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10.25 a.m.

Emily se bajó del taxi con determinación. El viaje había entumecido su garbo habitual, aunque la animaba la convicción de estar en el buen camino. La fachada de granito de la biblioteca se alzaba ante ella; parecía de un blanco brillante bajo el sol de la mañana y la moderna estructura fundida con un pórtico frontal cubierto de estatuas de antiguos dioses y reyes egipcios difuminaba la línea entre un presente futurista y el pasado de antaño. Tuvo que admitir la calidad del diseño. Aquella visión la dejó sorprendida, anonadada incluso.

Una amplia colección de puertas de cristal indicaba la entrada, y Emily, impaciente, se apresuró a cruzarlas. Había utilizado el breve viaje desde el aeropuerto para trazar un plan. Se apuntaría a una de las visitas turísticas que la biblioteca ofrecía cada quince minutos, y la utilizaría para orientarse por el interior del edificio. No tenía la menor idea de por dónde empezar a buscar lo que se suponía que debía encontrar aquí, pero tener una orientación básica parecía un primer paso necesario. Una vez que supiera situarse, podría adaptarse a la tarea de localizar la siguiente pieza del puzle de Arno.

Los escritorios rodeaban el vestíbulo central de la biblioteca, señalados amablemente en una variedad de idiomas para beneficio de visitantes como Emily. Recorrió los carteles con la mirada en busca de alguno que rezara Tours, y avanzó hacia él en cuanto lo localizó.

—Entrada y visita, diez libras —informó un empleado a Emily, incluso antes de que la norteamericana tuviera ocasión de hacerle la pregunta. Mientras abría el billetero, él le pidió moneda local, que ella había comprado por una ridícula comisión en una oficina de cambio en el aeropuerto. El empleado continuó una perorata bien ensayada—: Nuestros guías les conducirán a través de la biblioteca en una visita de media hora, en la que les quedará clara toda la historia.

Emily se aguantó la risa. A veces un inglés chapurreado puede prometer cosas más grandiosas de lo que se pretende. Pero, por otra parte, «toda la historia» por diez libras egipcias parecía un trato bastante bueno.

El empleado le entregó a Emily un pequeño plano en color.

—La visita ha salido hace cinco minutos. La próxima es a las once. Espere junto a esa estatua a que llegue el guía.

Ella se desplazó hacia la estatua de piedra blanca que se alzaba en medio del vestíbulo, dominando la entrada. Reconoció la figura de Demetrio de Falero, el famoso orador ateniense que había pasado sus años dorados en Alejandría bajo el patrocino del primer Ptolomeo.

Pero estaba demasiado ansiosa para esperar. Miró el reloj y volvió a hablar con el empleado.

—Me uniré a la que ya ha empezado. ¿Hacia dónde han ido?

Emily siguió el gesto de la mano del ujier y atravesó rápidamente la entrada hacia las escaleras que conducían a la sala de lectura principal, donde un pequeño grupo, turistas americanos en su mayoría, se apiñaba en torno a una joven guía de apariencia seria. Emily podía detectar a un estudiante a un kilómetro de distancia, e inmediatamente tuvo la seguridad de que la guía era una estudiante universitaria, seguramente de posgrado a juzgar por la edad. Trabajar para pagar los estudios era, al parecer, una tradición sin límites de fronteras.

Emily se situó cerca del grupo, sonrió cortésmente cuando la guía se dio cuenta de su llegada y le mostró el tique para asegurarse de que ella supiera que podía estar allí.

—Perdón, llego tarde —dijo Emily prácticamente para sí misma. La guía le devolvió la sonrisa, y siguió con su discurso. Hablaba en un inglés claro y académico, con un acento dulcificado por una atenta práctica.

—La Biblioteca de Alejandría o Aktabat al-Iskandar yah es una gema en nuestra herencia cultural alejandrina. Oficialmente inaugurada en el año 2002, es un centro intelectual no solo para Egipto, sino para todo el Mediterráneo. —Les condujo escaleras arriba—. Nuestra ciudad tuvo en el pasado la biblioteca más grande del mundo. Hoy en día nuestra colección tal vez no sea la mayor, pero está creciendo con rapidez, y esperamos que un día vuelva a serlo.

—¿Qué tamaño tiene? —Un turista predecible hizo la pregunta predecible.

—La biblioteca tiene espacio para ocho millones de libros, así como para varios cientos de miles de mapas y volúmenes especiales. Sin embargo —la guía realizó una leve pausa, como si estuviera revelando un secreto de Estado—, nuestra colección actual solo tiene 600.000 volúmenes. Por lo que, como están a punto de ver, muchas de las estanterías están aún vacías. La colección actual fue donada por países de todo el mundo cuando el edificio fue terminado. Muchas de nuestras donaciones vienen de España, Francia y México. Ahora reunimos libros procedentes de Oriente Medio, Asia, Europa y el oeste, y la colección crece cada día. Algún día todas estas estanterías vacías estarán llenas.

Con una cuidadosamente ensayada intencionalidad, estas últimas palabras fueron pronunciadas precisamente cuando el grupo alcanzó la parte superior de la escalera y sus ojos se focalizaron en el corazón de la biblioteca: la sala de lectura principal. Se levantaron exclamaciones de asombro audibles desde casi todos los lados, y Emily no se avergonzó al dejar que se le escapara una.

Ante ellos estaba una vista verdaderamente espectacular. Un gran techo inclinado de vidrio y piedra difundía luz a una biblioteca cuyo aspecto estaba a medio camino entre el puente de una nave espacial y un salón de negocios posmoderno de clase alta. Suelos de madera lacada caían en cascada bajo el inmenso espacio angular, conectado a través de escaleras esculpidas y rampas suavemente arqueadas. Unos focos de aluminio pulido insertados en las repisas iluminaban con delicadeza las hileras de estanterías hechas con madera de fresno. Las divisiones de cristal acentuaban las pequeñas áreas de lectura y trabajo, mientras que los artísticos balcones dejaban ver los niveles inferiores. En torno al bosque de inmensos pilares plateados que sostenían el sorprendente tejado, los pupitres estaban colocados en hileras y grupos, algunos con la superficie desnuda y esperando ser cubiertos con libros y papeles, otros —y eran cientos— amueblados con terminales de ordenadores, escáneres e impresoras. La iluminación empotrada en la pared difundía un tranquilo y profesional resplandor en aquellos rincones donde la luz del sol, que se colaba a través de las claraboyas de arriba, no llegaba.

La guía concedió a su público un momento antes de entrar en escena.

—La vista ante ustedes fue obra de una firma de arquitectos elegida por la Unesco para crear nuestra monumental biblioteca.

—La firma era Snøhetta, ¿no es así? —Emily recordó el detalle de la guía de Wexler.

La guía se mostró convenientemente impresionada.

—Sí, señora —respondió echando una mirada provocadora a Emily—. Snøhetta ganó el contrato gracias a su visión del encuentro en una única estructura de lo antiguo y lo moderno, simbolizando el renacimiento de nuestra ciudad en el siglo XXI. Pero también porque su diseño, además de resultar visualmente sensacional, es funcional.

»Nuestra biblioteca puede acoger a miles de lectores en cualquier momento. Los libros son fácilmente accesibles a través del catálogo electrónico, y mantenemos activas las colecciones de publicaciones periódicas y noticias de todo el mundo. La sala de lectura principal, en donde ahora mismo estamos, abarca siete pisos en desnivel. Alrededor de los bordes de cada piso hay ordenadores con acceso a Internet gratuito para cualquiera que desee usarlos. —Hizo una pausa, aparentemente orgullosa de este último punto—. Internet tal vez no puede alcanzar cada rincón de África, pero aquí, entre estas paredes, es gratis y rápido para quien quiera utilizarlo.

Empezó a guiarlos a través de las estanterías, circulando entre grupos de escritorios y librerías impresionantemente ordenadas.

—También hay otros muchos recursos, además de los libros que todos esperamos de una biblioteca. Dentro de la sala principal existen colecciones de mapas, un ala entera solamente para recursos multimedia y un laboratorio científico dedicado a restaurar libros y manuscritos antiguos. También somos la única biblioteca en Egipto con su propia colección de materiales para ciegos, con miles de libros en braille. En el piso superior extendemos nuestra riqueza desde la tierra hasta los cielos con un planetario completamente digital. Y si tienen tiempo tras esa experiencia, también albergamos ocho completos museos donde se exponen unas treinta colecciones especiales, todo dentro de estas paredes.

Hubo más exclamaciones de admiración. Emily se quedó tan boquiabierta como el resto mientras bajaban un tramo de escaleras hacia un subnivel de volúmenes que resultaron estar dedicados a la historia de Europa occidental.

—También les puede interesar saber —continuó la guía— que la Bibliotheca Alexandrina es la sede de la única colección mundial del Archivo de Internet, albergada en un banco de unos doscientos ordenadores donados por el archivo con un valor de cinco millones de dólares americanos, aunque hoy se estima que ese valor se ha multiplicado más o menos por diez. Cada página de Internet entre 1996 y 2001 está incluida en la donación inicial, archivadas aquí en un centenar de terabytes de espacio de almacenaje, y se ha ampliado desde entonces incluso más con una colección completa de instantáneas de Internet, que se sacan cada dos meses. Cientos de miles de personas utilizan este asombroso recurso en todo el mundo.

Avanzaron, recorriendo una fila tras otra de brillantes estanterías, fachadas lustrosas, relajantes áreas de descanso y espacios para conferencias. La guía siguió ofreciendo comentarios de las vistas que les rodeaban, pero, tras unos pocos minutos, Emily había alcanzado el límite de su asombro. El sitio era verdaderamente apabullante. Impresionante. Incomparable. Pero la doctora no había acudido por la charla, y cuantos más hechos relataba la guía, más sobrecogedor le parecía el proyecto que tenía por delante. Aunque hubiera sabido con precisión lo que estaba buscando, encontrarlo en una estructura de semejantes dimensiones sería un inmenso esfuerzo. Y Emily no estaba segura de tener ni la más mínima pista de lo que debía descubrir allí.

«Debo buscar por mi cuenta», pensó de pronto, y se puso a ello con diligencia. Un momento después, cuando la guía y su grupo bordeaban un rincón, Emily no les siguió. La voz de la guía se perdía en la distancia, y Emily se encontró de pie, sola frente a 600.000 libros.

La biblioteca perdida
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