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8.02 p.m.
Emily sacó su BlackBerry del bolsillo de la chaqueta y fotografió el grabado hecho en el brazo del sofá. Luego, pulsando con habilidad las teclas, se puso a guardar las fotografías por referencias, pero lo dejó al cabo de unas pocas pulsaciones. Resultaba innecesario anotar nada. Tenía claro desde el primer momento cuál era el significado de las palabras de Arno y del nuevo símbolo.
Todo aquel que hubiera estudiado en Oxford había acudido en uno u otro momento de su vida académica a la Divinity Schools, un salón ceremonial de debate situado en el centro de la biblioteca Bodleiana, una institución erigida a mediados del siglo XV con el propósito inicial de ser una sala de lectura. En aquella época, la universidad llevaba existiendo desde hacía generaciones, pero había celebrado las charlas en los salones de los diferentes colleges y en otros edificios, como el de la iglesia de Santa María, por cuyas ruinas Emily había paseado hacía lo que en ese momento se le antojaba una eternidad. Como los estudiantes se volvían cada vez más alborotadores y apasionados en sus debates, la universidad decidió que ya no era apropiado dar clase ni celebrar debates en la iglesia y encomendó tan delicada tarea a la Divinity School. Dos siglos después se había añadido en el extremo del ala oeste una nueva sala, conocida como Convocation House. Este espacio había sido muy elaborado. No tenía luz eléctrica ni siquiera a día de hoy. En él se hallaba el trono del rector, y durante un periodo de casi quince años, en el transcurso del reinado de Carlos II, en el momento álgido de la guerra civil, había servido como lugar de reunión del Parlamento.
Cualquier estudiante oxoniense conocía el edificio, una obra maestra de un estilo extraño y abrumador, uno de esos lugares de visita obligada. No se daban conferencias ni se celebraban debates desde hacía décadas. Ahora se había reservado para las ceremonias de graduación, un momento de gloria en el antiguo salón antes de salir por la puerta.
El techo era lo más característico de la Divinity School. Construido en la tercera etapa del gótico inglés, en lo que ahora se había venido a denominar «estilo perpendicular», era una suerte de bóveda de terceletes cubierta de un extremo a otro por cientos de símbolos extraños y misteriosos, alguno de los cuales sobresalía a modo de colgante. Era como si el techo tuviera dedos y fuera capaz de alargarlos para tocar a los visitantes. Emily recordaba de su primera visita la inquietud que la embargaba mientras el tutor de su college le hablaba acerca del diseñador de aquel sitio, el maestro William Orchard, y las bóvedas en abanico.
Nadie sabía con exactitud el significado de los símbolos usados en el techo de la Divinity School, y ese simple hecho había dado pie a las más peregrinas teorías conspirativas. Algunos eran símbolos de casas y colleges existentes en el momento de la edificación; otros debían de ser iniciales de profesores universitarios que habían contribuido a su construcción, pero los demás, docenas y docenas de ellos, eran un misterio, así de simple. Al parecer no significaban nada, y eso era una fuente de permanente fascinación de visitantes e intérpretes.
Emily miró de nuevo el símbolo que Holmstrand le había dejado grabado en el dormitorio de Atatürk. Repasó la línea de texto: «Un círculo completo: celestial techo de Oxford y hogar de la biblioteca». Indicaba con absoluta claridad a la Divinity School. Arno difícilmente podía haber sido más explícito. Ella supuso que aquel símbolo debía de ser uno de los esculpidos en el techo del edificio.
De pronto tomó conciencia de las voces que sonaban fuera de la estancia, en algún lugar sitio más allá del pasillo, y de la precariedad de su situación. Se hallaba sentada en un sofá, un sofá rayado, por cierto, en una de las habitaciones más queridas de toda Turquía. Como la descubrieran allí, iba a meterse en un lío difícil de imaginar. Había oído algunas cosas sobre las prisiones turcas, y ninguna buena. Y ese era el mejor escenario posible. Las cosas podían ponerse mucho más feas como las voces fueran de los dos hombres de traje gris que había localizado en el ferri.
Se apresuró a cubrir el grabado de Arno con un cojín, cruzó la habitación y regresó al pasillo exterior, donde se detuvo durante unos momentos hasta descubrir que el volumen de las voces no aumentaba, luego, dedujo, los conversadores caminaban en dirección opuesta. Con un poco de suerte, serían empleados del museo u otros asistentes a la conferencia que habían optado por saltársela. Sea como fuere, no deseaba ser vista. Ahora que había localizado la pista de Holmstrand, solo deseaba salir de allí y ponerse a salvo.
Avanzó por los zigzagueantes pasillos hasta hallarse de nuevo en la escalinata. Bajó sus escalones a toda prisa y dobló una esquina con el propósito de dirigirse al vestíbulo principal. Le bastaba cruzar su enorme extensión para llegar a la puerta que la conduciría a las calles de Estambul, pero entonces…
Emily localizó a los dos hombres. Su mirada se encontró con la de uno de ellos. La expresión acerada de aquel semblante no cambió, pero se volvió hacia ella. Y su compañero hizo lo propio. Todo intento de permanecer oculta carecía de sentido.
«¡Corre!». La idea le vino a la mente con una notable ansiedad, con un estallido de adrenalina. Aun con todo, sabía que únicamente conseguiría atraer más atención sobre su persona si echaba a correr. Lo normal cuando una mujer salía corriendo de un palacio era que la detuvieran, y si la hacían pararse una vez, estaría a merced de esos hombres.
«Sigue caminando, ve directa hacia la puerta y sal».
Emily rompió el contacto visual con aquel tipo y empezó a atravesar la habitación. Lo hizo dando grandes trancos a fin de salvar la distancia hasta la salida todo lo deprisa que era posible sin emprender una carrera.
«Ve directa hacia la puerta. Directa hacia la puerta». Hizo lo posible por acompasar el ritmo vivo de las zancadas al ritmo de sus palabras.
El vestíbulo era tan descomunal que le pareció interminable. La doctora lo cruzó con la sensación de que cada paso que daba era el último antes de sentir una mano de hombre en la espalda o recibir una zancadilla. Mantuvo los ojos clavados en la puerta hasta llegar a ella, la abrió con una fuerza que no sabía que tenía y se lanzó a las calles.
Cruzó la vía que discurría paralela al palacio en dirección a la acera de enfrente, por donde un buen número de transeúntes caminaban a buen paso, proporcionándole así toda la cobertura que pudiera desear. Emily mantuvo un ritmo constante, casi al borde de la carrera, y se abría paso a codazos cada vez que se formaba un corrillo de gente, obstaculizándole el camino. Se granjeó algunas miradas iracundas y gritos de protesta, mas no se detuvo.
Al cabo de cinco minutos se permitió aminorar la velocidad. Tal vez aquellos hombres no la perseguían con tanto ahínco como había pensado. No había vuelto la vista atrás ni una sola vez, pues recordaba lo aprendido al ver una película de acción: mirar a tus espaldas te retrasa.
No obstante, había llegado el momento de averiguarlo. Se detuvo al llegar a una esquina, hizo acopio de coraje, se volvió y asomó la cabeza más allá del borde del edificio. Miró por donde había venido.
Dos hombres seguían su rastro a tres calles de distancia. Avanzaban directamente hacia ella.