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10.45 a.m.

—Al fin nos conocemos, doctora Wess —dijo Ewan con el tono propio del inglés de los negocios. Llevaba perfectamente peinado el pelo plateado y lucía un traje negro hecho a medida. Emanaba poder y autoridad. Empuñaba la pistola sin el menor atisbo de incomodidad ante lo que el arma sugería.

Emily no conocía a ese hombre, pero identificó de inmediato a su acompañante: era el que llevaba la voz cantante de sus agresores en Estambul. Enseguida ató cabos.

—Usted debe de ser el Secretario —respondió Emily, contemplando a los dos hombres desde el otro lado del escritorio. A su izquierda, el ordenador seguía cumpliendo sus órdenes.

—Esa es una de las muchas cosas que usted debería ignorar —respondió Ewan—. El Custodio se equivocó al involucrarla a usted. —Y clavó los ojos en los de Emily—. Pero todos los errores pueden rectificarse.

Seguía apuntando a Emily entre las cejas.

Sin embargo, la amenaza no acobardó a la joven. Su vida había cambiado de forma drástica en las últimas veinticuatro horas y, aun cuando no sabía muy bien cómo ni por qué, había encontrado una entereza de la que antes carecía. Emily sintió una cierta paz cuando devolvió la mirada a un hombre resuelto a matarla. Quizá aquello fuera el fin, pero aquel tipo no la había derrotado.

—Lamento no ser quien usted esperaba, pero todo habrá acabado para cuando Peter Wexler venga —continuó Ewan, y con un asentimiento señaló el teléfono situado sobre el escritorio. La ingenuidad de Emily había decepcionado un tanto al Secretario—. Lo escuchamos todo acerca de su descubrimiento. Hemos seguido los pasos y hemos llegado hasta la interfaz. Solo falta un ingrediente: la contraseña.

Emily se permitió el lujo de echar un vistazo por el rabillo del ojo a la pantalla del ordenador antes de mirar otra vez al arma y al Secretario.

«Casi. Pero aún no ha terminado».

Ewan avanzó un paso, sorprendido por el silencio obstinado de la mujer. Amartilló el percutor de su querido revólver del ejército y dijo de forma amenazante:

—Le prometo algo, doctora Wess, usted va a revelarme la contraseña y luego va a morir. Son hechos, simplemente hechos, puede aceptarlos o intentar negarlos, pero no hay forma humana de que yo abandone esta habitación sin tener acceso a la biblioteca y una garantía final de que mi trabajo en Washington no va a verse trastocado por una aficionada…, una insignificante don nadie como usted.

Jason estaba junto a su progenitor cuando este lanzó su amenaza autoritaria. También él había reparado en el ordenador de la mesa donde estaba trabajando cuando habían irrumpido en la estancia.

—¿Está ahora dentro del sistema? —preguntó el joven, interrumpiendo el silencio amenazador de su padre.

El Amigo había perdido su compostura habitual ante la posibilidad de que todo pudiera estar en aquel pequeño portátil.

Ella se quedó paralizada y vaciló antes de contestar, pero ya había tenido el tiempo necesario. El proceso estaba a punto de completarse y ahora carecía de sentirlo ocultarlo. El tiempo de los secretos había llegado a su fin.

—Sí —contestó Emily, y se removió en la silla para encararse con Jason—. Ya no queda nadie más vivo que sepa cómo acceder, así que en los últimos días he cumplido el deseo de Holmstrand y me he convertido en el nuevo Custodio de la biblioteca.

Tanto el Secretario como su hijo se encogieron ante semejante audacia. Les resultaba inconcebible que ella, a falta de otros candidatos, se considerase merecedora de una información por la que el Consejo llevaba luchando milenios. Ewan tensó el dedo del gatillo.

—Acabo de hacer una pequeña actualización en conformidad con mi nuevo papel —prosiguió la mujer. El corazón le latía más deprisa que nunca, pero ella se obligó a conservar la calma—. Ya saben, he introducido unos cuantos detalles sobre toda esta aventura suya.

Alargó la mano y giró un poco el ordenador para que pudieran ver la pantalla. Ewan miró de soslayo la pantalla sin dejar de encañonar a la mujer. Un menú indicador del avance de la tarea mostraba que las actualizaciones de Emily se estaban guardando. La habitual barra deslizante que avanzaba de izquierda a derecha para mostrar el avance de una tarea estaba acompañada de un porcentaje numérico: 97,5 %. El Secretario la vio llegar al 98 % antes de fijar su atención en Emily.

—Una laboriosidad tan entregada como inútil, doctora. Estoy mucho más interesado en sacar material de la biblioteca que en meterlo.

Ella volvió a sentarse en la vieja silla de madera.

—Tal vez tuviera más cuidado si supiera lo que hay…

—¡No me dé lecciones sobre la biblioteca! —exclamó Ewan con voz tronante.

Emily se quedó helada. La visión del Secretario fuera de sí inspiraba miedo.

—No se atreva a decirme absolutamente nada sobre esta biblioteca —prosiguió Ewan, ahora con el rostro púrpura—. Ustedes, que solo han leído libros de cuentos y los cuatro jirones de conocimiento con que se han conformado para ustedes y el resto del mundo. ¿Qué es lo que pueden saber? La Biblioteca de Alejandría ha sido mi vida, como lo fue la de mi padre, y la de mi abuelo antes que él. En sueños soy capaz de recitar contenidos que usted hubiera tardado toda su patética vida en conocer. —Acercó aún más la pistola a Emily, mientras hablaba de ella en pasado, como si ya hubiera muerto—. ¡No se atreva a decirme que tenga cuidado ni que muestre respeto por algo que desconozco! Cuando haya trabajado mil años para averiguar la verdad y obtener lo que es suyo, como ha hecho nuestro Consejo, cuando se haya enfrentado a Imperios y Estados para no perderla de vista, cuando haya realizado todos los sacrificios que haya sido necesario hacer, como nosotros, entonces podrá hablarme de lo que hay ahí. —Ewan señaló con la pistola el monitor, donde la barra de progresos indicaba que cada vez quedaba menos para finalizar el proceso—. Durante todos estos siglos la Sociedad de Bibliotecarios se ha creído muy noble —continuó el Secretario, hecho un basilisco—, se ha considerado humanitaria y sagrada, pero ¿acaso no es otra versión de nosotros mismos y no busca el poder por sí misma? ¿Qué les ha dado derecho a considerarse guardianes de la sabiduría y la verdad de la humanidad desde la época de los grandes reyes y los imperios?

—Quizá le sorprenda saber que no discrepo con usted, al menos no en todo —respondió Emily, controlando sus nervios. Aquellas palabras confundieron un tanto a Ewan—. Estoy de acuerdo en que tener un poder oculto y omnímodo es peligroso para cualquiera. Pero al menos ha de admitir que la Sociedad ha sido más noble en sus objetivos.

—No. Han demostrado ser unos cobardes que se escondían en la oscuridad y almacenaban el conocimiento en catacumbas, lo enterraban bajo tierra. Nosotros, nosotros —continuó, y señaló a Jason como forma de referirse a todo el Consejo—, nosotros hemos aprendido a actuar. A hacer. Hemos sido capaces de obtener poder incluso privados de la biblioteca. Hemos controlado científicos, tecnologías, Gobiernos. Hemos urdido una telaraña de poder que no conoce límites nacionales ni culturales a fin de poder cumplir todos los objetivos. Sin ir más lejos, mire ahora el Gobierno estadounidense, el más fuerte del mundo, y lo hemos puesto de rodillas. Para derribar a un presidente y poner a uno de los nuestros han bastado unos pocos años de promocionar a la gente adecuada a los puestos adecuados, algunos asesinos bien elegidos y la filtración a las personas adecuadas de unos documentos impecablemente falsificados. Un miembro del Consejo, uno de los míos, será presidente de Estados Unidos, y estará flanqueado por sus compañeros, también consejeros. Y aun así, las cobardes criaturas que son los miembros de la Sociedad se consideran los legítimos guardianes del conocimiento de la biblioteca. Imagine qué podríamos haber hecho de haber tenido a nuestra disposición esos conocimientos.

La rabia de Ewan llenó la oficina. Escupía cada palabra con un desprecio que se había fraguado desde su juventud.

Emily permaneció completamente quieta en la silla. Y otro tanto Jason, inmóvil en un rincón, con un ojo hinchado y en trance ante la ira renovada de su progenitor. Pero la joven habló tras un prolongado silencio:

—Debo admitir que jamás hubiera creído que podrían llegar tan lejos en Washington. He leído los nombres de los involucrados. ¿Qué dirá el mundo cuando se entere de que el vicepresidente forma parte del Consejo desde hace quince años? Habrá planeado este complot desde hace décadas.

Emily no fingió estar atemorizada por la sorprendente confabulación del Consejo.

—Nadie fuera de esta habitación y la sala de mi Consejo va a saberlo nunca —respondió Ewan, todavía furibundo.

—Pero esa será la primera sorpresa nada más —prosiguió Emily, sin dejar que sus palabras hicieran mella en ella—. ¿Qué dirán cuando se enteren de que el hombre que ha organizado la deposición y detención del presidente Tratham en el despacho oval es miembro del Consejo desde hace más tiempo? Mark Huskins, un general de cuatro estrellas del ejército de Estados Unidos, ha estado en nómina del Consejo desde antes incluso de alistarse.

—Como le digo, nadie va a saber…

—¿Y qué me dice de Ashton Davis? —prosiguió Emily, tranquila a pesar de la interrupción de Ewan—. El secretario de Defensa de Estados Unidos, el hombre a quien se le ha confiado la protección de toda la nación, es miembro del Consejo desde hace tres generaciones. Dígame, señor Westerberg, ¿cuántas de sus decisiones militares adoptadas durante esta administración han sido una simple fachada urdida para propiciar los designios del Consejo?

Emily se puso en pie, reforzada por los hechos que había aprendido al acceder a la biblioteca, y se encaró con el Secretario.

—Una vez que todo esto sea de conocimiento público, ¿de veras cree que va a haber sitio en el mundo donde puedan ocultarse usted y su Consejo? Todas las naciones van a reaccionar en contra de décadas y siglos de maniobras políticas y menoscabo de los Gobiernos. —La doctora se inclinó hacia Ewan—. ¿De verdad espera sobrevivir a esta catástrofe?

El interpelado ya había escuchando bastantes amenazas estúpidas de labios de Emily Wess. El odio le corría por las venas. Respiró hondo dos veces para recobrar la compostura. Se sirvió de la mano libre para alisarse el traje y enjugarse las gotas de saliva que tenía en la barbilla y en la comisura de los labios.

—No soy yo quien debería preocuparse por salir con vida de este momento —replicó, hablando de nuevo con ese tono suyo de hombre de negocios—. Sus profecías de perdición están muy bien, doctora, pero ese plan atolondrado que han preparado usted y el profesor Wexler no va a llegar mucho más lejos que la llamada telefónica que han perdido preparándolo. Y ahora —continuó con fría resolución—, va a entregarme la biblioteca. Pienso pedírselo una sola vez. Si su respuesta no es una cooperación inmediata, cogeré el teléfono y su prometido morirá. Y pienso asegurarme de que usted pueda oírle mientras mis hombres le matan en ese mismo campamento donde pasaron juntos un romántico fin de semana. —El Secretario contempló el rostro de Emily, donde descubrió con deleite el temor y la sorpresa porque sus hombres hubieran descubierto el escondite de Torrance—. Y luego mataré a sus padres, a sus amigos, a sus conocidos, a todo aquel a quien le tenga algo de cariño. Métase esto en la cabeza: va a darme la biblioteca.

Emily tragó saliva. Ewan estaba en lo cierto. No tenía elección. Se irguió e intentó imitar ese aire profesional y eficiente del Secretario.

—Eso no va a ser necesario —repuso con toda la audacia de la que logró hacer acopio—. Voy a entregársela del todo. Usted y todo el mundo la tendrán… —Emily miró el monitor. La barra de progreso marcaba un 99%—. La tendrán en unos doce segundos.

Ewan no la entendió en un primer momento, pero luego palideció.

—¿Qué quiere decir? —inquirió; siguió encañonando a Emily con la pistola, pero mirando de soslayo a la pantalla.

Sin embargo, Jason la comprendió de inmediato.

—¡Demonios!

El Amigo se precipitó hacia delante, alargó los brazos y giró más el monitor para verlo por completo. Se quedó helado cuando vio la línea azul de la barra de estado a punto de completar su recorrido.

—¿Qué ocurre? —inquirió el Secretario, cuyo mirada iba de su hijo a la profesora, a quien seguía teniendo encañonada.

—No está actualizando la biblioteca, la está descargando.

Los ojos furibundos de Ewan se centraron de nuevo en la mujer.

—¿Descargando? ¿Dónde? ¿A quién?

Emily le devolvió la mirada.

—A todo el mundo. La estoy descargando a Internet, a la red pública. He encontrado la biblioteca y usted también, al encontrarme a mí, pero en cuestión de unos segundos todos sus contenidos estarán accesibles para cualquiera en todo el mundo. Para todos. Como tiene que ser.

Ewan sintió un pánico desgarrador en el pecho al oír las palabras de Wess. La barra de progreso se deslizó hasta marcar el 99,9 %.

—Y eso incluye también información sobre su Consejo, sus actividades en Washington y sus crímenes. Me he tomado la libertad de destacar esos contenidos a fin de hacerlos más fácilmente accesibles. Incluye todos los nombres, todos los detalles, todos los datos. Todo va a salir a la luz pública, eso y todo lo demás.

Ewan se giró hacia su hijo.

—¡Detén eso! Cancélalo, destrúyelo, haz lo que sea, cualquier cosa.

Jason se puso al otro lado del escritorio y atrajo hacia sí el teclado, pero cuando extendía las manos para empezar a teclear, la brillante línea azul de la barra de progreso había llegado al final de su trayecto y el número cambió justo delante de sus ojos.

«100 %. Descarga completada».

La biblioteca perdida
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