Capítulo 12
Los recuerdos dolían menos y, desde la distancia, eran ya solo una anécdota. Haber estado en aquellas circunstancias una sola vez con quien él creyó era la mujer de su vida daba cierto tinte romántico a aquellos años. Ahora Daniel necesitaba de él y debía cumplir la promesa que se hicieron. Pero Kevin no estaba seguro si lo hacía por una promesa o porque deseaba demostrar su superioridad al acudir a salvarlo. O quizá también por lucirse ante Nasrim. Era la primera vez que se enfrentaba a una operación en la que primaban los sentimientos. Y lo haría solo. A ráfagas le venía un pensamiento que aparecía en su mente como un letrero: «insensato». Pero no deseaba hacerle mucho caso. Desde esos días no sabía nada de Daniel, ni de Nasrim, ni de su madre. Con el único que había mantenido contacto esporádico había sido con Shamal, pero jamás se atrevió a preguntarle y no estaba seguro de que estuviera enterado de algo.
Se levantó de su asiento para estirar las piernas y caminó por el largo pasillo hasta el baño, ida y vuelta. Una azafata lo miró y sonrió. La joven de rostro agradable parecía tener un problema que le impedía cerrar del todo la boca. Al menos fue lo que le pareció a Kevin.
—¿Cansado? —le preguntó en árabe.
—Y un poco dolorido —respondió Kevin.
Ella se le acercó un poco más.
—El avión no está del todo lleno. Traiga su equipaje de mano y sígame.
Kevin hizo lo que ella dijo y la siguió por las escaleras alfombradas de gris. La joven le indicó, con una amabilidad que a Kevin le pareció desproporcionada, una cabina privada. Tenía su propio mini bar y el pequeño espacio podía cerrarse por medio de una puerta corredera. La privacidad se mantendría mientras estuviera sentado o echado en una cama larga y confortable que antes había sido asiento.
—¿Cuánto más debo abonar? —preguntó Kevin. El dinero no le preocupaba, sabía que pagaba el tío Sam. Había comprado pasaje en clase turista porque no acostumbraba hacerlo de otra manera, pero le intrigaba saber el motivo del cambio.
—Por supuesto que nada. Es cortesía de la casa —dijo la azafata sonriendo—. Pronto traeré la cena. Si me necesita, solo tiene que llamar. —Señaló un auricular, giró y se fue sin darle tiempo a agradecer.
Fue el mejor vuelo de su vida. Al llegar a Dubái ella le entregó una tarjeta.
—Si algún día vuelve por aquí, llámeme.
—Por supuesto, lo haré. Muchas gracias por todo.
—Ma'a Elsalama.
—Fi amani Allah.
Ya en el aeropuerto Kevin se encaminó a los aseos. Se quitó la ropa y vistió uno de los conjuntos de pantalón, túnica y chaleco que le había preparado Halabid. El pequeño gorro blanco y la barba crecida lo hicieron verse como un verdadero lugareño. A partir de ahí tendría que comportarse como uno de ellos. Su visión periférica escaneó el enorme aeropuerto y se fijó en varias personas que seguían la misma ruta que él. Un hombre vestido al estilo occidental pero con rasgos característicos de la gente de esa parte del mundo le sonrió. Lo había visto en el vuelo anterior. Le devolvió la sonrisa con una ligera venia y el sujeto pasó de largo y se dirigió a la prístina sala de espera de primera clase. Kevin paseó entre las palmeras que se erguían orgullosas dentro de los pasillos de techos interminables, leyó algunos periódicos, tomó un café, y las dos horas y media pasaron bastante rápidas en una de las terminales más lujosas y concurridas que hubiera conocido. El último trecho de cuatro horas hacia Pakistán lo hizo en la clase económica del Airbus 332.
El contraste del aeropuerto internacional Bacha Khan de Peshawar fue más patente después de haber estado en el anterior. Kevin tuvo que esperar mucho tiempo antes de pasar por la aduana, luchar contra la gente apretujada que trataba de alcanzar la cinta transportadora de equipajes, que corría sin lógica, serpenteante, antes de escupir las maletas y morrales y él, a pesar de no llevar más que la vieja mochila de lona como equipaje de mano, se vio envuelto en la marea de gritos, empujones y ademanes de impaciencia del gentío que bajó del avión. Pudo ver al hombre que estuvo en primera clase pasar sin apuro y dirigirse hacia el estacionamiento.
Conseguir un taxi fue otra tarea difícil. Un accidente ocasionado por algún peatón despistado había paralizado la circulación, y el tránsito, que ya era cargado, se congestionó. Procuró alejarse de la algarabía y estuvo a punto de ir caminando los diez kilómetros hasta el centro, cuando un coche negro proveniente de la otra parte del estacionamiento se detuvo a su lado. Bajó el vidrio eléctrico y Kevin vio una vez más al hombre de primera clase.
—Asalaam aleikum.
—Aleikum asalaam —respondió Kevin.
—¿Necesitas que te lleve a algún lugar? —preguntó con la misma sonrisa con que lo había saludado antes.
—Voy al centro.
—Sube, voy hacia allá.
—Gracias.
—Soy Abdulah Baryala.
—Keled Jaume. Mucho gusto.
Tras unos momentos de silencio, Abdulah habló:
—¿De paso en Pakistán?
—No. Vengo a quedarme.
—¡Bien! Necesitamos gente con ganas de hacer buenas cosas por este país.
—Es lo que pensé.
—¿Disfrutaste del viaje a Dubái?
—Mucho.
—Me gusta hacer cómodamente los viajes largos. No hay nada mejor que eso.
Kevin comprendió que el individuo había tenido que ver con el cambio de clase en el avión.
—No sé cómo lo hizo pero le agradezco que me haya permitido ocupar un asiento en primera clase. Si le debo algo estoy dispuesto a…
—Por favor, Keled, no me ofendas. Es un pequeño favorcito de los muchos que me deben algunos amigos. ¿A qué te dedicas?
—Vivía en Londres, tenía una empresa que concertaba personas con la finalidad de contraer matrimonio. Usted sabe, había muchos soldados en el frente, en Kabul y otras zonas en Afganistán, y aquí mismo, eran mis principales clientes. Algunos de ellos deben estar ahora viviendo en los Estados Unidos con sus respectivas esposas.
—Ese tipo de negocio tal vez no pueda darse aquí. Las costumbres de los casamientos son muy estrictas, son los padres quienes arreglan los matrimonios de sus hijos.
—Lo sé. Pero no es mi idea hacer lo mismo al venir aquí. Quiero reencontrarme con mis orígenes. En realidad no son pakistaní, soy afgano, así que tal vez me decida a ir para allá.
—Hablas muy bien el árabe.
—Usted también.
Abdulah soltó una carcajada.
—Hemos llegado. ¿Tienes alojamiento? Puedo recomendarte un buen lugar, económico y con buen servicio.
—Se lo agradezco, pero ya hizo mucho por mí. Demasiado.
—Si cambias de opinión, aquí tienes mi tarjeta. Solo llámame.
Kevin bajó del coche y caminó unos cuantos pasos, se fijó en la tarjeta: «Abdulah Baryala - Agencia de Viajes - Consultor - Servicios de Gestoría». Todo un empresario, caviló. ¿Cuál sería su interés en él? Ahora que sabía que su viaje en primera clase no se debió a su encanto personal sino a un favor del buen Abdulah, las cosas tomaban otro cariz.
Caminó en dirección a Bakhshi Pull, la zona donde debía entregar la carta de Manzur. Era lo primero que debía hacer, y por el momento la única pista de la que disponía para acercarse a algún grupo radical, según Manzur. Calculó una hora, quiso hacerlo a pie para desentumecer las piernas, por otro lado le hacía bien recorrer las calles. Abdulah lo había dejado a pocas cuadras del Fruit Market. Tomó hacia el suroeste por Charsadda, una larga carretera que pasa por el distrito del mismo nombre y llega hasta Mardan. Caminó más o menos seis kilómetros, una ruta que él conocía bastante bien.
Bakhshi Pull es una zona residencial, algunas de sus casas son de dos plantas, también hay edificios de cuatro y cinco pisos. La dirección que tenía grabada la mente de Kevin se hallaba justamente frente a él. Una casa de dos plantas. Observó a la luz del atardecer las paredes de la planta baja, cubiertas en su integridad por una enredadera de hojas grandes que la hacía verse muy hermosa. Situada entre un conglomerado de casas de diferente tenor, tenía acceso por una calle estrecha por la que apenas podría pasar un coche. Tocó el timbre y a los pocos segundos un hombre abrió la puerta.
—Traigo una carta para la señora Manzur.
El hombre de la puerta soltó una especie de risita.
—¿Señora Manzur? Aquí no vive ninguna mujer con ese apellido.
Kevin se dio vuelta dispuesto a olvidarse del asunto.
—¡Hey! ¡Espere! ¿No será el señor Manzur?
—Me dijeron que entregara la carta en las manos de la señora Manzur y es lo que haré.
Otro hombre se asomó a la puerta.
—Por favor, pase. Aquí el amigo está confundido, haremos que venga la señora Manzur.
Regresó y entró a la casa. La puerta se cerró demasiado rápido, le pareció a Kevin. De inmediato se hizo a un lado y la navaja que el hombre tenía en la mano pasó casi rozándole la oreja. Lo agarró del brazo y se lo torció sin llegar a romperlo, la navaja cayó al suelo; la cogió y el otro dio un grito de alarma: Se presentaron cuatro hombres más. Kevin ya tenía al hombre sujetado con la punta de la navaja en el cuello.
—Si dan un paso más, lo mato.
—Tranquilo… —dijo uno de ellos.
—¡Hagan lo que dice! —farfulló el hombre.
—¿Quién le dio esta dirección? —preguntó el que parecía mayor.
—No se lo voy a decir. Y pueden ir buscando a la tal señora Manzur.
Uno de ellos susurró algo al oído del otro y fue escaleras arriba.
—Mire, ¿señor…? —Kevin no le dijo su nombre—. Espere un momento, suéltelo, esto se puede arreglar.
—No pienso soltarlo y te aseguro que puedo estar así toda la noche.
El hombre gesticulaba tratando de zafarse pero su brazo corría el peligro de quebrarse. Kevin lo tenía sujeto férreamente por la espalda.
—No podemos permitir que suba con la navaja.
Kevin pasó su brazo por el cuello del hombre y apretó con fuerza sin hacer caso de sus gemidos.
—Está bien, está bien, cálmese. Pero hemos de comprobar que no va armado. Suelte a ese hombre, le cachearemos y podrá subir a ver a la señora.
Kevin aflojó el brazo, el otro se liberó y se apartó unos metros, masajeándose el cuello. Después dejó caer la navaja y mostró las palmas de las manos vacías.
El que había negociado abrió la mochila y la palpó por todos lados. Después cacheó a Kevin.
—No hay problema. La señora Manzur te espera.
—Espero que no sea otro de sus trucos —advirtió Kevin, y fue escaleras arriba.
—¡La puerta del fondo! —gritaron desde abajo.
Hacia allá se dirigió con su bolsa de lona colgando del hombro izquierdo. Abrió la puerta despacio y vio a la mujer sentada en una cama. A su lado, una silla de ruedas.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
—Traigo una carta para la señora Manzur.
—Yo soy la señora Manzur. Supongo que la carta me la envía mi hijo que vive en Londres.
Kevin extendió la mano y le entregó el sobre que había sacado de uno de los bolsillos con cremallera del saco de lona.
—Aquí tiene. Me dijo que tenía que dársela en sus manos.
La anciana sonrió mostrando una perfecta fila de dientes postizos.
—Ya cumpliste, hijo. Que la paz sea contigo y Alá y sus bendiciones. Si Manzur te mandó es porque eres de confianza. Disculpa el mal rato que te han hecho pasar los muchachos. Son mis hijos, hermanos menores de Manzur. ¿Puedes creerlo? Alá me premió con once hijos, todos varones. El mayor es el que conociste en Londres. Tendrás que leerme la carta, yo no sé hacerlo.
—Si cree que debo hacerlo, que sea la voluntad de Alá —dijo Kevin. Rasgó el sobre y extrajo un papel. Al abrirlo varios billetes de cien libras esterlinas aparecieron a la vista. Se los entregó a la mujer y se dispuso a leer.
—«Querida madre, que Alá sea contigo y te acompañe con bendiciones. El portador de esta carta es un buen amigo mío, Keled Jaume. Te hará llegar un pequeño regalo porque sé que te gusta sentir el roce de los billetes en las manos. Yo estoy bien, trabajando como siempre por la causa, mi salud y los negocios van bien. No debes preocuparte. Este joven necesita un poco de ayuda porque desea vivir en Pakistán, aunque es de Nangarhar, allá en Afganistán, pero sabes cuántos problemas hay por esa zona. Si pudieras conectarlo con quien tú sabes sería de gran ayuda para la causa. Confío en tu buen criterio. No sé cuándo tenga oportunidad de volver a escribirte, por eso te hago llegar mi cariño como siempre, que la paz y las bendiciones sean contigo, madre, hasta una próxima vez.»
La anciana lloraba en silencio.
—Pobre mi Manzur. Él piensa que no sé que está en la cárcel. ¿Fue allí donde se conocieron?
—No, señora, fue en uno de sus negocios.
—Deja de mentir que sé toda la verdad, muchacho. No es necesario.
—Déjeme decirle que es un hombre a quien todos respetan, se encuentra bien y no es maltratado.
—Al menos ese es mi consuelo, pobre hijo mío, que Alá lo ayude. ¿Tienes dónde quedarte a dormir? ¡Bah! ¡Qué pregunta! Si mi hijo dice que necesitas ayuda es porque debes quedarte aquí. Considérate en tu casa, hijo. Si Manzur confía en ti, nosotros también. Y por los de allá abajo no te preocupes, ellos me cuidan mucho, hay enemigos que saben que si me hacen daño, mi hijo sufriría. No debes decir a nadie que estoy aquí. Alá se apiade de mi hijo y de mí. Él en una cárcel de Londres y yo aquí, también encerrada. Por favor, ve y diles que suban. Después que venga Zoraida. Es quien me ayuda, sin ella no sería nadie, hijo mío.
Encontró a todos sentados al pie de la escalera. Uno de ellos se sobaba aún el cuello.
—La señora Manzur dijo que suban y que después vaya Zoraida.
Kevin esperó abajo frente a la ventana. Algunas palabras en la carta le hacían presentir que era probable que el hombre que conoció en la cárcel pudiera estar involucrado con algún grupo que luchaba por una «causa». Esperaba que fuese la misma que él buscaba. Si así fuera, no podría haber caído en mejores manos. Probablemente el MI6 había previsto el encuentro con Manzur en Belmarsh, de otro modo no podía explicarse la coincidencia. Era para quitarse el sombrero, la sutileza del servicio secreto británico le causó admiración.
—A Keled Jaume lo envía su hermano Manzur, recomienda que lo ayuden a ponerse en contacto con la gente de El Profesor. Trátenlo bien, es una orden de su hermano.
—Está bien, madre. Nos pareció sospechoso, por eso quisimos detenerlo. De todos modos lo registré y mira lo que encontré en uno de sus bolsillos.
Le enseñó la tarjeta de Abdulah Baryala, el agente de viajes y gestor.
—Ahí tienen. Es de confianza. Abdulah no le hubiese dado su tarjeta a cualquiera. Devuélvansela.
Se miraron entre sí arrugando la frente. Al bajar, el menor de ellos se acercó a Kevin.
—Toma, Keled. Se te cayó esto en medio de la lucha.
—Gracias. —Fue todo lo que dijo Kevin. Se maldijo por no haber notado cuando se la quitaban.
—Ven, te mostraré dónde puedes asearte y dormir, eres bienvenido.
—Sí, Keled, eres bienvenido, disculpa el recibimiento.
Cada uno de ellos se presentó y le dio la mano. Kevin correspondió con una sonrisa.
Se reunieron para la oración de la tarde antes de la cena que Zoraida, una sobrina de la madre de Manzur, sirvió en el piso del salón sobre un mantel escrupulosamente limpio.
Ella era quien se encargaba de cuidar a la anciana, de limpiar la casa, de cocinar, de lavar la ropa de todos y de hacer las compras. Y ahora debía andar por la casa con un velo porque Keled no era de la familia.
—Debo hablar con tu madre —dijo Kevin a uno de los hermanos.
—Sube conmigo.
Una vez dentro del cuarto, se acercó a la anciana.
—Señora Manzur, no puedo aceptar su ofrecimiento de hospedarme en su casa, se lo agradezco mucho, pero eso significaría que su sobrina Zoraida debería sufrir incomodidades por mi presencia. Puedo buscar un alojamiento económico, no se preocupe por mí. Mañana me pondré en contacto con ustedes, porque me interesa conseguir un trabajo, si es que su ofrecimiento sigue en pie.
—Veo que eres un hombre generoso y respetuoso de nuestras costumbres, Keled. Si piensas que es mejor así, está bien, hijo mío. Ve y que la paz de Alá sea contigo.
Kevin salió y tras él uno de los hijos de la anciana, que se ofreció a llevarlo.
—Puedo dejarte donde quieras.
—Gracias, me gustaría ir por los alrededores del Fruit Market.
—Vamos allá.
La camioneta Toyota bastante bien cuidada regresó por la misma avenida Sharsadda que lo había llevado y lo dejó justo en el mercado. Kevin sabía orientarse desde ese lugar.
—Gracias, que Alá te acompañe.
—Ala eirahib wa elssa. Te esperamos mañana. Iremos a conocer a alguien que quizá pueda darte trabajo.
Kevin caminó un par de cuadras. Una casa de una sola planta que exhibía un letrero deslucido: «La Flor de Peshawar -Alojamiento y comida - Servicio para turistas» llamó su atención. El portón abierto daba a un amplio patio; al fondo, un mostrador, varias mesas y sillas esparcidas, y dos pasillos largos con una fila de puertas.
Un hombre del mostrador lo saludó.
—El comedor ya está cerrado. ¿Se le ofrece alojamiento? —preguntó en pashtún.
—Sí, por un par de noches. Quizá más.
—Ha venido usted al lugar indicado. Tenemos servicio de desayuno y si lo desea hay un cuarto con baño privado.
—Lo tomaré.
Pagó usando las rupias pakistaníes que le habían dado los ingleses. El individuo anotó su nombre en un cuaderno bastante gastado, ya con pocas páginas en blanco y le entregó una llave.
—Por el segundo pasillo, la habitación once.
El cuarto era parecido al que ocupó en Belmarsh, salvo por la cama, un poco más amplia. Acostumbrado a dormir en cualquier sitio, Kevin no prestó demasiada atención a las sábanas limpias pero de un color percudido, ni tampoco a lo que pudiera haber en relleno de la almohada. Se dio un baño y procedió a sus oraciones vespertinas, consciente de que no debería perder detalles en su adaptación como Keled Jaume. Lo primero que haría al día siguiente sería ir a casa de la señora Manzur; se hubiera alojado allí, pero prefería mantener su independencia, así no tendría que informar adónde iba. Esa misma noche iría a la tienda de la madre de Nasrim. Era la parte que menos le agradaba del asunto, pero debía hacerlo. Tal vez obtendría alguna pista acerca de Daniel, era una remota posibilidad, pero debía intentarlo.
Una temperatura de unos 14°C hizo la caminata bastante agradable. Las calles estaban desiertas, con una oscuridad solo quebrada por uno que otro haz de luz tenue, que salía de alguna ventana o de los escasos faroles con bombilla. Desde el mercado de frutas caminó catorce cuadras con sus sentidos en alerta hasta distinguir la tienda. Esperaba que Mamá Farah siguiera ocupando la misma habitación. Después de aguardar entre las sombras unos diez minutos, cruzó la calle y lanzó un par de piedritas a la ventana del segundo piso. Era tarde, pero no tenía otro remedio, confiaba en que la madre de Shamal pudiera escucharlo, siempre había sido una mujer que parecía dormir en estado de alerta. No se equivocó. Vio moverse las cortinas y luego de un momento se abrió la puerta.
—Kevin… —susurró la voz. Pasa, no te quedes ahí—. A pesar de la barba supe que eras tú, hijo mío, Alá te ha enviado, podría reconocer tus movimientos entre miles.
—Gracias, mama Farah. No puedo venir de día, sería peligroso para ustedes.
—¿Qué te trae por aquí a estas horas? Pensé que te habías retirado del ejército. Vienes por Daniel… ¿cierto?
Kevin puso un dedo en sus labios. No deseaba despertar a Nasrim.
—Sí. Pero nadie debe saberlo, sería peligroso. ¿Sabes algo de él? ¿Por qué estaba en el campamento de refugiados? Fue allí donde lo atraparon. Supongo que ya se casaron él y Nasrim —dijo bajando más el tono de voz.
—No. Esperaban hacerlo después de su última misión, íbamos a vivir en los Estados Unidos. No podían casarse aquí porque sería peligroso para Daniel y también para Nasrim, pero mira ahora… Lo último que sabemos es que lo tienen los de al-Qaeda.
—¿De quién fue la idea de postergar la boda?
—De ella, ya tú sabes cómo es de terca.
—¿Cómo está?
—Ya te imaginarás. Desolada. Se alegrará de saber que irás por él —respondió animada la mujer haciendo un ademán de ir a buscarla.
Él la retuvo de un brazo.
—Escúchame bien, mamá Farah. De ninguna manera soy Kevin. Ahora tengo otro nombre, pero no creo que te sirva de nada saberlo. Dime todo lo que sepas de lo que estaba haciendo Daniel cuando fue atrapado.
—Creo que mejor deberías hablarlo con Nasrim.
—No. No quiero que ella se entere de nada, mamá Farah. Cuantas menos personas sepan que estoy aquí, mejor. Prométeme que no le dirás que me has visto.
—Lo prometo, hijo. Con mi vida.
—Ahora dime qué es lo que sabes de Daniel.
—Según Nasrim, dijo que iría como infiltrado a un campo de refugiados porque le habían pasado el dato de que la gente de al-Qaeda reclutaba allí. Tenía conocimiento de que alguien de su organización en los Estados Unidos, un norteamericano, era el contacto principal y lo último que sé es que había encontrado un buen amigo que lo iba a ayudar. Tenía que comunicarse con él la noche que lo atraparon. Después de eso no supimos más, aunque Nasrim cree que está con vida.
—¿Por qué? ¿Qué le hace suponer que no lo mataron ya?
—No sé cómo ella presiente las cosas, Kevin, o cómo se entera.
A veces la mente de Kevin funcionaba a la velocidad de la luz. En esos momentos los nombres, números, preguntas, respuestas, suposiciones y sospechas interactuaban como si fuesen chispas de electricidad.
—Escucha atentamente, mamá Farah: no sé si tenga oportunidad de venir otra vez, pero es importante que me des un número al que te pueda llamar. No debe ser el teléfono que siempre usas, compra uno desechable y ve al Fruit Market mañana. Encontrarás el dibujo de un árbol en el muro izquierdo como el que solías hacer cuando yo era pequeño, ¿recuerdas? Debajo escribe el número en varias filas, como si fuera una suma. Lleva un velo verde y quédate un rato allí. De vez en cuando acomódate el velo, muévelo, que parezca que lo aireas. Procuraré permanecer en la ciudad hasta el mediodía para tomar nota del número. Y lo más importante: no se lo digas a Nasrim. Su vida puede correr peligro.
Le dio unos cuantos billetes que la mujer rechazó con energía.
—No, Kevin, ya has hecho suficiente por nosotros y no lo necesito. Haré todo exactamente como me has dicho, exactamente así.
—No olvides llevar siempre el teléfono, y tenlo pegado a tu cuerpo, sin sonido, solo ha de vibrar. Nadie más debe saber que tienes ese teléfono. Mucho menos, Nasrim. Ahora debo irme, mamá Farah, ma'a as salaama.
—Inshallah!—clamó bajito la mujer, y cerró la puerta con sigilo.
Subió las escaleras, pasó por la habitación de Nasrim, abrió la puerta y vio que dormía profundamente. Su hija siempre había tenido el sueño pesado. Nunca fue de las que se levantan de madrugada para ayudar con los quehaceres. Entre sus cualidades estaban la de cocinar bien y ser una buena administradora en la tienda, pero sacarla de la cama por las mañanas seguía siendo una tarea difícil.