Epílogo

Washington DC, dos días después,

11.45 a.m. EST

El cielo era de color azul claro cuando Emily salió de un edificio anónimo en el centro de la capital. El FBI la había interrogado durante casi día y medio. La habían investigado en busca de cualquier detalle que pudiera saber sobre lo que se había presentado al mundo entero como un complot del vicepresidente para apoderarse del despacho oval y de la Administración. La nación no se había enfrentado jamás a una conspiración fraguada durante tanto tiempo ni que hubiera llegado tan lejos y que hubiera contado con tantas primeras figuras entre sus filas.

Fue el vicepresidente, y no el presidente, quien acabó entre rejas dos días después del frustrado golpe de Estado. Samuel Tratham volvió a sentarse en el despacho oval, con su fama y su reputación intactas después de que se hubiera confirmado que no había tomado parte en ningún negocio ilegal en el extranjero. Una parte de los documentos hechos públicos demostraban que los primeros materiales eran falsificaciones e invenciones, incluso el vídeo de los afganos amenazando con tomar represalias. El complot era vasto, internacional y de gran envergadura.

El FBI había arrestado no solo al vicepresidente, sino también al secretario de Defensa, Ashton Davis, y al general en jefe del ejército, Mark Huskins. Del núcleo duro de los conspiradores que había reunido Davis, solo el director del Servicio Secreto, Brad Whitley, había resultado ser inocente, pero cuando descubrió que Davis y Huskins le habían engañado y manejado a su antojo, presentó su dimisión en menos de una hora. Tratham sabía que era un hombre bueno y reconocía a una persona a su servicio en cuanto la veía, de modo que se negó a aceptarla.

Emily había compartido con los agentes todo cuanto sabía acerca de la conspiración. La publicación de los materiales que habían sacado a la luz el complot y habían exonerado de toda acusación al presidente se había hecho de forma anónima, pero el FBI había rastreado enseguida el origen, y eso les había llevado hasta el despacho de Wexler, lo cual les había conducido a Wess. Todo aquello la convirtió en la heroína del momento, incluso ante sus interrogadores, pero ella había sido de lo más explícita con ellos: no deseaba que su nombre se hiciera público. Y los agentes respetaron esa petición. Los medios de comunicación del mundo entero cubrieron la noticia, y todos ellos recogieron la información de que todo había sido posible gracias «una filtración anónima, que venía acompañada de mucha más información no revelada».

Emily solo deseaba una cosa: anonimato. Cuando vio a su alrededor el paisaje de Washington sorprendentemente tranquilo, comprendió que habían acabado las largas sesiones de interrogatorio. Ella se lo había contado todo a las autoridades, dentro de un orden, cambiando algunos detalles. Les había hablado en profundidad del complot, les había informado de que un hombre de nacionalidad egipcia había contactado con ella y le había dado acceso a una vasta red de información que ella había volcado a Internet. Les había suministrado todo cuanto necesitaban saber. Pero optó por no revelar nada de lo tocante al origen de todo aquello, a la naturaleza de la Biblioteca de Alejandría, y no les había puesto al corriente de que la Sociedad llevaba siglos operando. Todo cuanto sabían los ciudadanos y el Gobierno era que una vasta colección de conocimientos antes era privada y ahora había pasado a ser pública. El mundo iba a seguir ignorando el modo en que se había reunido tantísimo material y el hecho de que una vasta red de Bibliotecarios, diseminada por todo el globo, seguía recopilando información.

Aún era necesario mantener ocultas algunas cosas. El trabajo de la biblioteca había evitado una crisis y Emily sabía que podría ayudar en otras futuras a condición de mantener en secreto su existencia, solo así conservaría su capacidad para observar, recabar información, contrastarla en unos casos y ponerla en evidencia otras veces.

No tenía intención de proseguir la política de sus antecesores en el cargo, la de elegir las verdades que se compartían con la gente, pero después de haber visto durante la última semana el lado más oscuro del ser humano y su tendencia a la manipulación, tampoco estaba dispuesta a dar un paso atrás y tolerar que esas fuerzas existieran sin una oposición.

La nueva Custodio aún tenía trabajo pendiente y un papel por jugar en la Sociedad a pesar de que las reglas hubieran cambiado.

Una hora después, Emily aguardaba de pie delante de la puerta de llegada de vuelos nacionales en el Dulles International Airport de Washington. En las últimas cuarenta y ocho horas se había encontrado en el corazón de antiguas catacumbas de poder y conocimiento, había visto de frente una pistola que la apuntaba, había presenciado el derrumbe de un imperio maléfico, había sido interrogada en un complejo gubernamental de la capital y había estrechado la mano de un presidente muy agradecido, pero en medio de todo eso había llegado a la conclusión de que solo quería ver una cosa, un rostro. Tal vez fuera suyo el conocimiento de varios milenios de saber, pero eso no significaba nada sin esa persona.

Al levantar la vista vio irrumpir por la puerta el semblante que tanto anhelaba ver.

—¡Caramba, caramba, la Custodio! —exclamó Michael, aproximándose con una cálida sonrisa en el rostro. La miró a los ojos momentos antes de estrecharla entre sus brazos. Compartieron un largo y profundo abrazo.

—Te he echado de menos —dijo Emily.

Él no dijo nada, solo la abrazó con mayor fuerza aún.

—Estás en deuda por salir corriendo sin mí —le musitó al oído en tono de broma.

—¿Y qué me dices de otro viaje para compensarte? —le ofreció Emily.

Michael enarcó una ceja con ironía ante la sugerencia de otro viaje con la mujer que acababa de cruzar medio mundo sin él.

—Juntos —agregó ella, bromeando—. Sentarnos en alguna playa. Leer un buen libro.

—¿Tienes alguno en mente? —quiso saber su prometido.

—Todos los que quieras —repuso Emily—. He obtenido acceso a una biblioteca realmente buena.

La biblioteca perdida
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