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Minnesota, 9.30 a.m. CST

Dos nimios orificios en el cuero de la vieja silla señalaban los fatales disparos que habían acabado con Arno Holmstrand. Los balazos del pecho estaban concentrados en unos pocos milímetros, indicio de que era un trabajo profesional. Habían retirado ya el cadáver, pero el detective era capaz de determinar la trayectoria gracias a los boquetes que habían quedado en el respaldo. El asesino medía en torno a uno setenta y había permanecido de pie en el umbral. La víctima estaba sentada enfrente del asaltante.

El detective Al Johnson contempló cómo se ponían a trabajar los de la unidad CSI. Un hombre con la soltura de quien había hecho eso más veces antes sujetó un par de pinzas finas con las manos enfundadas en guantes de látex y extrajo una bala de cada uno de los agujeros. Quizá fuera un calibre 38, pero no se consideraba lo bastante preparado como para asegurarlo. Aquel era el territorio de los expertos en balística. Para él estaba bastante claro que este asesinato se trataba de un trabajo profesional.

Había visto cosas así con anterioridad.

A primera hora de la mañana se habían llevado a la morgue el cadáver con un total de tres heridas de bala. La primera había sido la del costado derecho del anciano. Probablemente ese disparo se efectuó fuera de la estancia. Se acuclilló y estudió detenidamente el rastro de sangre que conducía a la sala. El forense sospechaba que la primera herida habría sido fatal por sí sola, pero la víctima había vivido lo suficiente como para cruzar la puerta arrastrándose y entrar en el despacho. ¿Para qué? Se incorporó para volver sobre los hipotéticos pasos de la víctima. Había un teléfono sobre el escritorio, pero no presentaba indicios de que lo hubieran tocado y nadie telefoneó a Emergencias hasta la mañana siguiente, cuando el conserje descubrió el cadáver.

Un segundo técnico espolvoreaba el marco de la puerta en busca de huellas y un tercero hacía lo mismo en la mesa del despacho. Dos polis de uniforme tomaban fotos del escenario del crimen y su compañero estaba en el vestíbulo interrogando a los del turno de noche. Por lo menos otras seis personas pululaban por la habitación. Al se maravilló, y no era la primera vez, de lo bulliciosa que podía llegar a ser la escena de un crimen. Era una de esas extrañas paradojas de su trabajo.

Al se acercó un poco al escritorio. Tenía el aspecto que cabía imaginar siendo la mesa de un viejo profesor: una lámpara de tono verde oscuro, un portaplumas de bronce, papel secante de color desvaído y un ordenador con aspecto de estar desfasado desde el día mismo de su fabricación. Una vieja bandeja de cuero contenía cartas antiguas, todas ellas abiertas cuidadosamente con un abrecartas de marfil, situado entre ellas.

Un abrecartas de marfil, una torre de marfil… Una muestra del estamento de la cultura.

En el centro de la mesa descansaba un volumen de tapa dura lleno de fotografías. Estaba abierto casi por el medio. El detective se acercó y recorrió con delicadeza la superficie de las páginas. Bajo el látex empolvado, los dedos callosos se detuvieron al tocar unos bordes inesperadamente rugosos. La cubierta escondía en el centro del tomo un pequeño resto de hojas rasgadas allí donde era obvio que habían arrancado unas páginas.

Atrajo su mirada el flas de un joven miembro de la unidad CSI cuando tomó una fotografía del libro y de la mano de Johnson.

Al se imaginó la escena: «Un hombre con tres tiros en el pecho se arrastra hasta el despacho para arrancar unas pocas páginas de un libro». Tenía poco sentido, pero, bueno, los asesinatos, por lo general, rara vez lo tenían.

Hizo otra foto, esta vez el objetivo apuntaba a sus pies. La mirada de Al reparó en la papelera, llena de papeles renegridos. De rodillas junto a ella había un joven trajeado que revolvía entre los restos carbonizados.

«Bonito traje —dijo para sus adentros, y de inmediato se encolerizó—. Un chico de la agencia…, justo lo que necesitamos».

No era muy devoto de los filmes hollywoodienses, pero la única cosa en la que tenían razón era en el alboroto que se levantaba cuando varios departamentos reclamaban la jurisdicción sobre el mismo caso. Y los detectives de las brigadas locales nunca llevaban trajes bonitos. Ignoraba de dónde había salido ese joven, pero fuera cual fuera la respuesta, iba a ser de lo más frustrante.

—¿Los profesores de Historia queman siempre sus papeles? —preguntó el desconocido sin levantar la vista.

—Dame eso, chico.

El hombre del traje soltó un respingo al oír la última palabra. Le había disgustado que le recordasen su juventud, era evidente. Se obligó a recobrar la compostura mientras se levantaba lentamente.

—No es gran cosa. Un puñado de páginas arrugadas. Yo diría que las quemó de una vez.

Al señaló con un ademán el libro abierto sobre el escritorio.

—Arrancaron de ahí algunas hojas. —Indicó los rebordes rasgados del álbum—. Fueron tres, a juzgar por el número de la página previa y la posterior.

—Son las que tenemos aquí —confirmó el hombre de menor edad, señalando las cuartillas chamuscadas de la papelera.

—No termino de entenderlo —comentó Johnson—. Dispararon al viejo en el vestíbulo y se las arregló para venir a su oficina, a su despacho. Tenía un teléfono delante de él, pero no descolgó el auricular. No llamó en busca de socorro. Había papel y bolígrafos por todas partes, y no hizo intento alguno de garabatear una nota. En vez de eso, abrió un libro con fotos, arrancó unas páginas y las quemó.

El joven no replicó. Cogió el tomo y lo examinó con una intensidad que iba mucho más allá de la frustración sentida por Al. Parecía… enfadado.

—Mira, hijo. No sé tu nombre. No te había visto antes por aquí. ¿Llevas mucho tiempo en las Gemelas? —inquirió Al. La mayoría de los detectives de las ciudades gemelas de Minneapolis y Saint Paul, el núcleo de las fuerzas de la ley y el orden en la zona meridional del estado, se conocían entre ellos, al menos de vista.

—No soy de aquí.

No contestó nada más y tampoco dio señales de querer proseguir con las cortesías y presentaciones profesionales. Le dio otra vuelta al libro y volvió a mirar las hojas renegridas de la papelera.

Al no estaba dispuesto a dejar correr el asunto.

—¿No eres de la policía local? ¿Qué eres?, ¿de la estatal?

«Este es un caso de la policía local. Malditos sean los de la policía estatal».

El hombre del traje ignoró la persistencia de Al y no respondió a sus preguntas, pero depositó el tomo sobre el escritorio. Se alisó el traje y se volvió hacia el detective con aire de eficiencia. Miró directamente a los ojos de Al por primera vez en toda la conversación.

—Lo siento. Ya tengo suficiente para hacer un informe. Ha sido un placer conocerle, detective.

—¿Un informe? —Aquel comentario displicente ya era demasiado. Un libro y cuatro papeles quemados eran relevantes, sin duda, pero ahí apenas había material para elaborar un informe. Johnson recorrió la estancia con la mirada, había restos de huellas, de manchas de sangre, de pisadas, etcétera. Un informe se hacía con todo eso. Y aquel petimetre parecía no prestarle ninguna atención a todo aquello. Únicamente había mostrado interés por el libro y las hojas quemadas. Como si no existiera el resto de la escena del crimen.

Ese comportamiento no era normal, ni siquiera para un policía estatal.

Se dio la vuelta hacia el agente desconocido con una réplica sarcástica preparada, pero descubrió que aquel tipo se había esfumado, dejándole solo.

La biblioteca perdida
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