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Nueva York, 9 a.m. EST (2 p.m. GMT).

El Secretario se llevó el vaso de whisky a los labios con parsimonia, saboreando el efecto de veinte años en un barril de roble, el mejor que podían ofrecer las tierras altas de Escocia. Él no era un entendido en el sentido estricto del término, pero sabía qué debían beber los hombres poderosos y aquel era un trago que solo estos podían permitirse. Cada botella costaba cuatrocientos dólares, principalmente porque se lo enviaban directamente desde una destilería en Escocia y lo embotellaba a mano un hombre exclusivamente para él. Se había asegurado de que no trabajara para nadie más. Nadie más en el mundo podía disfrutar de un trago como el suyo, literalmente.

Tenía abierto el libro delante de él por las páginas críticas. Las hojeó por enésima vez. Era tan claro, tan obvio… No había pregunta alguna que debieran hacer.

«Absolutamente ninguna». Era como si el Custodio hubiera querido mostrarles los contenidos.

El vuelo de Jason había salido hacía unas nueve horas. El Amigo de más confianza del Consejo debía de estar en Oxford a esa hora. La iglesia, descrita en el libro y acompañada por una nítida fotografía en blanco y negro, era un punto central de la ciudad, o al menos lo había sido.

En su despacho recibía por vía satélite la BBC, que ahora informaba de que la mitad de la estructura de la iglesia se había visto reducida a escombros por culpa de la explosión que dos días antes había sacudido la estructura hasta sus cimientos. El Secretario había tomado escrupulosa nota de los detalles. La explosión había ocurrido el miércoles a las 5.30 de la mañana, en horario británico. Esa hora coincidía casi al segundo con la eliminación del Custodio a 6.500 kilómetros al oeste. Había sido fácil obtener los registros telefónicos: confirmaban que ese día el viejo había llamado a Oxford a primera hora de la mañana.

El Secretario reconocía con facilidad el infantil esquema punitivo del Custodio. Iban a por él, y lo sabía. Le habían entregado la lista filtrada por culpa del inepto ayudante de Hines y estaba seguro de que no iban a dejarle con vida, sabiendo como sabía lo que tramaban. Y también sabía que su ejecución supondría el final a trece siglos de búsqueda por parte del Consejo, y el pequeño bastardo había optado por irse tocándoles las narices con ese lamentable acto. Había querido que encontrasen esas páginas para que pudieran localizar el sitio, solo para que pudieran ver cómo les había negado la última esperanza de obtener su mayor objetivo y sentir que se lo había arrebatado de las manos. Se estaba burlando de ellos incluso después de muerto, asegurándose de que vieran lo lejos que había llegado, incluso en sus horas finales, a fin de tenerles a raya.

«Estúpido».

El Secretario solo lamentaba que el adversario al que se había enfrentado durante tantos años no tuviera oportunidad de ver todo el poder que habían acumulado contra él. Ahora que habían descubierto la estratagema, el Consejo actuaría con toda la fuerza del poder que habían acumulado durante siglos con el fin de salir triunfantes en su búsqueda. Habían conseguido su objetivo en Estados Unidos, pero también iban a apoderarse de su mayor objetivo, la biblioteca misma. El Secretario podía sentirlo en la sangre.

La biblioteca perdida
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