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Estambul, 5.35 p.m.
El pequeño coche que había recogido a Emily gracias a las gestiones de Athanasius iba a más velocidad de lo habitual por la principal carretera costera que conducía del aeropuerto al corazón de Estambul, una autovía moderna con el inverosímil nombre de avenida Kennedy. El viejo Audi parecía tener veinte años más que cualquier otro vehículo que transitara por allí y gemía y crujía por el esfuerzo al que le sometía el conductor. Este conducía con una sonrisa imperturbable. Su incapacidad para pronunciar una palabra en inglés resultaba tan evidente como la instrucción recibida de llevarla a su destino lo más deprisa posible.
Emily se devanó los sesos a fin de unir todos los fragmentos de información acumulados durante la jornada. Concentrarse en los datos más cercanos la ayudaba a no empantanarse en la preocupación que sentía por Michael y su propio nerviosismo. Iba a volverse loca si no prestaba atención a las piezas del puzle, ya fuera por la ansiedad y la culpabilidad de seguir adelante sin él, ya fuera por la amenaza contra su seguridad, una amenaza que era real, y ella lo sabía, a pesar de ser invisible. Por tanto, debía obligarse a analizar los materiales obtenidos a lo largo del día anterior.
Fuera cual fuera la causa del éxodo, una cosa era cierta: la Biblioteca de Alejandría había abandonado la ciudad de origen. Los eruditos habían pensado que se había perdido o que la habían destruido. Ahora ella sabía la verdad, la habían trasladado a escondidas y la habían ocultado. Reubicarla en Constantinopla era un movimiento guiado por el sentido común. La nueva ciudad imperial era un lugar estable y seguro. La urbe siguió siendo un centro de dominio del mundo antiguo tras la caída del Imperio romano de Occidente, y así sería durante mil años más, hasta que los turcos otomanos la tomaron al asalto en 1453. E incluso entonces había conservado su relevancia imperial, al convertirse en la capital del Imperio turco otomano, gobernado por la dinastía Osmanlí. El sultanato fue poderosísimo y sus ejércitos, imbatibles, pero al final también desaparecieron. El advenimiento de la Turquía moderna en 1923 cambió por completo el paisaje: la ciudad no era fortaleza real por primera vez desde que Constantino el Grande la fundara en el año 330.
Si la biblioteca había estado ahí, en tal caso, tenía cierto sentido que Holmstrand la condujera hasta ese lugar como parte del proceso de descubrimiento de su localización. Emily no podía reprimir la sensación de que Arno la estaba obligando a seguir en su viaje el peregrinaje de la propia biblioteca, como si quisiera que se acercara a ella… ¿personalmente?, ¿emocionalmente?
Con independencia del trayecto, había una cosa de especial interés: la biblioteca no había abandonado esa ciudad hasta mediados del siglo XVI, si Athanasius estaba en lo cierto, y por tanto había permanecido en la urbe mientras tenía lugar la gran transferencia de poderes de la centuria anterior. Había llegado a la ciudad imperial bajo el estandarte de los emperadores bizantinos y la abandonó cuando ya ondeaba el pabellón de los otomanos.
Y eso significaba que el «palacio del rey» mencionado por Arno en su última pista no podía ser la residencia del último emperador bizantino, entronizado en el inmenso templo de Santa Sofía, ahora convertido en un museo.
El coche pasó por delante de la iglesia. Emily tuvo entonces la sensación de que se estaba quedando de nuevo en la superficie de las cosas, en el significado aparente de las palabras de Arno, cuyo significado aparente y fácil de descifrar llevaba en la dirección equivocada. Los señores de Constantinopla habían sido famosos y su palacio, aunque estaba en ruinas desde hacía mucho y ahora solo era centro de excavaciones arqueológicas, era una célebre atracción turística de la moderna Estambul. Y allí era adonde a lo mejor debía dirigirse.
Ahora bien, si la biblioteca había estado allí en pleno periodo de conquista islámica, después de la caída del Imperio bizantino y de su capital, Constantinopla, entonces la referencia al palacio del rey debía aludir a algo diferente, y ella estaba bastante segura de que tenía relación con la residencia del sultán otomano, un lugar conocido como el palacio de Topkapi hacia el que el pequeño Audi se acercaba como una bala, a todo lo que daba de sí su motor.