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Estambul, 10.05 p.m.

Contempló imágenes borrosas cuando al fin recobró la visión, pero la mayoría estaban desencajadas. Al recuperar el conocimiento en aquella callejuela de Estambul, tampoco el sentido del oído respondía como debiera. Escuchaba un zumbido sofocado y fluctuante. Y entonces tomó conciencia de la hiriente palpitación en la base del cráneo. Con cada cadencia transmitía ese dolor agudo a todo el cuerpo. Jamás en la vida había padecido nada semejante.

Emily porfió por incorporarse y consiguió adoptar la posición de sentada valiéndose de la mano derecha. Tenía la otra sujeta a lo que parecía ser una cañería que bajaba por la pared de ladrillo sobre la que estaba recostada. Se llevó la mano libre a la parte posterior de la cabeza y exploró el daño. Al ponerla delante otra vez vio los dedos cubiertos por una espesa capa negra de sangre coagulada. «Al menos se ha coagulado», pensó en su fuero interno. Significaba que la hemorragia había cesado, o eso era lo más probable. Los párpados le pesaban. Bizqueó varias veces y entrecerró los ojos a fin de poder enfocar lo que tenía alrededor. Se trataba del mismo callejón estrecho de antes, pero los dos hombres que la habían perseguido y atacado se habían ido.

Y la habían abandonado, dándola por muerta, supuso ella. «Que tengáis más suerte la próxima vez». Quizá no hubiera mucho que pudiera hacer para mejorar su situación física, pero sí podía recuperar la dignidad y la resolución.

Se quitó una horquilla del pelo y estudió con la mirada las esposas que la retenían junto a la cañería. No era cerrajera, pero no era la primera vez que se enfrentaba a un cierre: se había pasado los veranos de la niñez con Andrew, su primo más joven, y había aprendido a abrirle las puertas y los cajones. Además, tampoco se trataba de unas esposas sofisticadas que exigieran el culmen de la habilidad cerrajera. Le bastaron unos pocos movimientos para liberarse, retiró la mano y se frotó la muñeca hasta que volvió a sentir los dedos entumecidos.

Emily localizó el BlackBerry aplastado sobre las baldosas del suelo y de pronto solo fue capaz de pensar en Michael. Se había obligado a desterrarle de su mente cuando el agresor había amenazado la vida de su prometido, pero ahora era su único pensamiento. Debía contactar con él, avisarle y, aunque no sabía cómo, garantizar su seguridad.

Le dolieron todos los músculos del cuerpo y la visión se le volvió borrosa otra vez cuando alargó el brazo para coger el móvil. Lo rodeó con los dedos, volvió a dejarlo donde estaba hasta que se le aclaró la vista, y entonces le dio la vuelta y examinó su estado. La pantalla estaba oscura y resquebrajada por la mitad. A Emily le dio un brinco el corazón ante la idea de no poder prevenir a Michael. Pulsó el botón de encendido, pero el aparato estaba roto.

«Maldita sea», perjuró en su fuero interno mientras se llevaba de nuevo la mano a la parte posterior de la cabeza. El pelo había seguido recogido en una coleta después de la carrera por las calles de Estambul y había absorbido buena parte de la fuerza del golpe, y aunque el dolor era terrible, tenía la impresión de que el hueso no estaba roto.

El verdadero golpe era el éxito que habían tenido los dos asaltantes al apoderarse de su información y sus pertenencias. «Ahora lo tienen todo en sus manos —pensó—. Absolutamente todo». Estaba persuadida de que los atacantes eran miembros del Consejo que Athanasius le había descrito tan gráficamente. Sabían exactamente lo que querían. Su eficacia a la hora de quitarle todo era impresionante y aterradora a la vez. Aquellos hombres habían perfeccionado las habilidades necesarias para conseguir cuanto deseaban.

Y Emily acababa de entregarles la última pista, la importante, la clave para que la ubicación de la biblioteca cayera en sus manos. Sintió una enorme punzada de culpabilidad.

«Pronto estarán en Oxford y la biblioteca será suya. El círculo vicioso de cazador y presa se habrá cerrado. Habrán conseguido lo que llevaban tanto tiempo buscando…».

Interrumpió su lamento al pensar en que volvía a salir esa palabra: «círculo». Antes de la persecución, la palabra ya le había resultado inquietante y ahora, mientras estaba ahí sentada, intentando recobrarse del porrazo recibido en la cabeza, esa palabra seguía turbándola. «Un círculo completo: celestial techo de Oxford y hogar de la biblioteca». Ir en círculos, razonar en círculos… Emily se levantó en medio de grandes dolores mientras una pregunta se abría paso en su mente: ¿por qué esa palabra era como una señal de alarma para ella?

«Vamos, Arno, intentas decirme algo, ¿qué es?».

Las pistas dejadas por Holmstrand a lo largo de aquella singladura habían convencido a Emily de que no debía prescindir de ningún aspecto de esta última pista. Si algo no encajaba bien, era un indicio de que Arno había escondido alguna cosa más detrás de la pista. Algo que ella aún no había sido capaz de identificar, pero estaba ahí.

Se apoyó sobre el contenedor de basuras de una tienda cercana y cerró los ojos. La urgencia por salir del callejón y dirigirse a calles más transitadas se veía frenada por un dolor casi paralizante. Respiró muy despacio con el fin de poder controlarlo y luego permitió que su mente repasara todo cuanto sabía acerca de Arno Holmstrand, todo lo relativo a la vida y obra del gran profesor, y todo cuanto le había oído decir.

Lo que le había oído decir. Ahí estaba el quid de la cuestión. Aquella pista tan anómala no encajaba con nada de lo que le había escuchado al profesor.

«¿Qué decía Arno?».

Esa pregunta acabó por despertar un recuerdo en su memoria, el recuerdo de las primeras palabras que le había oído pronunciar, las palabras elegidas por Arno Holmstrand para la lección inaugural en el Carleton College: «La sabiduría no es circular, la ignorancia sí. El conocimiento descansa sobre lo que es viejo, pero sin dejar de apuntar a lo que es nuevo».

Las quejas del viejo profesor habían ido en la misma dirección: la verdad no opera en círculos. La circularidad es un engaño. Pero ahora, al señalar otra vez hacia Oxford, la última pista de Holmstrand se convertía en un círculo trivial y sin sentido, precisamente el tipo de cosas que él había despreciado abiertamente en público.

De pronto, con total claridad, Emily estuvo segura de una cosa por encima de todas las demás: la Biblioteca de Alejandría no estaba en Oxford.

La biblioteca perdida
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