39

Nueva York, 10.30 a.m. EST (3.30 p.m. GMT).

El Secretario sintió un nudo en el estómago cada vez mayor. Jason y su compañero estaban en Oxford, en el lugar de los hechos, coordinando al equipo local y a la rama del Consejo en Londres. Todos sus hombres en Inglaterra habían demostrado ser agentes habilidosos. Los que Jason había tomado como equipo de apoyo actuaban bajo la apariencia de hombres de negocios de la City; esos expertos eran buenos conocedores de su territorio e inquebrantables a la hora obtener resultados. Al igual que Jason, eran la viva imagen de la lealtad, la discreción y la eficacia, los compañeros ideales del Secretario, un hombre que solo quería las mejores bebidas, las mejores viandas, los trajes más elegantes y los mejores hombres a su servicio. Hombres que conocieran el poder del Secretario y supieran cuál era su sitio, que recelaran de lo antiguo y abrazaran lo nuevo. No quería a sus órdenes a esos tipos que decían «Sí, señor», prefería hombres que no dijeran nada y solo actuaran, cumpliendo su voluntad al pie de la letra.

Ese pequeño equipo se había puesto a comparar las dos maquetas digitales en 3D. El Secretario podía verlas ambas en la pantalla de su ordenador. Una ventanita situada a la izquierda de ambos modelos actualizada por el equipo encargado de cruzar referencias informaba sin cesar sobre la lista de objetos que habían resultado destruidos por la explosión, así como sus orígenes, diseño, antecedentes e historia. Los expedientes eran detallados hasta lo intrincado. Cualquier minúsculo punto podía ser importante y, por consiguiente, el equipo estaba generando unos listados considerables. La misión iba bien.

Y aun así notaba un nudo en el estómago.

El Secretario recibía informes telefónicos cada diez minutos, pero el intervalo de tiempo entre las llamadas se hacía cada vez más insoportable. Nuevas dudas e inquietudes parecían surgir a cada segundo transcurrido. No dejaba de darle vueltas en la cabeza a una sucesión de detalles inquietantes que habían acompañado al asesinato de Arno Holmstrand.

«El último acto del Custodio. Una llamada telefónica hecha el día anterior. El libro con las páginas arrancadas. La iglesia. La explosión».

Retorció un clip entre los dedos de la mano izquierda, un tic nervioso que había tenido desde la niñez. «Algo va mal». Miró una vez más las páginas del libro que Arno Holmstrand había intentado evitar que vieran, aunque a la vez también parecía desear que las vieran y lo averiguaran.

«La iglesia. La explosión. El libro abierto. Ese libro abierto tan a la vista».

El nudo del estómago fue a peor. El Custodio era un hombre dado a los engaños, y él lo sabía, un tipo sinuoso y aficionado a las tretas y artimañas. A juicio del Secretario, no era un hombre sabio, al menos no en un sentido de nobleza y autenticidad, pero sí astuto, era un maestro del engaño. Había tenido noticia de lo que se planeaba en Washington, pero ni la visión del poder que estaban acumulando le había frenado a la hora de invertir sus últimas energías en esta otra tarea: aquella burla vergonzante y desdeñosa sobre la misma raison d’être[7] del Consejo.

Y entonces el Secretario tuvo una revelación y, con una claridad que únicamente le sobrevenía cuando las circunstancias le exigían el máximo, supo que los últimos movimientos de Holmstrand no eran una cuestión de mofa y venganza. No, era más, mucho más. Y en ese preciso momento cayó en la cuenta de que se había equivocado sobre el modo como había abordado el tema. «Los mentirosos siempre mienten», se reprendió a sí mismo. Había concedido demasiado crédito al aspecto superficial de los movimientos de Arno.

Alargó la mano para descolgar el teléfono de su despacho, seleccionó una opción de marcado rápido de entre las muchas opciones del menú y se llevó el auricular al oído.

—Soy yo —anunció, convencido de que su interlocutor al otro lado de la línea no necesitaba de mayores identificaciones—. Quiero que vayas a la universidad del Custodio ahora mismo. Consígueme información de todas las personas que trabajaban con Arno Holmstrand y de cualquiera que haya hablado con él en los últimos cinco días.

Su mano sudada dejó un contorno de sudor y humedad en el auricular cuando lo depositó sobre la horquilla del teléfono.

«El viejo bastardo no dirigió contra mí su última andanada —musitó, fortalecido ante esa nueva perspectiva—. Dejó las miguitas de pan para otra persona, y que me aspen si no averiguo de quién se trata».

La biblioteca perdida
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