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Oxford, 4 a.m. GMT

Hora y media después de que su vuelo hubiera aterrizado en Heathrow, Emily se bajó de un taxi en un barrio residencial y se metió en una cabina telefónica roja de British Telecom. Había quitado la batería del móvil que había comprado en Turquía. Luego, lo había destrozado y lo había abandonado en Egipto. El Consejo tenía otras formas de seguirle los pasos, era lo más probable, pero ella había resuelto hacer todo cuanto estuviera en su mano para ponérselo difícil.

Metió en la ranura una moneda de cincuenta peniques y marcó los seis dígitos del teléfono de Wexler, que se sabía de memoria. El anciano profesor debía de estar dormido a las cuatro de la mañana, pero al menos eso le daba cierta seguridad de poder encontrarle en casa. Y Peter le disculparía lo intempestivo de la hora cuando oyera lo que tenía que decirle.

—¿Qué…? ¡Demonios, quién llama a estas horas de la madrugada! —farfulló el profesor sin el menor atisbo de amabilidad en sus palabras.

—Profesor Wexler, soy Emily Wess.

El oxoniense se despertó de golpe.

—¡Doctora Wess, querida! ¿Desde dónde llama? ¿Ha hecho usted algún descubrimiento?

—Probablemente más de lo que cabría imaginar. Y eso es lo que me impide decirle desde dónde le llamo.

Wexler se había incorporado en la cama y buscaba a tientas el interruptor de la lámpara de la mesita.

—¡Eso es maravilloso, Emily!

—Y más grande que un descubrimiento histórico —continuó la joven. A continuación, le hizo una somera exposición sobre la existencia del Consejo y su papel en la situación política norteamericana—. En cuanto a los involucrados… Ni siquiera puedo decirle lo mucho que se han infiltrado en Washington. ¡Es terrible! —Y acto seguido le soltó una lista de los nombres clave que figuraban en la segunda parte de la lista.

—¡Dios mío, Emily! Esto ha de hacerse público, y enseguida además. No se ha anunciado nada, pero todos los periódicos están a la espera de que hoy suceda algo gordo en Washington. Nadie sabe exactamente qué ni cómo, pero si hay que hacer caso a la rumorología, su presidente no estará en el cargo a la hora de cenar.

«La carrera no hace más que animarse», pensó ella en su fuero interno. La escalada de acontecimientos en Washington solo le confirmaba que debía hallar alguna conexión concreta, alguna prueba firme y sólida que se pudiera hacer pública. Y ella sabía dónde podía encontrarla.

Emily colgó el teléfono al cabo de un minuto, después de haber acordado con Wexler que hablarían de nuevo al final del día, y anduvo por la calle con suma cautela.

Aunque Antoun le había hablado de la conspiración con detalle, ella sabía que solo había un lugar donde podía conocer todos los pormenores: la Biblioteca de Alejandría. En ella estaría la información sobre las personas involucradas, el propio complot y probablemente muchos otros detalles útiles.

La información que ella necesitaba estaba guardada en esa bóveda. Emily comentó ese descubrimiento para sí misma: «Así que todo se centra otra vez en la biblioteca. He de hallar una forma de acceder, y pronto. Tal vez dentro de unas horas sea demasiado tarde».

Y avivó el paso.

La biblioteca perdida
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