36

Washington DC, 9.30 a.m. EST (2.30 p.m. GMT).

—Esto no tiene buena pinta, da igual como se mire —sentenció el general Huskins, y lanzó la fotografía sobre la larga mesa—. Han asesinado a todos los asesores más cercanos e influyentes.

El resto de los hombres sentados en torno a la mesa permanecieron callados. Cada uno de ellos era una mezcla de rabia e intensa y atenta actividad mental. La reunión había sido convocada por el secretario de Defensa, Ashton Davis, en respuesta a la crisis creciente provocada por la cascada de noticias que no dejaban de publicarse en todas partes, desde los artículos del New York Times hasta las divagaciones embrionarias de la blogosfera en los idiomas seguidos por la CIA, que eran casi todos. Por regla general, los encuentros tácticos sobre defensa nacional solían celebrarse en la sala de situaciones de la Casa Blanca, pero esa posibilidad no era viable en las actuales circunstancias. Davis había dado orden de que la reunión tuviera lugar en una habitación discreta a prueba de escuchas en el tercer anillo del Pentágono, donde los presentes pudieran hablar con franqueza sin ser vistos ni oídos por nadie.

—Exagera el asunto —respondió el secretario de Defensa—. Solo han sido asesinados tres asesores del presidente. Eso dista mucho de ser todos.

—Son cuatro si contamos al ayudante del vicepresidente, Forrester —replicó el general—. Ese arribista pasaba tanto tiempo en la plantilla del presidente como en la suya. Además, conocemos esos cuatros casos, pero ¿alguien sabe si se ha cerrado la cuenta?

Huskins miró a su homólogo del Servicio Secreto, el director Brad Whitley, cuyos asentimientos indicaban que estaba de acuerdo con él.

—Sea como sea, cuatro no es un número pequeño —apostilló Whitley—, y menos cuando han muerto todos en una semana.

—¿Cómo diablos ha permitido que ocurra esto, Whitley? —El secretario de Defensa lanzó esa acusación contra el último en hablar al tiempo que daba un puñetazo en la mesa.

El director del Servicio Secreto había ostentado el cargo durante las tres últimas administraciones y no perdió la calma ni se amilanó cuando, centrándose únicamente en los hechos, respondió:

—Nuestro cometido es proteger al presidente, al vicepresidente y a sus respectivas familias, así como a los dirigentes extranjeros cuando nos visitan. No es tarea del Servicio Secreto proteger a los ayudantes y asesores del presidente.

Davis inspiró con fuerza a fin de sosegarse. Whitley estaba en lo cierto, por supuesto. Aquello no era un fallo de la institución, sino del hombre al mando, o eso decían los datos que tenían a su disposición. El presidente se había metido en aquel embrollo él solito y había arrastrado con él a la nación cuyo liderazgo ostentaba.

—Volvamos a los datos disponibles sobre los asesinatos —replicó el secretario de Defensa, dejando correr el punto anterior—. Eso es lo que determina si se trata de un gran fallo en la guerra antiterrorista o de una traición orquestada por el comandante en jefe.

Las palabras de Davis eran la primera ocasión en que alguien verbalizaba la verdadera extensión de los hechos que se presentaban ante ellos. Se hizo un silencio embarazoso.

—¡Hablad, maldita sea! —exigió el secretario de Defensa, dando otro puñetazo en la mesa.

El general Mark Huskins se recobró de la gravedad del momento, se inclinó hacia delante y, hablando de un tirón, reveló cuanto habían descubierto sus investigadores militares en las diferentes escenas del crimen.

—Todos los hombres fueron abatidos por varios disparos en el pecho hechos con una pistola, salvo el caso del ayudante del vicepresidente. Se trataba de ejecuciones. Han sido trabajos profesionales.

—Por tanto, podría haber sido cualquiera… o bastantes grupos —conjeturó en voz alta Davis, que pareció esperanzado.

—No —le contradijo el general—. Balística informa de que los disparos fueron hechos siempre por un arma del mismo calibre y en tres de ellos había marcas suficientes como para determinar el origen.

—¿Qué clase de origen?

—Si aceptamos que los casquillos no estaban demasiado deformados por el impacto, podemos rastrear su manufactura gracias a la forma, los componentes químicos, la aleación y otros indicadores claves por el estilo. Eso nos permite rastrear a proveedores y traficantes de armas por todo el mundo. Hacemos esto de forma rutinaria en todas las zonas terroristas y áreas de combate táctico, en cualquier sitio donde podamos conseguir munición procedente de otras fuerzas que no sean las nuestras. —Tras este resumen para el secretario de Defensa, se retrepó sobre la silla y dijo—: Las balas están relacionadas con hombres malos, señor secretario.

Y para eso se hallaban todos allí, para determinar ese enlace.

—¿Y…? ¿Adónde lleva el rastro?

El general era consciente de que su respuesta revestía una gran gravedad, pero su trabajo no consistía en ocultar hechos terribles a aquellos hombres, y cuando contestó, lo hizo con seguridad:

—Todas las balas empleadas en los asesinatos de los asesores presidenciales proceden de un lote de munición cuyas características físicas y químicas únicamente hemos detectado en un escenario. Y ese escenario es el noreste de Afganistán.

«Bueno, ya lo he soltado».

Todos los hombres reaccionaron en silencio ante semejante revelación. Unas sólidas pruebas forenses respaldaban las sospechas que habían tenido hasta ese momento.

—¡Válgame Dios! —respondió Whitley. A la luz de esa revelación, su trabajo como jefe de los Servicios Secretos cobraba un cariz muy diferente.

Davis intentó poner esa información en el contexto más amplio de los acontecimientos de aquel día.

—El torrente de informes que están sacando a la luz los medios de comunicación demuestran un claro patrón de corrupción en la actuación del presidente Tratham. Quienquiera que haya filtrado el grueso de la información tal vez deba pudrirse en una de nuestras mejores prisiones por semejante boquete en la seguridad nacional, pero lo cierto es que no hay mucho margen de duda. El presidente ha practicado el doble juego con sus amigos los saudíes.

—Y eso ha cabreado a los afganos, obviamente —respondió Whitley.

—¿Y qué relación tiene eso con los asesores muertos? —Davis quería certezas, claridad.

En esta ocasión el encargado de proporcionárselas fue el director del Servicio Secreto.

—Gifford, Dales y Marlake le habían avisado seriamente sobre sus resoluciones en materia de política exterior y todos ellos formaban parte del núcleo encargado de las negociaciones para la reconstrucción de la posguerra.

—¿Y qué hay de Forrester?

—Formaba parte del equipo del vicepresidente, pero apuntaba más alto y también él estaba metido en asuntos de política exterior.

—¡Y también el presidente! ¿Es que ha perdido el juicio todo el mundo en esta administración?

El director de los Servicios Secretos estaba lívido y el secretario de Defensa, colorado a causa de la rabia.

—Un momento —intervino el general—, ignoramos si el vicepresidente está o no implicado. La documentación filtrada únicamente muestra vínculos con el despacho oval y vuestras escuchas a Hines —añadió, mirando a Whitley— parecen indicar que él estaba tan sorprendido como el resto por todo esto.

David se giró de inmediato hacia el director de los Servicios Secretos.

—Quiero que usted y sus hombres lo averigüen, y que lo hagan con absoluta certeza. El presidente está metido en el ajo de unos acuerdos ilegales con Arabia Saudí que han hecho que los insurgentes afganos hayan asesinado a varios asesores en suelo americano, aquí mismo, en la capital. Quiero saber si el vicepresidente ha tomado parte o no en esta despreciable traición. Si se trata de lo primero, tengo intención de crucificarlos a los dos.

La biblioteca perdida
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