18

11.10 a.m. CST

Entre dimes y diretes, la conversación se prolongó unos minutos más hasta que llegaron a una encrucijada.

—Atiende, son las once y poco, y mi vuelo hacia Chicago sale a las dos y diez —dijo por fin Emily—. Con todo el tráfico del puente de Acción de Gracias, debería salir pronto si es que al final voy.

Tanto ella como Michael sabían que la última frase era más una pregunta que una afirmación.

—Si… —repitió él, y dio la vuelta a los billetes impresos que Holmstrand había comprado por Internet. Se planteaba la elección entre Chicago o Inglaterra; sin embargo, de algún modo, él sabía que no había elección. Emily siempre había sido una adicta a la aventura, el único ingrediente que se perdía, como ella misma solía decir a menudo, al seguir una vida académica, que, por lo demás, la hacía sentirse realizada. Sin embargo, lo que ahora se les presentaba era algo más que una simple curiosidad con algo de riesgo—. Emily, deberías venir a casa. No tienes por qué volar a Inglaterra solo porque te lo haya pedido un colega, por muy tentadora que pueda resultar la perspectiva. Sobre todo teniendo en cuenta el hecho de que le asesinaron poco después de mandar la invitación.

Ella pensó en los posibles obstáculos futuros y en las misteriosas cartas que Arno le había enviado. No estaba acostumbrada a cosas como aquellas. Había ocupado un puesto en el Carleton College desde que terminó la tesis, haría poco más de año y medio, regresando así a la fuente de su inspiración académica. A pesar de haber abandonado Carleton nada más concluir la licenciatura con el fin de asistir a las mejores y más importantes instituciones del mundo universitario, había regresado con ansia a donde había dado sus primeros pasos. Ahora ocupaba un puesto permanente y nada iba a cambiar hasta la jubilación. Eso ofrecía una considerable seguridad a Emily, una académica de treinta y dos años, pero no la clase de entusiasmo que ella había pensado que iba a caracterizar su futuro. Intentó mantener controlado ese lado aventurero suyo corriendo mucho, y más recientemente había tomado lecciones de krav magá o combate de contacto, el arte marcial israelí, y alguna que otra clase de paracaidismo acrobático en un aeropuerto cercano, pero había tenido que aceptar el hecho de que el mundo académico carecía de las emociones que ella ansiaba tanto.

Y ahora esas emociones estaban ahí. Un misterio definido con vaguedad. Unas cartas extrañas con pistas aún más extrañas. Un billete para el otro lado del Atlántico. Pero, por otra parte, también estaban su prometido, el puente de Acción de Gracias y la preciada y poco frecuente oportunidad de estar juntos, pues Chicago había resultado no estar tan cerca como habían pensado en un principio, cuando decidieron que Michael hiciera su aprendizaje desplazándose todos los días muchos kilómetros hasta el lugar de trabajo.

—Hemos de decidir esto juntos —dijo por fin Emily—. Parece que hoy tengo dos reservas de avión. ¿A cuál me subo? —Y contuvo el aliento a la espera de la respuesta de Michael.

—Inglaterra —respondió él, comprendiendo que ella había hecho caso omiso a su anterior protesta—. Eso está bastante más lejos que Minnesota.

Emily se tensó de puro entusiasmo y agregó:

—No es volver a Inglaterra, es regresar a Oxford, nuestro territorio en nuestros años de estudiantes.

—Bueno, eso parece —repuso Michael, que le echó un vistazo a la carta de Arno—, pero ¿qué vas a hacer exactamente? —preguntó; hablaba con tal énfasis que perdía su compostura habitual—. ¿Vas a plantarte en Inglaterra únicamente con una cuartilla llena de pistas y aun así descubrir algo que lleva perdido desde hace siglos?

Emily deseó estar más cerca y así poder extender la mano para coger la de Michael. Percibía la aprehensión de su prometido y un miedo también presente en su propio entusiasmo. Pero incluso la perspectiva tan extraña que él describía le resultaba a ella seductora.

—Piénsalo, Mike. Arno se las ingenió para conocer mis planes y mi vida, o sea, a ti, a fin de que hoy recibiera esa información, y eso a pesar de su propia muerte. Vamos, eso tiene que despertar tu interés. —Soltó un jadeo de entusiasmo. Al otro lado de la línea no hubo discusión—. Y ahora me ha dejado un billete para Inglaterra —prosiguió Emily—. No sé cómo, pero de algún modo Holmstrand previó el futuro. Estoy segura de que no voy a vagar por Inglaterra sin rumbo fijo por mucho tiempo. Además, tampoco será el fin del mundo si todo se queda en agua de borrajas, y habré hecho un viaje gratis a tu patria.

—Pero sin mí. —Michael por fin recuperaba el tono de su adorable prometido.

La voz de Emily se suavizó al responder:

—Siempre podrías venir conmigo, ya sabes. Una pequeña aventura juntos, ¿eh? Volver a donde nos conocimos…

Emily no podía verlo, pero los ojos de Michael se iluminaron a pesar de que sabía que no podía aceptar esa invitación.

—Tal vez vosotros, los de la universidad, tengáis muchas vacaciones, pero a mí me espera una presentación el sábado, sea o no puente Acción de Gracias. Es mi primera gran oportunidad ante un cliente, ¿te acuerdas?

—Por supuesto, lo sé. —Michael se había estado preparando para ese momento durante meses, pues era uno de los últimos, y mayores, obstáculos en su carrera por pasar de aprendiz a arquitecto plenamente cualificado.

—Además, según dice en la carta, espera que vayas sola. A saber qué vas a hacer ahí, solo el Cielo lo sabe.

Emily se animó al escuchar la última frase. Ella había tomado una decisión y aquello era como si acabara de recibir el beneplácito que había estado esperando.

—¿Sí…?

—Vamos, no finjas ni por un momento que no vas a ir, conmigo o sin mí.

Y así ocurría en efecto: aquella aventura era demasiado grande para dejarla pasar. Michael la conocía bien y no iba a hacer que se perdiera semejante oportunidad. Una sonrisa se extendió por el semblante de Emily mientras se inclinaba hacia el auricular.

—No te inquietes, Mikey, te traeré algo bonito a mi regreso.

La biblioteca perdida
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