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8.20 p.m.

Emily se echó hacia atrás lo más deprisa posible a fin de ocultarse detrás de la pared. Se la echarían encima en cuestión de segundos. Debía pensar, y pensar deprisa.

La opción de regresar al ferri quedaba descartada. Se había subido al último para ir a Dolmabahçe. «Además, nada de meterme en espacios cerrados», pensó con la mente acelerada. Carecía de experiencia a la hora de esquivar a unos perseguidores, pero estaba en forma, apenas pasaba un día sin que corriera desde que era adolescente. Esos hombres iban a tener que esforzarse si querían cogerla.

Se puso en acción y siguió una callejuela lateral con la intención de tomar rumbo sur. Iba al centro de la ciudad. Delante de ella tenía el siempre atestado barrio comercial de Gálata, repleto de angosturas y calles sinuosas, cada una ocupada por tingladillos, carretas y mercaderes. Si no recordaba mal sus visitas anteriores, el lugar siempre estaba a rebosar, y había más gente de noche que de día.

«Eso es perfecto», se dijo en su fuero interno. Iría a Gálata, despistaría a sus perseguidores en sus calles y por el puente del mismo nombre cruzaría el Cuerno de Oro y estaría en la otra ribera.

Emily avivó el paso y en un momento dado echó a correr. No había motivo alguno para no apresurarse ahora. Tanto ella como sus perseguidores sabían de su mutua presencia y que había dado comienzo la caza. Por segunda vez en el viaje, agradeció su gusto por los zapatos planos.

Cruzó a todo correr por calles sinuosas y estrechas que daban a una plaza grande, un mercado con iluminación eléctrica lleno hasta los topes. Por doquier había carretillas y tingladillos llenos con cestos rebosantes de especias indias y chucherías electrónicas.

Emily culebreó entre la multitud para esquivar a la gente. Volvió la vista atrás cuando hubo cruzado el mercado, momento en el que vio llegar a los dos hombres desde el mismo callejón por el que había entrado ella. Sus movimientos eran muy coordinados y uno de ellos hablaba por el móvil mientras examinaba la zona con la vista. Aquello parecía sacado de una película de la CIA, salvo por un detalle: ella sabía que esos tipos no eran los buenos.

Mientras peinaban el mercado, Emily se puso detrás de un puesto de ropa y zapatos. Era muy alto y la habría cubierto, pero se había ocultado demasiado tarde. El perseguidor del móvil la localizó y la señaló con un dedo desde el otro lado de la plaza. Su compañero se dio la vuelta y ambos empezaron a abrirse paso entre las mesas en dirección a Emily. Avanzaron por el atestado zoco sin romper el contacto visual en ningún momento, empujaban y derribaban a comerciantes y clientes por igual, se los quitaban de encima sin molestarse en mirarlos por segunda vez.

Emily se alejó del puesto de ropa y siguió cuesta abajo por una angosta calle que se alejaba del mercado. Corría a toda velocidad y cambiaba de dirección en cuanto aparecía una nueva calle. Empezaba a darse cuenta de que no iba a poder dejar atrás a aquellos hombres a pesar de su buen estado de forma. Tenía que despistarlos.

Entró como una flecha en un callejón. Le dolía el costado, fruto del torrente de adrenalina que le corría por unos músculos a los que les estaba exigiendo un gran esfuerzo. Las carreras matinales eran una cosa, y correr por la vida era algo muy diferente. Se apoyó en la pared e intentó recobrar el aliento, pero se marchó antes de relajar el cuerpo y dar a los músculos la oportunidad de recuperarse. En su interior una voz le ordenaba que no dejara de moverse.

Los dos hombres le cerraron el paso, uno por cada lado. La estrategia de doblar esquinas sin un patrón fijo y atajar por callejas estrechas les había impedido correr a toda velocidad, pues de lo contrario la habrían alcanzado en cuestión de segundos, pero aún seguían aventajando a Emily. Los dos estaban acostumbrados a perseguir fugitivos.

Se lanzó hacia otro callejón y, como tenía unas piernas muy largas, lo recorrió de cuatro zancadas, como tantos otros por los que había pasado por delante en los últimos minutos, pero este daba a una vía más amplia, con tingladillos, gente y mercancías. Emily anduvo junto a la pared lo más deprisa posible en busca de otra calle por la que huir. Enseguida se dio cuenta de que no la había. Ni una bocacalle, ni un callejón, nada. No había salida. Se hallaba en una larga avenida de fachadas de tiendas y edificios. Ambos lados consistían en unos gruesos muros.

«Estoy atrapada».

Buscó como una posesa cualquier fisura que pudiera usar como vía de escape. Y entonces, a la derecha, a pocos metros de su posición, se le presentó la oportunidad: una puerta de doble hoja daba acceso a una iglesia, una de las pocas de la zona, un vestigio de una época en la que Estambul había sido tan cristiana como musulmana.

«No es un callejón, pero algo es mejor que nada».

Cruzó la puerta rauda como una bala.

El interior de la iglesia estaba a oscuras, iluminado tan solo por unas pocas velas encendidas por algunas devotas ancianas. Detrás de ellas podían verse paredes adornadas con románticas pinturas del Señor, la Virgen y los santos. En el extremo opuesto de aquel espacio alargado se erguía un altar, separado del resto de la iglesia por una suerte de trascoro de madera con tallas que le llegaba a la cintura.

«Arte armenio», advirtió la historiadora que llevaba dentro. A pesar de la situación, su mente era capaz de reparar en las diferencias características de las iglesias armenias.

Por suerte, el recinto sagrado tenía una serie de columnas dispersas a ambos lados, y estas le proporcionaban lo que más necesitaba en aquel momento: un escondrijo en medio de la más absoluta oscuridad.

Tomó una vela sin encender de una caja colocada a la entrada para parecer una feligresa y se mezcló con ellas. Se mantuvo cerca de la pared del lado izquierdo hasta que llegó a una columna detrás de la cual pudo ocultarse.

Apoyó primero la cabeza y luego todo el cuerpo contra la fría piedra de un pilón. Apartó del rostro algunos mechones sueltos de sus largos cabellos, que se le pegaban al rostro por efecto de la transpiración. Las paredes repletas de imágenes parecían devolver el eco de su pesado jadeo.

«Calma. Respira hondo y despacio. Que no te oigan. Que no te vean».

Cerró los ojos con fuerza y se obligó a permanecer en silencio. Jamás en la vida había experimentado un pánico como el que había sentido en los últimos minutos y su cuerpo no estaba muy seguro de cómo responder. Rezó con todo su ser para que ella hubiera entrado en la iglesia antes de que aquellos hombres hubieran doblado la esquina y no la hubieran visto entrar en el templo.

Emily no albergaba ya duda alguna sobre la existencia de la Biblioteca de Alejandría ni sobre la historia de la Sociedad, ni tampoco sobre el Consejo. Arno la había conducido hasta algo real, algo que tenía al alcance de la mano. Pero ese conocimiento estaba ligado a unos hechos que escapaban a su control. ¿Iban a matarla aquellos hombres porque tal vez podría conducirles hasta la biblioteca? ¿O acaso formaban parte del complot contra el Gobierno norteamericano?

La joven se obligó a respirar cada vez más despacio con la esperanza de que su pulso volviera a la normalidad. La iglesia permaneció en silencio durante largos minutos. Nadie entró. Nadie rompió el silencio de los píos.

Despacio y en silencio asomó la cabeza desde detrás de la columna. Lo que veía confirmaba el significado del silencio: el lugar estaba vacío casi por completo. Los dos hombres no la habían seguido hasta allí. Había entrado sola.

Aguardó unos minutos más a fin de dar tiempo a sus perseguidores para que siguieran alejándose con la intención de atraparla en alguna de las calles que pudiera haber tomado. Emily solo abandonó la protección de la columna y se dirigió hacia la salida cuando hizo acto de presencia el sacristán, que empezó a mover pasadores para cerrar la puerta de doble hoja.

Se asomó y echó un vistazo con cuidado antes de ponerse a andar por la calle. Una ojeada en ambas direcciones no le descubrió nada sospechoso, así que empezó a caminar. Al cabo de unos momentos halló un callejón que discurría colina abajo y desaparecía entre las bulliciosas avenidas de Gálata.

La biblioteca perdida
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