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Londres, 1 p.m. GMT
—Existen bastantes teorías acerca de la destrucción de la biblioteca. ¿Las conocen? —Kyle Emory se había convertido ahora en el centro de atención tanto de Emily como de Wexler—. Y me refiero en particular a las teorías sobre su continuidad.
Emily todavía vacilaba.
—Especular acerca de su desaparición es una cosa y teorizar sobre que continúa existiendo, otra muy diferente.
Kyle le dedicó una mirada perspicaz.
—Se lo concedo, doctora, pero usted ha venido aquí sobre la base de una hipótesis, la de que aún podría existir, así que al menos debería estar abierta a otras posibilidades. —Esperó a que ella le hiciera una señal de asentimiento y, en cuanto Emily la hizo, él continuó—: Demos un paso atrás y empecemos por las teorías sobre la desaparición.
—Básicamente, los estudiosos coinciden en que fue destruida y discrepan en cuándo, cómo y por quién —accedió Emily.
—Así es. La afirmación más común entre los académicos de salón ha sido que acabó reducida a cenizas durante la conquista de Alejandría por Julio César en el año 48 a. C. por culpa de un incendio, intencionado o fortuito.
—Pero apenas unos años después Marco Antonio hizo su gran depósito de rollos para impresionar a Cleopatra —le interrumpió Wexler—. Un regalo de bodas realmente bueno, si se me permite decirlo. Mi esposa solo me regaló una primera edición de El señor de los anillos y un humificador de puros con una inscripción.
Aquella aproximación al amor tan singular hizo reír a Emily y Kyle.
—De acuerdo —aceptó Kyle, volviendo a concentrarse—. Por muy romántica que sea la imagen de César reduciendo la ciudad y la biblioteca a cenizas así como su affaire con Cleopatra, esa hipótesis quedó desacreditada hace mucho tiempo.
—Los viajeros del mundo antiguo nos han dejado documentos y diarios donde se constata el uso de la biblioteca décadas e incluso varios siglos después —aseguró Emily.
—En efecto. La historia es bonita, pero las evidencias no acompañan. En cambio hay otras dos teorías donde datos y fechas encajan un poco mejor.
—La de los musulmanes y la de los cristianos.
—¡Precisamente! —Kyle se irguió en el asiento del Jaguar, entusiasmado al ver que su interlocutora estaba al corriente de las teorías básicas—. Tal vez la biblioteca no sucumbió cuando llegó Julio César, pero la mayoría de la gente está de acuerdo en que la biblioteca pudo caer durante alguno de los saqueos de Alejandría, lo cual ocurrió varias veces. En el año 642 de nuestra era, cuando los nuevos ejércitos musulmanes se movieron de Oriente a Occidente, las tropas de ‘Amr ibn al-’As superaron las defensas de Alejandría y se apoderaron de la urbe, devastando amplias áreas de la misma durante su avance. Se trataba de un general inmisericorde, deseoso de erradicar las raíces de las antiguas religiones de la nueva fe del islam. Hizo derribar muchos templos paganos y también edificios consagrados a la sabiduría pagana.
—¿Existe alguna evidencia clara de que la biblioteca existía aún en tiempos de la conquista árabe o de que esas tropas la destruyeran? —quiso saber Wexler.
—¿Directa? Ninguna. Solo sabemos que saqueó la ciudad y ese hecho encaja con el perfil del general.
—Y otro tanto ocurre con la hipótesis de que fueron los cristianos —terció Emily—, aunque las fechas sean más tempranas en este caso.
—Esa teoría sitúa los acontecimientos en los tiempos de Teodosio I. —Kyle asintió a Emily para indicarle que prosiguiera.
—El reinado de este emperador se sitúa entre Julio César y Al-’As, hacia el siglo IV d. C. Teodosio fue un gobernante cristiano y uno de los primeros que impuso el cristianismo no como una simple religión aceptable, sino como la única permisible. Dictó un decreto ordenando la destrucción de todos los templos paganos de sus dominios y el obispo Teófilo de Alejandría se apresuró a cumplirlo de muy buen grado.
—Podrían haber respetado la biblioteca —le interrumpió Kyle—, pero las conexiones de esta con el culto pagano eran muy fuertes. Nació como templo consagrado a las musas y no mucho después de su creación se extendió hasta abarcar un serapeo o templo del dios Serapis.
—Esta hipótesis llega a afirmar que la íntima conexión entre la religión pagana y el conocimiento pagano selló el destino de la biblioteca —continuó la profesora americana—. Las masas agitadas por Teófilo la destruyeron en torno al 391 d. C.
—Estamos rodeados de signos de amor y tolerancia por todas partes —ironizó el inglés.
—Todos conocemos demasiado bien ese aspecto de la historia. —Emily tuvo la sensación de poder decir eso en nombre de los tres. Ese tipo de hechos no sorprendía a ningún historiador.
—Lo realmente interesante son las teorías levantadas sobre la idea de una destrucción parcial de la biblioteca. Las partes intactas pudieron continuar su actividad.
Emily volvió a sentirse suspicaz.
—Hay personas a las que nada les gusta más que una buena teoría de la conspiración.
—Muy cierto —convino el estudiante canadiense—, pero no es posible rechazar sin más esa posibilidad. Muchos estudiosos consideran inconcebible que algo tan vasto desapareciera de la noche a la mañana sin más, y yo me cuento entre ellos. Ningún emperador deja arder semejante tesoro. Ningún gobernante cristiano o musulmán, por muy grande que sea su fervor religioso, se libra por las buenas de un recurso irreemplazable.
—Hay unos cuantos momentos en la historia del mundo que te desdicen —observó Wexler.
—Y más que eso —insistió Emily en la misma dirección—, esas teorías descansan en la más pura especulación. A lo mejor los alejandrinos la quemaron como subterfugio y todo fue un ardid para engañar a los conquistadores de la ciudad, porque ya habían puesto el contenido a buen recaudo. A lo mejor ya habían llevado la colección a otro sitio, la habían dejado en otro lugar completamente a salvo y solo quedaban los edificios y los templos para sufrir las iras de las masas cristianas. Y así, y así, y así. Todo eso son simples conjeturas.
—Y no tienen fin. Las teorías de la conspiración se alimentan de la sospecha sin fin —apostilló el académico de Oxford.
—Bien podría ser, pero de todas las teorías que circulan por ahí, una ha persistido todo el tiempo, la de que un grupo continuó trabajando a través de los siglos para que la biblioteca siguiera en activo ininterrumpidamente desde su fundación. Y recordad una cosa: el profesor Holmstrand menciona en sus dos cartas la existencia de un grupo que acompaña a la biblioteca. Dice que eso también existe.
Emily intentó asumir la idea de que Arno aceptaba esas teorías, una posibilidad muy dura de aceptar para un académico comprometido con su trabajo. Aun así, las cartas mencionaban algún tipo de grupo al que se refería simplemente como «la Sociedad», y destacaba ese aspecto.
—Bueno, en tal caso, ¿de qué estamos hablando? —inquirió Emily, intentando poner a prueba esa posibilidad—. ¿De un grupo de pusilánimes que permanecen ocultos en la oscuridad para proteger un millón de rollos?
—Ni por asomo —replicó Kyle con tal pasión que todo su cuerpo desprendía energía—. La leyenda dice que ese grupo estaba formado al principio por el propio personal de la institución, que desde siempre tenía encomendada la misión de recopilar nueva información documentada e incorporarla. Buscar, reunir, guardar. Buscar, reunir, guardar. Cuando la biblioteca fue amenazada, su traslado fue solo una pequeña parte del proyecto. Ellos estaban realmente interesados en continuar con su tarea: reunir información y conservar el conocimiento.
»Todo el mundo daba por perdida la biblioteca tras el saqueo de Alejandría, así que resultó evidente que la mejor forma de asegurar su pervivencia era mantenerla oculta. Usted sabe más de historia que yo, doctora Wess —dijo al tiempo que miraba con intensidad a Emily—, y sabe que quemar libros ha sido un hecho recurrente. Existir suponía un gran riesgo, así que la biblioteca pasó a la clandestinidad.
La norteamericana vio un fallo de lógica en la exposición de Kyle.
—¿Y qué sentido tendría una biblioteca escondida? Si no puede accederse a la mayor reserva de conocimiento del mundo, ¿de qué sirve?
—Es ahí donde la leyenda toma un giro inesperado. No tiene sentido alguno un conocimiento si no se puede acceder a él, como usted dice —repuso el estudiante canadiense—, pero demasiado conocimiento demasiado expuesto se convierte en un riesgo. Existe el riesgo factible de un lector que destruye algo que no le gusta y también el de gente que desea saber demasiado por razones equivocadas. Debéis tener presente que la Biblioteca de Alejandría no estaba abarrotada solo de poesía y otras artes, era también el depósito del conocimiento acumulado de un imperio, allí se conservaban documentos históricos y geográficos, elementos cartográficos, registros de descubrimientos científicos, anales militares, planos arquitectónicos. Cuando se descubría una nueva tecnología en un país extranjero, se conservaban los detalles y al final se enviaban a la biblioteca. Cuando una técnica bélica se perfeccionaba hasta el punto de que confería una ventaja a un ejército sobre otro, se conservaban los diarios de los generales y, al final, una copia de los mismos acababa en Alejandría. Los espías y exploradores enviados a territorio enemigo dibujaban mapas donde situaban fortificaciones y elementos defensivos, al final se hacían copias y…
—… Se enviaban a la biblioteca. —Emily terminó la frase por él, al comprender la lógica de Kyle.
—Eso es cierto. El potencial del conocimiento productivo debía ser atenuado por su potencial para el mal uso. Nadie quería ver lo que podía hacer todo ese potencial en malas manos.
»Según la leyenda, se adoptó una decisión tan radical a fin de protegerla frente a los malvados y a las intenciones perversas. La tarea de recabar información nueva prosiguió, pero a partir de ese momento se realizaría de incógnito. Los bibliotecarios se dispersaron a lo largo de todo el imperio con el propósito de reunir nueva información allí donde fuera posible y ponerla a buen recaudo con el resto de la colección. Y así fue como esta creció y siguió haciéndolo a lo largo de los siglos.
Emily permaneció en silencio y dejó que la historia de Kyle impregnara su mente, que ya estaba dándole vueltas a lo expuesto. Eso no era imposible. Y lo de las sociedades secretas tampoco era un mito. Lo que Kyle describía era, en esencia, una forma de reunir datos, una práctica entre los gobernantes de hoy día, y aún se hacía en secreto. Pero un detalle no le encajaba.
—Esos bibliotecarios se desperdigaron por todas partes a fin de obtener nuevo material, dices, pero ¿no hicieron nada para que viera la luz? ¿La biblioteca se convirtió en un sumidero de conocimientos?
—¿Quién sabe…? —respondió Kyle con un encogimiento de hombros—. He localizado algunos retazos de información que dicen que los bibliotecarios diseminaban ciertos conocimientos cuando pensaban que eso podía resultar beneficioso. Pero ahí es donde el hilo común de la tradición se bifurca en hebras más pequeñas y se hace muy difícil conjeturar qué podría ser un hecho y qué una pura ficción. Algunas de esas teorías son verdaderos disparates, viejos manuscritos a punto de ser descubiertos por los arqueólogos, filtración de datos militares contra naciones opresoras, etcétera, etcétera. Cualquier cosa que podáis imaginaros, alguien ya lo ha pensado.
Emily alzó una ceja.
—Has dicho que algunos materiales salieron de la biblioteca a pesar de que esta permanece escondida. ¿Y no sabemos cómo ocurrió?
—Así es. Los bibliotecarios y sus sucesores determinaron qué información iba a estar accesible para el público… cuando ellos estimaran oportuno. Si aceptamos que hay un trasfondo de verdad en estas leyendas, eso propicia la concentración de mucho poder en muy pocas manos.
La norteamericana contempló la primera carta de Holmstrand. El estudiante había hablado con tanta pasión que una parte de ella deseaba creer que una historia tan extraña tuviera algo de sentido, pero parecía demasiado surrealista como para ser posible. Los vagos comentarios de Arno en las misivas generaban demasiadas especulaciones en torno a su viaje.
«Existe, y también la Sociedad que la acompaña. Nunca estuvo perdida», rezaba la primera carta: Sacó la segunda: «La biblioteca existe, y también la Sociedad encargada de su guarda y protección, ninguna de las dos se perdió».
Desechó cualquier posible duda al oír las siguiente palabras de Kyle.
—Una cosa más —dijo Kyle, echándose hacia delante al hablar y sin apartar la mirada de la hoja que sostenía Emily—, he dado por válido todo esto debido a una razón: ese grupo, el grupo de bibliotecarios que ha mantenido a flote la institución a lo largo de la historia, pasó a ser conocido simplemente como la Sociedad.