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7.15 p.m.

Emily se dirigió hacia el inmenso palacio de Dolmabahçe, situado a su izquierda, en cuanto pisó tierra firme. Hizo lo posible por caminar con aire despreocupado, como si el corazón no le latiera desbocado. Procuró andar por el centro de la bulliciosa acera.

«Quizá logre darles esquinazo si consigo entrar».

Intentó consolarse con la idea de que aquellos hombres la habían seguido al menos desde su llegada a Turquía, lo cual significaba que debían de haber estado cerca de ella en el palacio de Topkapi, pero no la habían herido ni tampoco habían salido a su encuentro. Ojalá siguieran así.

«Que no parezca que recelas —se alecciono a sí misma—. Todo podría cambiar si se dan cuenta de que los has descubierto».

Se obligó a aminorar el paso hasta lograr unos andares que pudieran pasar por los de alguien que daba un paseo, consiguió incluso que su caminar se pareciera al de los demás transeúntes. Para no desentonar.

El trayecto hasta el palacio apenas le llevó unos minutos. Emily echó hacia atrás la cabeza a fin de poder abarcar con la mirada toda la amplitud del edificio cuando lo tuvo delante. Dolmabahçe tenía un aspecto llamativo. A pesar de su miedo, se preguntó si aquella gran fachada del siglo XIX no era la forma de la época de causar sorpresa y asombro.

Siguió las indicaciones para llegar hasta la entrada principal. Aminoró aún más el paso cuando estuvo cerca del edificio. Se alisó el blazer de diseño exclusivo y se recogió el pelo alborotado en una coleta que pudiera darle un aire profesional. Se preguntaba si podría pasar por erudita interesada en las relaciones franco-turcas con una ropa tan arrugada como la suya, mas albergaba la esperanza de conseguirlo.

Una antigua mesita de madera situada dentro de las puertas servía como despacho de registro. Emily pagó una suma descabellada por asistir a la conferencia de la tarde. Se disculpó por su retraso ante un recepcionista a quien parecía darle igual todo, cogió la entrada y se adentró en el edificio.

Se quedó sobrecogida de inmediato, tal y como había sospechado. Un letrero destinado a los visitantes de las visitas guiadas diurnas identificaba la entrada principal como el salón de Medhal, un lugar que embargaba los cinco sentidos. Era descomunal, con escaleras empinadas, un enorme candelabro, mesas grabadas e imponentes pinturas. De pronto, el champán a discreción y las fruslerías recibidas durante su vuelo en primera clase desde Inglaterra ya no le parecían tan definitorios del lujo como antes.

Hizo un esfuerzo por dejar de contemplar la opulencia y el esplendor circundantes y siguió la estela de un pequeño grupo de asistentes que doblaban una esquina e iban hacia lo que, visto desde lejos, parecía un salón de conferencias no menos espectacular. Al aproximarse a las sillas de madera cubiertas con terciopelo rojo, pudo ver que la mayoría estaban ocupadas por hombres muy atentos. Un hombre se dirigía en francés al público asistente desde un elegante podio situado en la parte frontal. Daba la impresión de que la conferencia había comenzado ya.

Emily puso en práctica su plan nada más entrar en la sala. De pronto, «recordó» que necesitaba ir al servicio y pidió orientación al portero.

—Dos puertas a la derecha.

Emily se alejó en esa dirección, y luego, tras asegurarse de que nadie la miraba, dobló la esquina y desapareció en la oscuridad de los jardines palaciegos.

La biblioteca perdida
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