión era la pregunta que le venía a la mente. Sus últimos correos no decían mucho, y lo comprendía, Kevin había sido miembro de las fuerzas especiales, no podía hablar de su trabajo ni de las operaciones que el gobierno le encomendaba. Shamal añoraba su compañía. A pesar de los años transcurridos, el cariño por él nunca dejó de ser el mismo, y más, como solo la distancia hace que en ocasiones el ser humano idealice al que está lejos.
En Islamabad eran las 5:34 de la mañana. Vio los relojes alineados frente a él indicando la hora en diferentes partes del mundo y se fijó en que allá era la 1:34. Envió un reporte con la grabación de la llamada. Había cumplido su parte. Lo que no imaginó Shamal fue el revuelo que causaría su informe. Justamente el Cuartel General de Comunicaciones Británico en Cheltenham, había tenido noticias de un tal Osfur Abyad en uno de los campos de refugiados de Pakistán en donde se movían células terroristas, algunas de ellas formadas por grupos de al-Qaeda para reclutar carne de cañón a sus filas, que no eran otra cosa que futuros yihadistas suicidas. Habían mencionado a «Paloma Blanca» como «el salvador de su causa». Era uno de ellos. Lo mejor que podría haberles sucedido para «dar una lección a los gringos en su propia casa». Solo tenían que averiguar el nombre del involucrado; sospechaban que se trababa de alguien que se movía dentro de los Estados Unidos, probablemente cercano al gobierno, pero era imposible detectarlo.
Shamal tampoco imaginó que aquella llamada interceptada llegaría a oídos de su recordado amigo Kevin. Fue a tomar café, todavía restaba poco más de una hora para que acabase su guardia. Le provocaba fumar un cigarrillo pero estaba prohibido hacerlo en esos sótanos laberínticos. El capitán Wagner, quien le precedía en el cargo, también se sirvió una taza y como cosa inusual le preguntó su opinión.
—Creo que contiene dos claves, capitán. “Paloma Blanca” y “El Profesor”. No sé quién sea esa paloma, pero El Profesor sí estoy seguro de que es el jefe de al-Qaeda. Es así como muchos lo siguen llamando —explicó Shamal.
—El asunto es que los de al-Qaeda en estos momentos tienen un bajo perfil —razonó Wagner—. Tal vez deseen simplemente llamar la atención para restar importancia al ISIS.
—Sí —respondió Shamal—. Pero también es posible que estén planeando algo verdaderamente importante, aprovechándose del revuelo que están ocasionando los del Estado Islámico.
—Tienes razón… —admitió pensativo Wagner—. Son muy poderosos ahora. Por eso debemos cuidarnos de al-Qaeda. Son capaces de cualquier cosa con tal de obtener notoriedad. Lástima que los nuestros no pudieron encontrar nada en Peshawar, esa gente se está moviendo muy rápido, hasta pienso que fue una llamada falsa.
Apenas recibieron el informe grabado esa madrugada en Fort Mead fue transmitido a John Brennan, el director de la Agencia Central de Inteligencia. La operación Nido de Cuco, como se llamaba la de Daniel contreras, parecía que había tenido éxito y Brennan esperaba ansioso la próxima comunicación del agente. Pero esta nunca llegó. Poco después se enteró a través de las redes sociales que habían capturado a un miembro de las fuerzas especiales. Cuando vio a Daniel Contreras en la pantalla del televisor supo que las cosas estaban muy mal. No lo ejecutaron como sí lo hubieran hecho los del ISIS, pero lo retendrían probablemente para cobrar recompensa o para que sirviera como intercambio de prisioneros. O tal vez para algo peor.
Tendría que encontrar a otro tan bueno o mejor que aquel, pero esta vez sería absolutamente confidencial. No se lo comunicó a su directora adjunta, habló directamente con Charles Day. Brennan lo conocía desde antes de ser nombrado director de la CIA; siempre había demostrado ser un hombre de buen criterio, confiable y extremadamente discreto.
—Buenos días, Charly. Tengo noticias, necesito verte de inmediato. Voy camino al despacho.
—Buenos días, jefe. Voy en seguida.
Era lo que más apreciaba de Charles Day. Jamás hablaba de más ni hacía preguntas innecesarias.
Sentado en la parte de atrás del coche blindado camino a Langley, Brennan trazaba el plan. Se saltaría al Servicio Nacional Clandestino, sería una operación conocida solo por las personas necesarias, no quería correr el mismo riesgo que con el agente anterior. Era demasiado complicado, pero tendrían que echar mano de los retirados, no había mejor agente encubierto que alguno que no estuviera oficialmente en el cuerpo.
Al llegar a las cercanías de la imponente estructura de la CIA, Brennan comparó el edificio con una colmena. La infinidad de ventanas idénticas se alineaban a lo largo de los muros de los edificios paralelos. Un buen lugar, pensó. Situado en una ciudad dormitorio cerca de Washington y protegido de las miradas indiscretas por un cinturón arbolado; el mundo no podría imaginar todo lo que se cocinaba tras sus puertas. Bueno, tal vez algunos sí. Pensó en cuántos Julian Assange más habría por ahí tratando de airear cosas que no importaban a nadie.
Llegaron casi simultáneamente. Day cerró la puerta del despacho tras de sí y, como siempre, esperó a que Brennan le ofreciera asiento.
—Siéntate por favor. Tenemos un problema, Charly —dijo Brennan, alargándole una carpeta de un par de dedos de grosor.
Day la abrió y fue pasando las páginas. Se detuvo en la parte final.
—Creo que sé quién podría ser nuestro hombre.
—¿Es seguro? —preguntó Brennan, aunque sabía que era una pregunta absurda.
—Kevin Stooskopf. Habla árabe a la perfección además de otras lenguas del área. Fue agente encubierto en varias ocasiones y siempre con éxito. Él y Daniel Contreras eran inseparables. El único inconveniente es que se retiró del cuerpo hace meses y no sé si querrá aceptar el trabajo.
El candidato no podría ser mejor, tal como había pensado Brennan: un miembro en retiro y amigo del agente secuestrado. Inclinó el cuerpo sobre el escritorio.
—¿Sabes dónde encontrarlo? Necesito su expediente cuanto antes.
—No. Se mudó. Es lo último que sé de él. Pero tiene un hermano que trabaja para la Secretaría de Estado, puedo preguntarle.
—¿Crees que despertará sospechas si le preguntas? Lo menos que deseo es involucrar a la familia en esto.
—Podría decirle que necesitamos su nueva dirección para enviarle una notificación porque se le aumentó el sueldo de retiro. Es lo que se me ocurre.
—¿Cómo cobra? ¿Acaso no tienen la dirección adonde se le envía su cheque mensual?—Desde que los pagos se hacían en línea algunas cosas se habían complicado, pensó Brennan.
—No. Y odia el correo electrónico. Ve conspiraciones en todos lados.
—Llévate esto —indicó el documento confidencial—. Estúdialo y haz un informe incluyendo todo lo que debo saber del tal Kevin Stooskopf. Escríbelo a máquina, supongo que debes tener una. No se te ocurra utilizar el ordenador. Lo necesito para mañana temprano.
—Así lo haré, señor. Pierda cuidado.
De ninguna manera Brennan se había tranquilizado. Lo que había descubierto el agente Daniel Contreras era bastante importante como para no prestarle la debida atención. No quería pasar por otro 11 de septiembre. Lo peor de todo era la posición actual de Estados Unidos. Tenía a medio mundo en contra, y el gobierno siempre actuaba después de que ocurrieran los hechos. ¿Por qué no tomaron en cuenta al Estado Islámico? No podían prever que negarse a participar en la guerra civil Siria desencadenase en un problema tan grave. Ahora el ISIS era demasiado poderoso, tenían dinero del petróleo y del gas de Siria, y la ayuda financiera de miembros del Golfo Pérsico, incluyendo a algunos prominentes de Kuwait. Apoyar a los islamistas se había convertido en un importante gesto político. Los de al-Qaeda estaban —supuestamente— en clara desventaja, lo cual los volvía más peligrosos. El principal interés de ISIS por el momento era crear un califato transfronterizo entre los ríos Éufrates y Tigris; habían avanzado casi hasta las puertas de Bagdad, y Obama había tenido que enviar a mil quinientos asesores al terreno. La diferencia era que ahora enfrentaban a un enemigo más líquido: miles y miles de jóvenes de todo el planeta que supuestamente creían encontrar un camino en esa lucha contra el mal que el extremismo islámico deseaba imponer; una ley coránica de hacía mil trescientos años, y el mal de la falta de trabajo y oportunidades era encarnado por las tropas estadounidenses. Sin embargo, nunca podría adivinar el plan que Abu Bakr al- Baghdadi tenía en mente. El de al-Qaeda era destruir Occidente, algo que en su situación actual era inverosímil, aunque podían atentar contra su líder más poderoso. De hecho era lo que el agente había dado a entender. El asunto era averiguar quién era el traidor. Si trabajaba en Washington podría ser cualquiera de las miles de personas que tenían acceso a la Casa Blanca. Inclusive alguno de sus guardaespaldas, caviló Brennan.
Day por su parte fue directo a su oficina situada cuatro pisos abajo del mismo edificio y lo primero que hizo fue encargar a la secretaria un termo de café negro y no ser interrumpido, excepto por el director de la CIA. Calculaba que pasaría allí la noche. Estudió con minuciosidad el informe que tenía en sus manos y procedió a ubicar a Kevin Stooskpof.
—Por favor, comuníquese con este número, pregunte por Ian Stooskpof. Dígale que llama del Departamento de Recursos Humanos de la Armada para saber la ubicación de su hermano Kevin y así poder enviarle por correo los bonos extras y el aumento salarial que le corresponden —ordenó a su secretaria.
Poco después tenía la dirección: Satipo. Arrugó la frente. En la selva del Perú. Parecía que Kevin Stooskopf tenía serias intenciones de desaparecer de escena. Tal vez sería difícil convencerlo.
Trabajó durante toda la noche salvo para dormir un par de horas antes de continuar. Cuando Brennan decía «para mañana temprano» era justamente eso. La vieja IBM eléctrica le parecía lenta en comparación con la computadora. Lo obligaba a escribir despacio para no cometer errores que en un ordenador podrían subsanarse con facilidad, pero eran las normas. Después tendría que deshacerse del cartucho. Por suerte tenía buen aprovisionamiento de ellos. Recopiló toda la información de los trabajos anteriores de Kevin Stooskopf. ¡Es muy bueno!, reconoció. No era dado a hacer amistades, pero siempre fue correcto en su trato. Esperaba poder convencerlo, tendría que ofrecerle buenos incentivos, aunque con Kevin nunca se sabía. Por otro lado no tenía una idea muy clara del plan que Brennan tenía en mente. Faltaba una hora para las siete de la mañana. El tiempo justo para darse un baño y cambiarse de ropa. Por suerte tenía todo lo necesario en la oficina. Había aprendido a ser precavido.