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Washington DC, 11.30 a.m. EST (10.30 a.m. CST).
Jason vio salir del edificio de oficinas Eisenhower al sujeto con un carísimo maletín. Sus andares de largas zancadas exudaban confianza. Con su ridículo traje de raya diplomática y un cabello demasiado repeinado, encajaba a la perfección con la persona representada en la fotografía que tenía en la mano. «Un tipo con una elevada opinión de sí mismo», pensó Jason para sus adentros. Ese simple hecho explicaba que fuera a disfrutar de lo que se avecinaba, dejando a un lado la justicia de la causa y la necesidad del acto. Hacía solo media hora que había llegado desde el medio oeste con escala en Nueva York, pero no le importaba el previsible retraso. Un advenedizo arrogante como ese se merecía lo que iba a hacerle.
Cuando el joven dobló la esquina a la altura de West Executive Avenue, Jason se levantó del banco del parque, se metió la foto en un bolsillo y se guardó el periódico doblado debajo del hombro. Anduvo con aire despreocupado detrás de su objetivo a lo largo de dos manzanas. Entonces, Forrester cruzó H Street y dobló por I Street, tal y como Jason sabía que iba a hacer.
La vigilancia de Mitch Forrester se había prolongado durante meses. Otro amigo, Cole, había sido asignado al vicepresidente y él había sabido situarse en el ambiente profesional de ambos hombres. Forrester repetía sus hábitos al final de la jornada de trabajo con la precisión de un mecanismo de relojería. No tenía coche y en vez de tomar el metro o el autobús prefería recorrer a pie las catorce manzanas que separaban la oficina de su apartamento. Jason supuso que aquello era también un acto de vanidad destinado a mantenerse en forma y dejarse ver por el mayor número posible de personas.
Ese día, como todos los demás, callejeaba por Washington, siguiendo un trayecto sinuoso que le llevaba desde el distrito político del Capitolio hasta un vecindario pijo situado al norte de Washington Circle Park, donde había alquilado un apartamento en un edificio de Newport Place, cuyo precio era muy superior a lo que podía permitirse el asistente de un político. Por tanto, contaba con dinero proporcionado por la familia.
Jason acortó la distancia existente entre él y Forrester conforme se alejaban del centro de DC, repleto de hostiles cámaras de vigilancia y patrullas de agentes de paisano. Las posibilidades de ser cazado persiguiendo a un objetivo en un barrio residencial eran notablemente menores, de modo que, cuando se aproximaron al edificio de apartamentos, se situó a diez metros escasos del político arribista y se pegó a él cuando se detuvo en la puerta para pasar su tarjeta por el lector electrónico de la entrada.
—Perdone —le espetó, adoptando con desenvoltura el papel de un inquilino que se ha olvidado la llave—. No me lo puedo creer. Mira que dejarme dentro la tarjeta… ¿Podría dejarme pasar? Mi mujer está en el trabajo y también tengo dentro el móvil. ¡Menudo bobo estoy hecho!
Jason interpretó a las mil maravillas el papel de vecino desesperado pero aun así amistoso.
Mitch observó al desconocido. Jason percibió la breve vacilación por parte del joven, una reacción bastante lógica si se tenía en cuenta que jamás le había visto por el complejo, pero, a pesar de ello, confiaba en engañarle sobre la base de que el asistente no conocería a la mayoría de los vecinos y su habilidad para hacerle picar el anzuelo con su papel de inquilino nervioso.
—Ningún problema —acabó por contestar Mitch.
—Muchísimas gracias. —Jason resplandeció agradecido. Dejó que Forrester mantuviera abiertas las dos hojas de la entrada y anduvo hacia el ascensor. Su objetivo vivía en el cuarto piso, así que iban a ir por el mismo camino—. Subo al sexto —le explicó mientras pulsaba el botón de llamada. Las puertas del ascensor se abrieron de inmediato—. Usted primero.
Mitch entró en el ascensor, pulsó el 4 en el tablero y después el 6, una nueva deferencia con el vecino que acababa de conocer.
Forrester sintió cómo una hoja de cuchillo le entraba por la espalda en cuanto se cerraron las puertas. La sensación de cuatro dedos de acero perforándole la piel y abriéndose paso entre las costillas fue tan extraña que en un primer momento no acertó a adivinar qué estaba sucediendo. Jason agarró al jovenzuelo por los hombros con la mano libre para impedir que se moviera.
—Escuche con atención —le dijo en voz baja y controlada, pero con una escalofriante firmeza al mismo tiempo—. En este momento, el cuchillo está en su riñón. Vivirá mientras la hoja se quede donde está. En cuanto tire y lo saque, tendrá treinta segundos antes de morir desangrado.
De inmediato Mitch se vio invadido por el pánico, sentimiento que le llegó entremezclado con la confusión.
—¿Qué…? No entien…
—Nada de preguntas —le atajó Jason—. Haga lo que yo le digo y entonces tal vez me vaya y le deje el cuchillo en la espalda, listo para que se lo saquen en el hospital. ¿Lo pilla?
Mitch jamás había experimentado un terror semejante al que le embargaba en aquel momento y solo fue capaz de gruñir una afirmación cuando el dolor causado por la hoja en las vísceras le traspasó todo el cuerpo.
—Bien —dijo Jason con calma tras pulsar el botón de stop en el panel a fin de detener la cabina del ascensor—, ahora quiero que me cuente todo lo que sepa sobre ese pequeño complot del vicepresidente.