89

9.30 p.m.

Jason apuntó a Emily Wess con la Glock 26. Era su arma favorita para ir de viaje. Medía seis pulgadas y media escasas de largo, pesaba setecientos gramos con el cargador de tambor cargado con diez balas, se escondía con facilidad y era de una precisión sorprendente para su tamaño. El modelo se había granjeado el mote de «bebé Glock» entre el personal de seguridad del mundo entero, pero la pistola era cualquier cosa menos infantil cuando se tocaba el gatillo.

Cuando vio la boca del arma delante de ella, Emily retrocedió y miró a sus espaldas, solo para descubrir que el otro hombre de gris se hallaba en el extremo opuesto del callejón, obstruyéndole el paso.

—No lo intente, doctora Wess. —Jason habló con voz clara y firme, y lo hizo con la sobriedad y la calma propias de una persona para la que aquello era una rutina, como si no estuviera sosteniendo un arma delante del rostro de la mujer ni tuviera un dedo en el gatillo de una pistola que podía poner fin a la vida de una persona—. Se acabaron las carreras por hoy.

Emily se volvió hacia su perseguidor, pero sin perder de vista el cañón del arma.

—¿Qué quieren de mí?

Jason no desvió la mirada mientras respondía:

—Nada que usted no pueda darnos o que no estemos dispuestos a coger. —Se le aceró la mirada y esbozó un gesto que no llegó a ser una sonrisa, sino una muestra de condescendencia—. Para empezar, denos lo que acaba de encontrar —ordenó.

Su padre le había asegurado que daba igual lo que hallaran. Fuera lo que fuera, solo era otra pieza del intento del Custodio por confundirles. No era una pieza clave de su búsqueda. El Consejo ya había encontrado lo que necesitaba saber gracias a una fotografía encriptada que había en el correo electrónico de Antoun. Aun así, les vendría bien conocer cuál había sido la última pista de Arno Holmstrand.

Emily hizo todo lo posible por mostrarse valiente en aquellas circunstancias.

—No tengo ni idea de a qué se refiere.

No eran la clase de hombres con los que querría encontrarse cuando buscase la biblioteca. Jason puso recto el brazo derecho, colocando el arma aún más cerca de la cabeza de Emily.

—No me lleve la contraria, doctora Wess. Su teléfono, denos el teléfono —dijo, y se movió para meter la mano en el bolsillo de la chaqueta.

Ella tomó conciencia de que el otro hombre trajeado se había acercado por detrás cuando su asaltante usó el plural. Ahora podía escuchar su respiración y sentía su aliento en la nuca. De pronto se sintió acorralada. Atrapada.

Los dos hombres eran más inteligentes de lo que ella había supuesto. No formulaban preguntas al azar para recabar información. Sabían qué tenía y dónde lo tenía.

—No tengo mucha paciencia, doctora Wess —prosiguió Jason—. Sé que el móvil contiene información de lo que ha encontrado usted en el palacio y también cierta lista que nunca debería haber visto. No voy a pedírselo otra vez.

El hombre abrió la mano izquierda, extendió los dedos y la alzó. Mientras Emily observaba el ademán, notó la boca del cañón de una segunda arma, esta vez en la espalda.

—De acuerdo, de acuerdo. —El deseo de seguir con vida era fuerte y poderoso, se llevó por delante toda la audacia de Emily. Le había jurado a Michael volver junto a él y debía mantener esa promesa—. Tenga.

Se metió la mano en el bolsillo, sacó el BlackBerry y se lo entregó al hombre que tenía delante. La pérdida de los materiales que llevaba encima no le preocupaba: había enviado copias de los mensajes a Peter Wexler, Michael estaba en posesión de dos de los originales y la pista recién descubierta, así como el extraño glifo, se había grabado de forma indeleble en su memoria. Estaba segura de poder seguir adelante sin ese teléfono. Su angustia no se debía a la pérdida de esa información, sino al hecho de entregarla a semejantes sujetos.

Jason le dio el móvil a su compañero.

—Sácalo todo —le ordenó—. Y asegúrate dos veces de que no ha reenviado la lista a nadie más. Se la enviaron en dos mensajes. La clave está en el segundo. Ese es el que contiene la lista con los nombres de nuestra gente.

Esas palabras tintinearon en los oídos de Emily. «¿Nuestra gente?». No olvidó la frase a pesar de que el corazón le latía acelerado y la encañonaban con dos armas. «Nuestra».

Jason se volvió hacia la joven. Su colega se había guardado el arma y estaba manipulando el móvil de Emily y otro pequeño aparato. No prestaba atención a otra cosa.

—Ya que se está mostrando tan cooperativa, ¿por qué no me da también los papeles?

Se resignó, sacó del bolso el fajo de papeles donde estaban la carta de Arno y las hojas del fax y las depositó sobre la mano tendida del hombre.

Jason se permitió esbozar una media sonrisa.

—Gracias, doctora Wess. Nos ha sido usted de gran ayuda. —Hizo una pausa—. Pero antes nos hizo correr detrás de usted, y eso ha sido… un infortunio. —Se irguió mientras se apoderaba de él un renovado aire de profesionalidad—. El Consejo le agradece la generosidad con que le ha ayudado en sus objetivos, pero lamento informarla de que sus servicios ya no son necesarios. El tiempo de su participación ha tocado a su fin. —Jason miró por encima del hombro de Emily al hombre que estaba detrás de ella y ordenó—: Hazlo.

La biblioteca perdida
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