Capítulo 7
Mientras acomodaba el pequeño saco de campaña que contenía estrictamente lo necesario en el compartimento superior, Kevin recordó a Joanna. Le produjo un sentimiento de culpa haber partido de manera tan intempestiva, pero llevaba incrustado en su cerebro el arraigo al deber. Durante el tiempo que pasó a su lado siempre tuvo la sensación de que ella huía de algo. Y como él también guardaba secretos, no se había atrevido a preguntarle los suyos. Sus últimas palabras fueron casi una súplica. ¿Qué le estaría sucediendo? Rebuscó en sus bolsillos y encontró la nota con el número del celular. Si algo había aprendido era a no guardar apuntes; lo memorizó y transformó el pequeño papel en una bola casi microscópica. Fue al baño y la arrojó por el reservado. El vuelo era largo, quince horas. Sabía que apenas pusiera pie en tierra tendría pocas oportunidades de descansar. Cerró los ojos y solo despertó cuando llegaron a París. Debía esperar una hora y media en el Charles de Gaulle y cambiar de avión.
Todavía estaba entumecido cuando escuchó la voz del capitán dándoles la bienvenida a Heathrow. Apenas cruzó la aduana se le acercó un soldado.
—Por favor, acompáñeme. Me ordenaron llevarlo a Vauxhall Cross.
Kevin asintió y caminó a su lado. Fueron por un largo pasillo cuyo extremo daba a la pista en la que esperaba un helicóptero Squirrell HT1.
Vauxhall Cross era la sede del MI6, el Servicio Secreto de Inteligencia británico, también conocido como «Legoland», porque su construcción se asemeja a las que se hacen con las piezas del juego danés. Le preocupaba el cariz que tomaba el asunto. Day le había asegurado que los que estaban enterados de la misión eran muy pocos.
Al llegar, el soldado lo condujo directamente a la oficina de John Sawers, el jefe del Servicio Secreto.
—Gracias, espere fuera por favor —dijo Sawers al soldado.
Obviamente no era su despacho. Era un cuarto con una mesa alargada, un par de sillas y la vista del Támesis en todo el frente.
Kevin permaneció de pie en posición de firmes.
—Por favor, tome asiento.
—Gracias, señor.
—En esta parte del mundo soy el único que conoce la misión Rastreador. A partir de hoy tendrá a su disposición a un experto en Asia Central que conoce a miembros de al-Qaeda; es afgano. Creo que puede serle de mucha utilidad. Tiene fotos de las personas que podrían cruzarse en su camino una vez esté allá, sé que usted participó en varios operativos, pero esta vez su trabajo será mucho más delicado. El señor Halabid también será quien escoja la ropa y todo lo que habrá de llevar, hasta el último detalle. No queremos que por un descuido corra usted peligro. Permanecerán una semana en Aldershot. Después será sometido a pruebas físicas en Brecon Beacons; nunca está de más ponerse en forma, su estancia allí será de otra semana antes de ser internado en la prisión Belmarsh. Le recomiendo no afeitarse desde ahora, su barba ha de crecer lo suficiente antes de partir a la misión. Ahora irá con el señor Halabid a Aldershot, le han preparado una estancia apartada para que puedan practicar sin ser interrumpidos.
—Por todo lo que me dice, el señor Halabid está enterado de que iré a esa zona —adujo Kevin, molesto.
—Él sabe que irá, pero no sabe para qué, qué buscará ni cuál será el motivo de su investigación. Tampoco sabe cómo se llama la operación. Ni siquiera conoce su nombre, para él usted se llama Mike Stone. El señor Halabid es de confianza, está casado y tiene dos niños. Pierda cuidado, que las personas involucradas saben lo que tienen que hacer, cómo y solo hasta donde se les ha informado, de otra manera no podría llevarse a cabo la operación.
—Ya veo —dijo Kevin, no muy convencido.
—En este sobre sellado está toda la información que debe memorizar.
John Sawers dejó pasar unos segundos para ver si Kevin agregaba algo más, pero no parecía tener intenciones de abrir la boca. Dejó de tamborilear con los dedos en la mesa y se puso de pie.
—Mientras esté en la base, en caso necesario puede comunicarme conmigo en este teléfono. Le deseo mucha suerte.
—Gracias, señor —respondió Kevin guardando el sobre y la nota en el bolsillo de su cazadora.
Halabid era un hombre de unos cuarenta y tantos años, delgado, de mediana estatura, iba vestido con ropa occidental, el cabello lacio y castaño peinado hacia atrás, brillante. Lo llamativo en su rostro era el color de sus ojos. Una mezcla de verde y dorado con chispas azules. Sonrió al ver a Kevin y lo invitó a seguirlo. Fueron hacia la rampa donde los aguardaba el helicóptero.
—Ustedes los americanos tienen nuestro mismo horario de comidas, ¿eh, Mike? —preguntó Halabid.
—Sí, por suerte.
—Almorzaremos allá. Es un buen lugar.
El pequeño helicóptero de entrenamiento no tardó más de trece minutos en llegar a la ciudad militar de Aldershot, un complejo situado a sesenta kilómetros al suroeste de Londres. Un área de guarnición de quinientas hectáreas, y otras dos mil quinientas para entrenamiento militar. Dejaron sus respectivos macutos en una apartada barraca de madera que ocuparían solo ellos dos. Tenían para su uso una camioneta Land Rover. Halabid se puso al volante y se dirigió al comedor, que empezaba a llenarse. Luego de escoger un par de sándwiches y dos envases de ensalada, acarrearon el almuerzo con sendos vasos de té frío hacia la barraca. Kevin procuró no abrir la boca, lo que menos deseaba era que supieran que era norteamericano.
Puso la comida en un escritorio y Kevin se sentó frente a él.
—Y bien, Mike, con la experiencia que tienes en Asia Central más lo que yo pueda aportar, tendrás mucho para enseñar a tus muchachos —dijo en pashtún.
—Estuve en un par de operaciones hace unos años, supongo que debe de haber cambiado mucho toda esa zona, caras, nombres nuevos… Y tú ¿dónde estuviste? —preguntó Kevin en un pashtún de acento campesino, tal como lo había aprendido de Shamal.
—Entre Afganistán y Pakistán. La frontera es conocida como la tierra de nadie, eso ya lo sabes, pero donde realmente hay posibilidades de infiltrarse es en Chaman. Pertenece a Baluchistán del Este. Supongo que sabes de qué hablo.
A Kevin le extrañó que hablara de infiltraciones.
—Claro, el pueblo baluche se reparte entre Irán, Pakistán y Afganistán, son los que hablan pashtún.
—Exacto. Cuando los británicos se retiraron en 1947, los baluches declararon su independencia antes de que lo hiciera Pakistán. Sin embargo, la parte Este del territorio fue anexionada por Islamabad, y el resto por otros países vecinos. Desde entonces existe una insurrección que se mantiene hasta hoy. Los baluches ocupan un territorio del tamaño de Francia que esconde grandes reservas de petróleo, gas, uranio y oro. Tienen mil kilómetros de costa, inclusive costa de aguas profundas a las puertas del Golfo Pérsico —explicó Halabid en árabe.
—Creo que sé a lo que te refieres, es la lucha por la independencia baluche.
—Es mucho más que eso —dijo Halabid, satisfecho por la pronunciación árabe de Kevin—. Se han convertido en un verdadero problema. Te explico: la provincia de Baluchistán está siendo inundada por criminales soltados de las cárceles pakistaníes que se unen a los talibanes para combatir contra ellos con total impunidad. Y el gobierno los incentiva. Desde el año 2000 hay más de diecinueve mil baluches desaparecidos y nadie hace nada, así que imagina cómo hierve esa zona. Claro que estos tampoco son unos santos, secuestran autobuses que pasan por su territorio y matan a sus ocupantes, es un lugar donde se cometen toda clase de atrocidades.
—¿Dónde está la zona conflictiva?
Halabid apartó los envases de comida que había sobre el escritorio y extendió un mapa que sacó de un maletín.
—Aquí. —Señaló con el índice un punto en Pakistán cercano a la frontera con Afganistán—. Y aquí está Quetta, la capital de la provincia de Baluchistán. Hay un aeropuerto internacional. Pakistán tiene un extenso sistema vial, casi todas sus vías principales están asfaltadas y señalizadas aunque hay muchas carreteras adyacentes en pésimo estado. Chaman se encuentra a unos ciento treinta kilómetros de Quetta. Es el sitio donde empieza la tierra de nadie.
—Ya veo, justo en la frontera.
—Exacto. Y todo esto es territorio baluche, casi la mitad sur de Pakistán. Pero donde conviene que te ubiques es en Chaman, un lugar donde también opera al-Qaeda, y en estos momentos están sufriendo un grave revés porque muchos de sus militantes se han pasado a las filas del ISIS. Necesitan gente. Pero ahora el dinero lo tienen otros, desde la muerte de Bin Laden todo ha cambiado.
—¿No crees que el cabecilla de al-Qaeda debe encontrarse en la frontera con India? Ahora parece que sus ataques van dirigidos hacia allá.
—Es pura estrategia. El vídeo en donde anuncia sus intenciones de ocupar territorio indio fue grabado en la frontera con Afganistán, no con India.
—Tiene sentido. Trata de llamar la atención hacia un objetivo mientras el verdadero es otro.
—Así es.
—¿Sabes qué es lo que haremos allá? —preguntó Kevin directamente.
—Prefiero no saberlo —respondió Halabid con una sonrisa—, sigo vivo porque mis operaciones siempre fueron secretas. —Terminó de comer el último trozo de sándwich y echó mano a un sobre del que extrajo unas fotos—. ¿A quiénes de estas personas reconoces?
Kevin señaló a dos: al- Zawahirí y al-Baghdadi, y explicó:
—A ambos los he visto, al primero en vídeos, pero podría reconocerlo en persona. A este —dijo, señalando al segundo— porque está en Internet. Enseñó estudios islámicos en Bagdad hasta que lo apresaron; lo liberaron de Camp Bucca en el 2007 y resulta que ahora es el jefe de eso que llaman Estado Islámico.
Kevin evitó señalar a un par más. No podía enseñar todas sus cartas.
—Por suerte no conoces al resto. Así ellos tampoco te conocen a ti. Observa las fotos y los nombres debajo de cada una. Memoriza sus rostros y después te preguntaré.
No era la primera vez que Kevin se enfrentaba ese tipo de prueba, dentro de sus habilidades estaba su memoria fotográfica, el problema en este caso residía en que las fotos en su mayoría eran de hombres barbados con turbantes, a simple vista se parecían todos, sin embargo después de dos intentos pudo identificarlos con sus nombres y apellidos.
—¿Los conoces tú?, es decir, ¿los has visto en persona?
—¿Por qué lo preguntas? —indagó Halabid.
—Porque tal vez tengan algún defecto que llame la atención, algún tic, algo… tú me entiendes —dijo Kevin, al tiempo que un aroma ligeramente agrio llegaba a sus fosas nasales.
—Conozco a algunos. He formado parte del Movimiento Islámico de Uzbekistán, el MIU; me enrolé porque deseaba derrocar a Islom Karimov, el presidente ilegítimo.
—¿Conociste a Bin Laden?
—Fue nuestro principal patrocinador. Lo vi en un par de ocasiones, cuando acompañé a Juma Namangani, nuestro líder para aquella época.
Kevin permaneció en silencio un buen rato. Algo no estaba bien. ¿Por qué un terrorista tenía que ser su «asesor»? El olor agrio se hizo más penetrante. Halabid olía a miedo.
—Lo que no comprendo es por qué un afgano como tú querría derrocar a un presidente de otro país.
—Mi mujer es uzbeka. Nosotros vivíamos allá, nuestros dos hijos nacieron en Uzbekistán, mi negocio fue embargado por el gobierno, nos quedamos en la ruina. Tenía motivos. Después comprendí que unirme al terrorismo no era la mejor elección. Cuando sucedió el atentado del 11 de septiembre, abandoné las filas del MIU y me entregué a las tropas británicas que ocuparon Afganistán en 2002, en un territorio donde nos movíamos con los talibanes. Los británicos me ayudaron a sacar a mi familia de Uzbekistán y desde entonces trabajo para ellos. ¿Acaso no has oído hablar de los hackers que son contratados por las empresas del gobierno? —agregó al ver que Kevin movía la cabeza de un lado a otro.
—¿Y de qué tienes miedo?
—Nunca dejaré de tenerlo. Salir a la calle me produce miedo, nunca sé si me encontraré con algún conocido del Movimiento. Aquí abundan los yihadistas disfrazados de occidentales. Hubiera preferido ir a los Estados Unidos, pero fue imposible. Ustedes no aceptan a ex-terroristas. Pasé ocho meses en Belmarsh sometido a interrogatorios, antes de que me otorgaran la libertad y aun ahora no sé si me tienen confianza —dijo con pesadumbre Halabid.
—Es comprensible, ¿no crees? —Kevin evitó mencionar que él también estaría en la prisión de Belmarsh.
—Claro, lo entiendo, pero he demostrado con creces que soy confiable, les he dado toda clase de información.
—Supongo que se hace difícil pensar que alguien que en algún momento fue un extremista haya cambiado de bando.
—Nunca fui un extremista. Me alisté con el MIU por algo concreto, sacar del poder a Karimov cuyas leyes me privaron de mis bienes.
—¿Crees que con los talibanes te hubiera ido mejor?
—Sí, desde el punto de vista práctico. Claro que las costumbres religiosas serían drásticas, cuando lo entendí supe que estaba en el bando equivocado. Especialmente, por mi mujer. Siempre me gustó la liberalidad de Occidente, me siento bien aquí, ella se ha adaptado y los niños también, deseo el mejor futuro para ellos.
Si existía algo que Kevin no comprendería jamás era la deslealtad, no solo por el hecho de ser un militar, sino por haber ejercido la lealtad durante toda su vida. Era lo que le desagradaba de Halabid. Para Kevin estaba bien cambiar de bando o de ideas, pero no ser un delator. Sin embargo percibía la incomodidad de su interlocutor y no deseaba perjudicar la relación.
—Supongo que todos somos susceptibles de cometer errores —concluyó—. Lo bueno es que te diste cuenta a tiempo.
—Claro —respondió con vivacidad Halabid—. Me indicaron que te enseñase lo referente a algunas costumbres de esa zona —dijo mirando el mapa.
—Por favor.
—La religión es una parte crucial. Tendrás que recitar el Corán de memoria en árabe.
—Lo sé hacer.
Kevin recitó la azalá de una sola parrafada haciendo las inflexiones acostumbradas en los versos correspondientes: la qiyam primero de pie con las manos sobre el pecho; la muñeca derecha sobre la izquierda. Seguida por la quiraa. Después la ruku con movimientos de profunda inclinación, con la espalda recta y las manos sobre las rodillas; la itidal, en posición vertical con las palmas hacia delante a la altura de los oídos. Después la suyiid, postrado sobre las rodillas con la frente en el suelo seguido por la yulus, sentado sobre los talones con las manos sobre los muslos, para terminar con la suyud semejante a la primera.
Halabid lo miró asombrado. La pronunciación y los movimientos eran perfectos, si hubiera estado vestido con el shalwar kameez y un turbante o siquiera una taqiyah en la cabeza, hubiera jurado que se trataba de un musulmán.
—Antes de los rezos ya sabes que debes hacer las abluciones, si no hay agua, al menos con arena.
—Lo sé: debo lavarme las manos, antebrazos, boca, nariz, cara, pasar agua sobre las orejas, la nuca, los cabellos, y los pies. En ese orden.
Años siguiendo el mismo ritual cinco veces al día en la escuela de Riad habían dejado huella. Una sonrisa afloró a los labios de Kevin al ver la expresión de Halabid, pero no estaba dispuesto a explicarle nada.
—Comer con las manos, no lo olvides. Y no soplar la comida. El lado derecho simboliza la suerte y el izquierdo la desgracia, por eso debes usar siempre la mano derecha para comer y para dar la mano. Se entra en la mezquita con el pie derecho, se comienza a calzarse por el pie derecho, se duerme sobre el lado derecho… Y la izquierda se usa para limpiar, descalzarse, quitarse la ropa. Estás circuncidado, espero —agregó de manera imprevista Halabid.
—Sí. Fui circuncidado de pequeño.
A esas alturas, al afgano Halabid ya no lo impresionaba nada.
Para Jeff Stooskopf, el padre de Kevin, más que una costumbre religiosa significó una buena medida sanitaria, de manera que hizo circuncidar a sus dos hijos y a él mismo.
Kevin memorizaba todo y, consciente de que sus movimientos debían parecer naturales, a partir de ese momento los pondría en práctica. No importaba si Halabid sospechaba que su misión podría ser la de un infiltrado. Tendría que hablar con John Sawers para que mantuvieran vigilado a Halabid desde ya.
Cuando finalizó la semana, Kevin ya pensaba en árabe. En la apartada y solitaria barraca que les habían asignado, vestía la ropa que el afgano había escogido para él, usada pero limpia, y trató de acostumbrarse a llevar unos calzoncillos en lugar de los cómodos bóxers. En la vida diaria en Pakistán la gente suele usar ropa occidental, sobre todo los hombres, los jeans son muy apreciados, pero en la zona donde Kevin tendría que tratar de introducirse era mejor usar ropas modestas, no totalmente islámicas, pero un toque como un pakul o un gorro pequeño podría servir para identificarlo como musulmán, había explicado Halabid.
Durante las noches, memorizaba cada detalle de la nueva personalidad que había adquirido, el nombre de sus parientes, dónde había pasado su infancia… Toda la información que lo ayudaría a permanecer con vida.
La relación con Halabid se hizo familiar, como sucede cuando se cohabita con otra persona, no obstante los años de experiencia le habían enseñado a Kevin a no fiarse de nadie. Una de las veces que el afgano fue por la comida se comunicó con John Sawers desde una de las cabinas telefónicas que había en el campo.
—Señor Sawers, le habla Mike Stone.
—Dígame, Stone —dijo Sawers tras unos segundos de silencio.
—Solicito que Halabid sea custodiado durante mi permanencia «allá».
—Pierda cuidado, él siempre lo está, sus teléfonos están intervenidos.
—Me refería a algo más drástico, ¿no podrían monitorear sus movimientos?
—Por supuesto. Tomaré en cuenta su petición, lo comprendo. Espero que usted no le haya dicho...
—No hace falta, estoy seguro de que él lo sabe, créame —interrumpió Kevin.
—Tomaré las precauciones necesarias. Hoy es su último día ahí, mañana estará en Brecon Beacons.
En esa semana había aprendido más que durante el tiempo que viajó a Pakistán y Afganistán. Excepto cuando de chiquillo andaba con Shamal. Y pensar que las costumbres que a su madre le habían parecido execrables pronto serían de importancia vital. Tuvo suerte de que Shamal proviniera de familia campesina, justo el tipo de comportamiento y acento que utilizaría.
Miró por enésima vez las fotos. Había gente de al-Qaeda y de otros movimientos, los había memorizado a todos.
—Nuestra última cena —dijo Halabid con su sonrisa que formaba unos pliegues al lado derecho de su mejilla, mirándolo con sus ojos de color extraño.
Comieron en silencio, como si de pronto se les hubieran acabado todas las palabras. Un silencio que se fue haciendo denso a medida que transcurría la cena, solo roto por el sonido del roce de las bolsas de papel o de la lata de té frío al apoyarse sobre la pequeña mesa.
—Deben estar por llegar. Mañana tendré un día difícil —dijo Kevin.
—Sí.
—¿Cuánto sabes, Halabid?
—A leguas se nota que encabezarás una operación de los servicios especiales. Una en la que te tocará hacerte pasar por un yihadista. Es fácil deducirlo.
—Tienes razón, supongo que no puedo decirte más de lo que supones, pero sabes que es por tu propia seguridad.
—¿Nunca tienes miedo?
—¿Miedo? ¿A qué?
—A que te descubran… a que te apresen y quién sabe qué torturas puedan hacerte.
—Estoy preparado para lo que tenga que enfrentar. Tengo miedo al fracaso por las consecuencias que traería. ¿Acaso tú no tenías miedo cuando te enrolaste en las filas de al-Qaeda?
—No fue en al-Qaeda, y no lo hice por fanatismo religioso, lo hice por una causa justa.
—Todos piensan que sus causas son justas. La tuya era vengarte por haber perdido tus bienes.
—Es verdad. Cada individuo tiene sus propias causas justas. ¿Cuál es la tuya?
—Yo no hago esto por una causa propia.
—Comprendo, eres un héroe, yo jamás podré serlo —dijo Halabid con respeto.
—No soy un héroe, hasta ahora soy solo un hombre que está dispuesto hacer algo peligroso. Solo eso. Veamos qué me depara el futuro.
—Tu tiempo es este momento. Recuerda, amigo: todo momento se convierte en pasado. Y el pasado en memoria. No dejes que eso ocurra contigo, eres joven para formar parte de los recuerdos.
—¿En qué verso del Corán está escrito eso?
—No es un verso coránico. Está escrito en mi corazón —dijo el afgano tocándose el pecho.
Kevin siempre había admirado la delicadeza con la que los hombres de aquellas tierras lejanas manejaban la poesía, tan alejada en algunos aspectos de su manera de percibir la vida diaria, el trato a sus mujeres y a la familia. Una escala de valores tan dispareja como la que Halabid mostraba en sus sentimientos.
Quemó en una vasija los papeles que le habían servido de Biblia durante esas noches. Ya no los necesitaba, había aprendido de memoria quién era Keled Jaume. Salió al patio y sopló las cenizas que se esparcieron con el viento caliente de esa noche de verano. El sonido abrupto del motor de un helicóptero irrumpió en Aldershot. Halabid al volante del Land Rover lo condujo hacia la pista.