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5.15 p.m.
La lengua se le quedó pegada al paladar. Nunca antes había tenido la ocasión de experimentar un pánico semejante y la falta de costumbre la abrumó cuando Michael le dio esa noticia. Se le erizó el vello, se quedó helada, se sintió como si hubiera perdido todo el líquido de su cuerpo y la mente se le embotó. Por vez primera en la vida, Emily experimentó una sensación de completa indefensión, indefensión y una confusión absoluta.
—¿Cómo que te han hecho una visita? ¿Qué quieres decir? ¿Quiénes…? ¿Cuándo? ¿Estás bien? —Hablaba tan deprisa que se le atropellaban las palabras. Se quedó inmóvil en medio del pasillo del aeropuerto. Los pasajeros de su vuelo la rozaban al pasar, dándole topetazos con los brazos y empellones con los hombros. Pero Emily Wess únicamente prestaba atención a la respuesta inminente de su prometido.
—Dos hombres vinieron a entrevistarme hace unas horas. Aparecieron por el apartamento a primera hora de la mañana. Al principio pensé que habían venido por lo del robo con allanamiento de tu piso, aunque me resultaba un tanto extraño que hubieran recorrido todo el trayecto hasta Chicago.
»Pero todo lo que deseaban era saber cosas sobre ti: cuánto tiempo llevabas trabajando en la universidad, dónde habías trabajado antes, si pasabas tiempo con personas a las que yo no conocía o si de pronto viajabas sin explicación. —Michael enmudeció, no muy convencido de compartir con ella una última frase, pero al final optó por ser completamente sincero—: Eran unos tipos siniestros, no hay otra palabra para definirlos.
Ella asumió aquellas palabras lo mejor que supo. El corazón le latía desbocado, tal y como le había pasado en el despacho de Athanasius. El tono bajo con que hablaba Michael ahora tenía todo el sentido del mundo.
—Querían saber tus planes de viaje y también qué vuelo habías tomado. Incluso pretendían saber cómo te había hecho la reserva de avión, si había sido por Internet, en persona o a través de un amigo. Nada de eso podía ser importante para determinar por qué habían robado en tu piso.
—Oh, Mikey, lo siento, lo siento muchísimo.
—Y luego vino una sucesión de preguntas sobre las dimensiones políticas de tu trabajo.
—¿Políticas…?
—Querían saber si tenías compañeros de negocios en Washington, a cuántos miembros de la actual administración conocías, si recibías fondos de partidos políticos o grupos de presión… La línea del interrogatorio era absurda, pero agresiva.
—Por Dios, esto es increíble.
A medida que su prometido hablaba, Emily experimentaba un aborrecimiento creciente hacia los hombres que, como ahora comprendía, estaban metidos en el asunto de la Biblioteca de Alejandría. Athanasius ya le había advertido en Egipto que sus enemigos conocían su identidad y no la perdían de vista. Ese aviso estaba resultando ser muy cierto.
—Esos hombres…, había en ellos algo… intenso —prosiguió Michael—. Vestían los mismos trajes grises, lucían el mismo corte de pelo, se comportaban igual. Parecían clones el uno del otro. Y que me aspen si alguno de los dos trabajaba para la policía local o para el Gobierno. No había en ellos ni un ápice de verdad.
Emily soltó un pequeño suspiro de alivio al percibir el tono de desafío con que pronunciaba las últimas palabras. Michael Torrance no era un pusilánime que se achantara. Aunque Emily tenía una gran seguridad en sí misma y su porte y comportamiento hacían que todos creyeran que era ella quien mandaba en la pareja, lo cierto es que estaban a la par. Él tenía una fuerza y una resistencia que ella encontraba inspiradoras.
—Pero preferiría no volvérmelos a cruzar de nuevo. Parecían conocer la respuesta a todas sus preguntas incluso antes de formularlas. Tengo un sexto sentido para saber cuándo me están interrogando y cuando me ponen a prueba. —En esta ocasión permaneció callado un rato más largo—. No quiero ni imaginar lo que me hubieran hecho de haberles dado una sola respuesta distinta a lo que ellos esperaban.
La joven intentó sofocar la vorágine de emociones que la embargaba: ira, odio, miedo, confusión. Debía seguir el modelo de Michael y pensar con calma qué significaba todo aquel lío. Detrás de aquello debía de estar el Consejo, como había llamado Athanasius al grupo que operaba contra la biblioteca, y también ellos eran los responsables del registro de su despacho y de su hogar, y de la entrevista con Michael. La estaban buscando a ella, resultaba evidente.
La buscaban a ella y estaban dispuestos a hacer todo cuanto fuera necesario con el fin de atraparla. Habían llegado incluso a su prometido.
Ya no estaba a salvo, pero tampoco era ya una simple observadora pasiva. Hasta ese momento, la búsqueda a la que la había lanzado Arno Holmstrand había sido la clase de misterio en el que ella siempre había soñado verse envuelta: un enigma que alcanzaba a personas normales e insignificantes y las lanzaba de lleno a la plenitud de la historia. Ahí estaba ella, una profesora novata, convertida en actriz protagonista de un drama que iba desde los faraones a los gobernantes actuales, abarcando varios continentes y muchos siglos. En ese sentido había sido algo perfecto. Pero ese planteamiento se había invertido tras el ataque a Michael, pues ella lo consideraba una injerencia, un ataque, a pesar de que únicamente le hubieran interrogado. Emily ya no entraba de lleno en la plenitud de la historia, la historia le caía encima. Hechos hasta ese momento perfectamente impersonales se convertían ahora en algo personal e inaceptable.
—Michael, esos hombres son peligrosos —informó, volviendo al presente—, pero no tengo la menor idea de por qué tendrían que ir a por ti.
—¿Sabes quiénes son? —quiso saber Michael, no muy seguro de si estar al corriente iba a tranquilizarle o a provocar que temiera aún más por ella.
—Me hago una idea aproximada. El tipo que me habló de ese grupo, el Consejo, me aseguró que disponía de un grupo numeroso de informantes. Les llaman «sus Amigos».
—Pero ¿por qué hacían preguntas sobre Washington? —insistió Michael—. ¿Qué relación guarda la biblioteca con lo que está sucediendo aquí? ¿Tiene alguna relación, sea la que sea, con los escándalos?
Ella estuvo a punto de contestarle, revelándole el secreto del siglo, pero se mordió la lengua a tiempo. El instinto le decía que pondría en un peligro aún mayor a su prometido si le relevaba todos los detalles del Consejo y su complot con el vicepresidente, e hizo caso a su instinto de protección. Esa información había determinado la muerte de Arno Holmstrand y de otros cuatro hombres más, al menos hasta donde ella sabía.
En vez de contarle nada, hizo una enfática declaración:
—He de ir a casa. —No era algo planeado con detenimiento ni tampoco un plan, solo el curso de la acción a seguir. No podía continuar adelante con la búsqueda mientras las vidas de ambos corrieran peligro. Tal vez le gustara la aventura, pero no era tan egoísta—. Aún estoy en el aeropuerto. Estoy segura de que esta misma tarde puedo coger un vuelo de vuelta a casa.
Se produjo otro silencio, pero cuando él habló, no le dio la respuesta que esperaba:
—Ni en broma.
—Mike, no voy a seguir jugando a los detectives sin ti cuando las cosas se han puesto tan difíciles. Esto iba a ser un viajecito rápido para encontrar la biblioteca para un colega.
La repentina firmeza en el tono de voz de su prometido le permitió advertir a Emily que este había llegado a ver la situación como un desafío y no estaba dispuesto a que Emily la abandonara por él.
—Em, usa un poco la lógica. Ya se han entrevistado conmigo; ha sido desagradable, pero ya ha pasado y se han ido. No hay razón de que vuelvan a por mí. Pero tú…, tú… —Michael se detuvo para encontrar las palabras adecuadas— no puedes pensar que esto es un juego detectivesco de mentirijillas. Hasta yo soy capaz de ver que se trata de una historia real y no es antigua…, si guarda relación con lo que está pasando en Washington. —Hablaba con fuerza y convicción. Emily advirtió una enorme resolución en ese tono de voz.
—Creo que debería tomar ese vuelo. Podría realizar algunas investigaciones con la información descubierta. Haría algunas indagaciones. Pondría las cosas en orden. Luego, podría estar contigo.
—De ningún modo —repuso él—. No vas a utilizarme como excusa. Ven si quieres, pero mi puerta estará cerrada.
Emily esbozó una gran sonrisa y soltó una carcajada. Iba a casarse con el hombre adecuado: aventurero, fuerte, beligerante. Maravilloso. Pero mientras seguían las risas, Michael tuvo la sensación de que la sugerencia de Emily de echarse atrás podría deberse a algo más que a su preocupación por él. Hasta las mujeres fuertes pueden tener miedo.
—Podría ir contigo —sugirió sin pensarlo— y compartir lo que nos espere por delante.
La emoción embargó a Emily y movió los labios para decir «sí», pero se contuvo a tiempo. Si el futuro le deparaba algún peligro, no deseaba que lo corrieran los dos.
—No, tú tienes que defender el fuerte —acabó por contestar—. Voy a dedicarle a este asunto un día más, eso es todo, y siempre que te dejen en paz. Con que te hagan una simple llamada, lo dejo. A mi regreso quiero tener un marido.
—Eso suena bien —dijo él, que también sabía cuándo ceder.
—Ve con cuidado, Michael. Te quiero. —Sonaba un poco trillado, pero, aun así, tenía que decirlo.
—¿Yo? Mi plan es encerrarme en la oficina veinticuatro horas al día las tres próximas jornadas para tener listo mi proyecto —respondió—. Ojalá cierre la venta con la entrega de los planos. No te preocupes y aplícate a ti ese buen consejo. Emily, si esos hombres han venido hasta aquí, eso significa que están dispuestos a ir a cualquier parte. —Enmudeció un tiempo a fin de que sus palabras calaran—. Cuídate las espaldas.