110

Oriel College (Oxford), hora y media después,

10.50 a.m. GMT

Emily se sentó en la silla del escritorio de Peter Wexler, a cuyo despacho había llegado poco después de haberle llamado. Había podido entrar gracias al sistema de seguridad de Peter, la-llave-está-debajo-del-felpudo. Estaba trabajando desde entonces. Era consciente de que los Amigos del Consejo iban a ir a por ella, pero albergaba la esperanza de que su conversación con el viejo profesor, en la cual había dejado claro que iba a trabajar en otro sitio antes de presentarse en el despacho, les disuadiera de aparecer antes de que hubiera terminado su trabajo.

Su propósito era muy sencillo, solo necesitaba un ingrediente: tiempo. Si lograba terminar antes de que la detuvieran o la interrumpieran, todo estaría en orden y habría cumplido plenamente su tarea.

Mientras encendía el ordenador y se ponía a trabajar, Emily era plenamente consciente de que su actuación iba a romper una tradición de siglos, de milenios incluso. Se preguntó qué pensaría Athanasius de su plan, dada la importancia que la Sociedad de Bibliotecarios había concedido al secretismo desde el momento mismo de su fundación. ¿Y qué diría Arno Holmstrand? El Custodio la había llevado hasta la misma entrada de la biblioteca, le había permitido entrar en la misma, pero no le había dado ninguna referencia sobre lo que debía hacer después con toda esa información a su disposición. Lo que iba a hacer ahora era responsabilidad exclusivamente suya.

«Dejaste eso en mis manos —murmuró para sí misma mientras volvía a entrar en la interfaz de la biblioteca desde el despacho de Wexler—. Y ahora debo actuar».

La ausencia de instrucciones solo servía para reforzar la decisión que había tomado. Holmstrand había preparado con sumo cuidado todos los movimientos a fin de conducirla a donde estaba y había manifestado sus intenciones de forma amplia y extensa. Emily había sido guiada y conducida, casi como si fuera una res, según los designios de ese hombre. Hasta ahora. Arno la había guiado hasta la biblioteca, pero le había dejado libertad para que formara parte de la historia de la entidad a su libre albedrío. Ella determinaría su propio camino.

«Siempre el profesor. Siempre el maestro», pensó la doctora. Él le había pasado el testigo y lo que ahora hiciera Emily era asunto exclusivamente de ella. La joven había pensado en las consecuencias y en las ramificaciones de su plan una docena de veces a pesar del escaso lapso de tiempo transcurrido desde que había tomado la decisión. Todo iba a cambiar. La Sociedad jamás volvería a ser la misma. El Consejo nunca podría operar como lo había hecho hasta la fecha. Había riesgos y peligros, sí, pero era necesario correrlos para echar por tierra un complot cuyo éxito tendría consecuencias para todos los países del mundo moderno.

Además, Emily nunca se había sentido a gusto con la idea de ser absorbida y convertirse en miembro de una organización que había funcionado como lo había hecho la Sociedad durante tanto tiempo. Tal vez tuviera nobles objetivos, pero también había jugado en numerosas ocasiones al borde de la moralidad: reunía, preservaba y cuidaba, sí, pero también censuraba, manipulaba y controlaba. Ella no podía desempeñar un papel en ese tipo de actividades, lo sabía, como también sabía que ahora era la única persona viva con acceso a una información que los Gobiernos matarían para obtener y poseer en exclusiva; la guardarían en esos rincones oscuros donde preparaban sus propias tramas y conspiraciones. Ella se sabía incapaz de decidir qué compartir y qué ocultar. Es más, no estaba segura de que conviniera que una persona tuviera el poder y la posibilidad de realizar tales elecciones.

No. Su plan era el adecuado. El único correcto. La luz enterrada durante tanto tiempo bajo las arenas del desierto egipcio, y luego oculta en los rincones de los imperios y las catacumbas de la historia, iba a volver a conocer la claridad del día.

Emily centró la atención en el ordenador. Cuarenta y cinco minutos para completarse. Su trabajo avanzaba conforme a lo previsto. Le bastaba observar cómo se completaba y, cuando Wexler llegara, compartir con él tanto su descubrimiento como la noticia de lo que había hecho con él. Ignoraba si el profesor estaría o no de acuerdo con su elección, pero iba a tener que vivir con ello, aunque lo más importante de todo era que ella sí iba a poder vivir con su elección.

Pero no fue el profesor quien se plantó delante de ella. Un momento después de haber terminado esas cavilaciones, una fuerza incontenible embistió contra la puerta y la sacó de los goznes. Jason Westerberg entró en tromba y registró el despacho a fin de asegurarse de que no había nadie. Entonces, Ewan apareció en el umbral, apuntando a la cabeza de Emily con un arma.

La biblioteca perdida
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